Si quisiéramos matizar, esta década tuvo luces y sombras. Si dejamos sutilezas, fue negra. La palabra violencia con que se la evoca, me parece inadecuada. Hay pocos términos tan abstractos cuando se trata de cosas tan concretas. Además, en términos de violencia, se equipara lo no equiparable.
El peronismo guerrero estaba a la vanguardia de una sociedad que se presentaba como un campo de batalla. Se pedía justicia, había voluntad de justicia e impaciencia de justicia. Las instituciones republicanas no tenían tradición democrática en un país que durante quince años había vivido bajo dictaduras militares y mayorías proscriptas.
El Escorial franquista con el que habían soñado Onganía y sus ideólogos había fracasado, no había lugar para aquella revolución conservadora que pretendía traducirse en un desarrollismo católico. El retorno de Perón fue el sueño que pasó de la clase obrera a los sectores medios. El peronismo cultural se adueñó del pensamiento. La juventud se sentía fuerte y esperanzada. Muchos se concebían como la futura guardia pretoriana de una sociedad justa. Bombo y gatillo.
La palabra liberación fue la contraseña de una generación. La liberación no tenía límites como tampoco los tienen las utopías. Había que liberar a los locos de la tutela asilar. Liberar al cristianismo de su aparato de poder. Liberar a los obreros de todas las formas de explotación. Liberar a la cultura de su uso capitalista.
Después la guerra, una de las tantas formas de guerra de estos tiempos. Desigual, nocturna, macabra. Y con la guerra el genocidio. La palabra genocidio no debe ser frivolizada. Cuando el exterminio pretende borrar el alma de una población, no sólo sus cuerpos, sino su historia, ideales y memoria, cuando se arrasa una cultura con la práctica del asesinato y del terror, hay genocidio. Y eso hubo en el país a partir de 1976.
La historia del siglo XX es la de los genocidios fracasados. Porque los judíos viven. Porque los armenios viven. Porque los gitanos viven. Porque los religiosos viven y rezan. Porque la voluntad socialista insiste.
En tiempos de terror la cultura no muere, nunca muere, porque no hay poder que no se sostenga en alguna forma de cultura, es decir, de creencia. El poder de Estado apadrinó diversas expresiones culturales. Hubo películas cómicopornoeróticas. Programas televisivos de risas y ternura. Algarabía y fiestas deportivas. Conferencistas que nos hablaban de los encantos de occidente. Filósofos que hablaban de un Nietzsche reprogramado por la inquisición, o de la muerte de las ideologías. Un periodismo activo, cómplice y triunfalista. Pero también hubo otra cara. La de un Roberto Villanueva que puso en escena al inmortal Plauto. Roma Mahieu y Julio Ordano ofrecieron Juegos a la hora de la siesta, una obra de teatro conmovedora no sólo por su calidad sino por su valentía. La revista Humor era casi el único ámbito en el que la escritura mantenía una altiva dignidad. Juan Carlos Mesa ventilaba con su humor distinto una radio custodiada por expertos. Enrique Raab escribía sus valientes e inteligentes notas en La Opinión.
Y las madres de Plaza de Mayo.
Y la guerra de Malvinas.
Aquel mundo no es el nuestro, sin embargo no murió. Su evocación desata pasiones. Reabre heridas. Despierta odios. Sus protagonistas aún inquietan. Pero hay un silencio no nombrado. Entre los combatientes de aquella época y la juventud de hoy, no hay comunicación. No sólo se trata de autocrítica, sino de pensamiento. Los veteranos les piden a los jóvenes de hoy que admitan su falta de ideales. Que reconozcan su apatía. Que renieguen de una concepción del mundo meramente utilitaria. Todavía se sienten superiores y víctimas con derechos exclusivos. Pero la falta no está de un sólo lado.
Los ex pertenecientes a las organizaciones armadas, los ideólogos de la violencia guerrillera, los que aún se hacen escuchar, reinvindican los motivos de su lucha y piden justicia.
Pero, los que diseñaron las políticas de lucha armada de aquellos años cobraron muchas vidas inocentes. La responsabilidad no fue igual entre dirigentes y dirigidos. Fue más que un error. Los que mantienen la actitud de beligerancia izquierdista no le dicen a los jóvenes de hoy que tomen las armas, pero tampoco les dicen por qué no deben tomarlas. Los dejan en una completa orfandad. Mantienen la ambigüedad. Hacen trampa, no dicen ni que sí ni que no. A veces, tan sólo cuidan una imagen. Porque si de situaciones históricas se trata, la del 99 es peor -desde el punto de vista sociopolítico- que la del 73. Es pero para el pueblo, peor -desde el punto de vista sociopolítico- que la del 73. Es peor para el pueblo, peor para clase media, peor para el país medido en términos de dependencia. ¿Por qué no tomar las armas entonces? ¿Por qué no alentar las viejas tácticas de sangre?
Silencio.
La palabra democracia no satisface a los sedientos de justicia. Muchos prefieren esa sed porque la llaman memoria. Pero falta el lazo que conecte la memoria y el proyecto, el pasado y el futuro, a los jóvenes de ayer y a los de hoy. Y este es un problema político, es una deuda intelectual pendiente, tiene que ver con las formas de acción política en una sociedad de opresiones. Entre el 73 y el 99 falta una reflexión, ésta no se llena sólo pidiendo por la ubicación de los desaparecidos ni reclamando el castigo a los culpables. Y menos se podrá hacer con un clima de censura y terror intelectual que condena al ostracismo a aquellos que la quieran llevan a cabo.
Pero esta constatación de una falta, esta crítica a un peligroso dogmatismo, no permite la autocomplacencia de quienes se ubican en la Argentina democrática de los últimos años. Decir que los argentinos hemos aprendido a convivir con nuestras diferencias es ocultar el estado de pequeñez y pobreza de nuestro país. Es ignorar, además, las nuevas formas de extorsión del poscapitalismo global, y la endeblez de nuestro Estado. Y es ignorar las nuevas formas de explotación social y violencia criminal de nuestra sociedad.
Sólo un pensamiento de izquierda puede proponer la reflexión que falta. Por una sencilla razón: la izquierda es el lugar desde el cual el símbolo de la libertad y el de la verdad aún se declinan juntas. Verdad es una palabra casi religiosa, lo mismo que justicia, ha dado espacio para las más bárbaras de las cruzadas. Por eso es tan importante la reflexión sobre aquellos años de nuestra historia, para que estos símbolos no sean cautivos del maniqueísmo, que no sean prendas del terror, para que se abran nuevos caminos para una sociedad mejor.
La palabra desaparecido es una cruz blanca en nuestro alfabeto. El dolor que provoca aún no ha sido elaborado.
"Exposición 100 años de arte y cultura de la Rep. Argentina", Catálogo (Sec. de Cultura de la Nación), diciembre 1999