Mientras este libro se imprimía me llegó una revista, Artefacto, coordinada por Christian Ferrer. En ella hay un artículo de Hector Schmucler. Por otra parte, un amigo me recomendó una novela: La hija del silencio, de Manuela Fingueret.
Schmucler en su trabajo comenta un libro de Pilar Calveiro: Poder y Desaparición (Los campos de concentración en Argentina). Por esta razón, por este encuentro, a la voz sin nombre se le agragan estas voces que sí lo tienen.
No me fue posible hallar hasta ahora en la Argentina una reflexión sobre los campos como la de Primo Levi, de alguien que ha sido víctima del horror pero que no se sitúa en el lugar de la víctima. Esto se debe a que la mayoría de los amurados en los centros de tortura eran militantes, y su reacción posterior a su libertad, a su superviviencia, fue o la del silencio, o la de la reinvindicación de la lucha y el pedido de justicia y castigo a los culpables. No hubo una mirada al por qué del crimen. Dice Schmucler: La historia de la Argentina en estos veinte últimos años se ha sostenido sobre dos intenciones de olvido, sobre dos silencios: los desaparecidos durante la dictadura de la década de 1970 y la derrota en la guerra de las Malvinas. Desaparecidos y derrota : dos exclusiones, dos olvidos. El olvido busca, a su vez, olvidarlos. Sólo olvidando el olvido éste no retorna. La desaparición intenta suprimir toda huella, aún la de la voluntad de suprimir la huella. Se trata de olvidar que en la Argentina un espacio de desaparición fue posible. Un espacio que atañe a toda la sociedad y en el que víctimas y victimarios se propician en una coincidencia trágica. No es la “ verdad histórica” lo que intenta olvidarse, sino la responsabilidad de preguntarse porqué el crimen se hizo posible. No lo que ocurrió, sino cómo ocurrió.
Hablar de coincidencia trágica entre víctimas y victimarios, de propiciar ambos dicho encuentro, es parte de un lenguaje inaudible en nuestro país. Inmediatamente surge la teoría de los dos demonios y el arrastre que trae da lugar a la condena letal. Esta coincidencia que no equivale al reparto de responsabilidades, es lo que trata de decir Schmucler con gran dificultad. Primero porque el problema es difícil, segundo porque se lo anula desde la culpabilización. Sólo una víctima como Pilar Calveiro, detenida y encerrada en un campo - la vida de Schmucler tampoco fue indolora, él que fue militante de los Montoneros y tuvo a un hijo desaparecido - puede plantear el problema de lo que ocurrió en la Argentina sin el peso de la culpa y con la autoridad que requiere.
Existe en la Argentina un silencio entre la juventud de ayer y la de hoy. Me refiero a un hiato entre los militantes de las organizaciones guerrilleras de ayer y los jóvenes de hoy. Se escucha con frecuencia decir a los ex combatientes - y a muchos que que sin serlo aseguran no haber renunciado a los ideales y a las utopías de ayer - que la nueva juventud es apática, indiferente, pragmática, utilitaria, consumista, que el Ché lo lleva en la remera, que es pasatista y está perdida. Los supervivientes y los veteranos se hacen acreedores de un derecho exclusivo al dolor, se hacen propietarios de lo que llaman memoria, y proclaman su sed de justicia. Y de los jóvenes piden una regeneración de viejas esperanzas y entusiasmos.
Pero la historia de los desaparecidos y torturados en la Argentina no es un botín generacional sino parte de nuestra historia, por lo que es materia de debate y de reflexión. Lo que se llamó foquismo, la lucha armada en nuestro país, la organización militar de muchos entre la adolescencia y la juventud sin ninguna experiencia, y a veces sin ninguna vocación, de matar o morir, la prédica de parte de la dirigencia de que el pueblo los estaba esperando como salvadores y liberadores de la esclavitud, la doctrina de la ultraizquierda de que el pueblo necesita de una vanguardia iluminada porque ha sido envenenado por la opresión de las conciencias, que la justicia no puede estar en una lista de espera; la actitud de dirigentes que provenían de sectas neonazis del nacionalismo vernáculo y que luego pretendían dirigir a la clase obrera hacia una patria socialista, el sueño de una guerra continental en el que las masas campesinas del tercer mundo se apoderarían de su destino, la adoración fetichista de un líder de masas que fue reinventado a la medida de aquellas ilusiones, y, fundamentalmente, una ceguera dogmática que lindaba con el terror intelectual, que impidió alguna prudencia, otras vías, otra práctica política, todo esto también ha sido olvidado, más aún, ni siquiera, quizás, pensado, es incómodo.
Los jóvenes del 70 aleccionan a los del 90, por supuesto que no les dicen que tomen las armas, pero tampoco les dicen por qué no deben hacerlo. Ya que si de situaciones objetivas se trata, en lo que respecta a nuestro país, el estado del mismo es peor que hace 25 años. El pueblo es más pobre, la clase media también, la dependencia ya parece definitiva, la sociedad está más polarizada entre pobres y ricos. Motivos de indignación sobran. Pero los viejos militantes de la lucha armada no han reflexionado sobre las formas actuales de la política, de sus límites y posibilidades. Denuncian a la democracia, subrayan sus hipocresías, sus trampas, favorecen y apoyan acciones espontáneas, narran los encantos de Chiapas y de su comandante mítico, llaman a todo los que les place “resistencia”, y dejan que los jóvenes de hoy saquen sus propias conclusiones.
Es cierto que los jóvenes no necesitan de los mayores para actuar, menos que los veteranos de los jóvenes, pero vuelvo al silencio, al equívoco.
No encontré una voz como la de Levi que se metió en el mundo de las víctimas y no se ahorró a sí mismo testimoniar sobre lo que había visto. Y lo que vió no fue sólo la saña de los verdugos, sino la trascendencia del dolor de la víctima, de la zona gris de la condición humana, un gris que no es el de la mediocridad, sino el que resulta de un trabajo del pensamiento sobre las conductas en las situaciones límites.
Ésto es lo que ha realizado en nuestro país Pilar Calveiro. Nos recuerda que en la Argentina hubo 340 campos de concentración y exterminio. Que en ellos se instaló una burocracia de la muerte que hizo funcionar una megamáquina de torturas, es decir de un suplicio para extraer información, aterrorizar y matar.
La persona secuestrada se llama ‘chupado’. El chupado pierde su nombre y recibe un número. Se lo encapucha. Oscuridad, silencio e inmovilidad. Otra palabra que hemos heredado de aquellos tiempos es la de ‘traslado’. Traslado equivale a la ‘selección’ de Auschwitz y los campos de exterminio nazi. Es la puerta que se abre a la muerte. En los campos de la Argentina, es el viaje de los detenidos-secuestrados, adormecidos por una droga somnífera, para ser arrojados vivos desde un avión a las aguas del Río de la Plata.
Otra palabra que hemos heredado de aquella época es la de ‘subversivo’. Este es un nombre capital. Porque se distingue del militante organizado. Es la palabra subversivo la que permite que la categoría de genocidio sea aplicable al caso argentino.
La subversión es de pensamiento antes que de acción, y de intención antes que de pensamiento. La búsqueda de la semilla subversiva que hicieron los ejércitos de la noche y sus apoyaturas ideológicas en la sociedad civil, no ahorraba detalles ni rincones de sospecha. Porque la subversión era la de las almas, y éstas - según un modelo penitencial del cristianismo medieval - siempre están tentadas por el diablo y la perdición. Es la caza de brujas. Es la famosa frase de Saint Jean, que llama subversivos a una gama que va desde el terrorista hasta el escéptico y el indiferente.
La subversión es cultural, concierne a la forma de vida de una comunidad, y si ésta se dispone a ser cristiana y occidental, el espíritu inquisitorial debe rastrear por vastos y hasta los más lejanos rincones. Por eso se llama genocidio, porque quiere barrer existencias manchadas según una ley del ser.
Es cierto que se llama genocidio al asesinato colectivo de etnias, razas y comunidades religiosas, cuya falta es la de ser. De ahí que aplicarla a la Argentina del 70 pueda parecer erróneo, ya que lo que se libraba en esos tiempos era una batalla política. No de ser sino de hacer. Sin embargo la categoría de subversivo es asimilable a la de hereje, connota una maldición y un pecado óntico. El ente subversivo está manchado del mismo modo en que el judío lo estaba aunque fuera converso, judío por una sola de las ramas genealógicas, cualquier parentezco que lo incluyera en una lista hasta la séptina generación de antepasados con ‘sangre judía’. Es un genocidio, el inventado por los nazis, que necesita de un diagrama de purezas y de una política de las proximidades. De la contaminación. La noción de subversión está emparentada a este tipo de categorías legitimadoras de las masacres colectivas.
La Argentina del setenta es heredera en este sentido de la del 60, la de la Revolución Argentina que pretendió crear un Escorial franquista hijo del desarrolismo y del catolicismo, forjar un Estado corporativo con reminiscencias fascistas teñidas de santidad. Desde ese momento están a la orden del día las herejías en el país.
Pilar Calveiro dice que el poder disciplinario-asesino pretende ‘quebrar’ - otra palabra que hemos heredado - al individuo, romper al militante, modelar un nuevo sujeto. Pero insiste que el poder no es omnipotente, siempre hay posibilidades de resistencia.
Calveiro cita muy pocas autoridades eruditas - el resto del texto se apoya en testimonios de víctimas - , tan sólo Hannah Arendt, Tzvetan Todorov y Gilles Deleuze, pocas pero importantes para este problema. De Deleuze resalta la categoría de pesamiento binario, que sigue el modelo amigo-enemigo propio de una versión de la política adaptada al esquema de la guerra entre campos irrenciliables y enfrentados. Dice Deleuze que a una macropolítica de la seguridad corresponde una micropolítica del terror. Esto lo vemos hoy en la Argentina: pasamos de la seguridad nacional contra ateos, judíos y hippies del 60, a la seguridad cultural y política contra toda variante de subversivos del 70, a la seguridad ciudadana contra misteriosos delincuentes del 90. La respuesta estatal hacia todos estos tipos de ‘inseguridades’ tiende a parecerse en estos casos, lo que confirma la idea de Deleuze.
La lógica binaria es una lógica paranoica, nos dice Calveiro, y por eso hubo una mimesis entre guerrilla y ejército regular, ambos se configuraron según los parámetros de la lógica militar. Ambos diagramaron sus odios según dos arquetipos: el subversivo ateo criminalizado por los libros de Marx y Freud, por un lado, y el militar, brazo armado de la oligarquía, por el otro.
Dice Calveiro que guerrilla y militares no son ajenos a la sociedad en su conjunto, ésta no sólo supo lo que sucedía, sino que sucedía en ella y por ella. Es lo que dice Schmucler:
Las formas del olvido suelen tener el estatuto de lo precisable: fragmentos que muestran como totalidades y que, al consagrarlos como objetos únicos de la memoria, dejan el resto en el olvido. Sobre todo, dejan en silencio, esa totalidad no recuperable por la simple suma de hechos delineables. Cuando, en nuestro caso, a “dictadura” se le agrega el término “militar”, se especifica, sin duda, a los responsables manifiestos de los hechos aberrantes. Pero se empaña la memoria de una trama que compromete a la historia misma del país, próxima y remota. Sería más preciso hablar de “situación de dictadura” y la memoria podría trabajar en un complejo andamiaje en el que lo civil no es una categoría excluyente ni excluída.
Sin duda, el Estado es parte de la sociedad que lo crea, y no al revés.
Calveiro nos habla de las variantes que rompieron en los campos de concentración los tabiques del pensamiento binario. Hay un espacio gris entre los militares, retomando el color ético que inventó Primo Levi. Un gris que nos habla de algo común a guerrilleros y militares, pero luego prefiere hablar de gama de colores, de la innumerable gama de colores que presenció como secuestrada, y no de un gris que siempre combina blancos y negros puros. Los puntos de resistenca, como las “líneas de fuga” - otro concepto de Deleuze - son partículas que se escapan de las redes del poder sostenidas por las técnicas de humillación y animalización: obligar a las personas a exhibirse y permanecer desnudas ante extraños, como lo hacían en todos los campos; hacerlas adoptar posiciones ridículas y humillantes, como correr encapuchados o atarlos del cuello como si fueran perros(La Perla y Escuela de Mecánica); sumirlos en un terror que los haga temblar(Mansión Serré); forzarlos a pelear entre sí estando encapuchados(Campo de Mayo);llevarlos hasta la desesperación por el hambre para que sólo piensen en la comida y luego devoren el alimento como bestias(comisaría de Castelar); hacer que una mujer desnuda y con los ojos vendados tenga un parto en medio de insultos(Brigada de Investigaciones de Banfield) son sólo alginas de las prácticas que se usaron para inducir un comportamiento aparentemente animal que justificara el tratamiento posterior de esos seres humanos como si en verdad no fueran hombres.
Las líneas de fuga que enumera Calveiro, frente a esta bestialización, son sorprendentes. Desde irse del cuerpo como desprendimiento místico-alucinatorio durante una tortura y contemplar a la distancia el acto al que el propio cuerpo es sometido, a los afectos que van desde la solidaridad con los ‘cumpa’, a amores y sexo con verdugos, relaciones de amistad con algún carcelero compasivo, las colaboraciones simuladas en las que abunda la descripción de Calveiro, simulaciones límites y riesgosas porque podían en cualquier momento convertirse en verdadera colaboración; extrañas líneas de fuga que Calveiro califica como formas de resistencia al poder, sin calificarlas de heroicas, más aún, insistiendo que en la lógica de los campos de concentración y exterminio son insuficientes las reparticiones entre conductas heroicas, traidoras y colaboracionistas.
Hay partículas de colaboración y traición en cada cautivo, partes devastadas y partes que resisten. La lucha de los secuestrados tiene el objetivo de preservar la humanidad, una lucha en la que se puede perder y ganar cada día, en la que creer en Dios, en cualquiera de sus versiones religiosas, es una forma de resistencia y de preservación de la humanidad, en la que el exterior, el saber que hay un afuera - como lo describía Azúa en el mencionado viaje en tren - la búsqueda que los detenidos hacían de ventanas, resquicios, rendijas y hoyos; la necesidad de que alguien testimoniara en el afuera; formas de fuga y resistencia que Pilar Calveiro sitúa en el trabajo - limpiar, barrer, lavar, coser -, en el juego - partidas de truco hechas en el silencio - y en la risa, signo de que se está vivo y se sigue siendo una persona.
Nos habla de la penuria de los sobrevivientes, de los agraciados por la vida, que gozan su supervivencia y la sufren en cuanto dependió por lo general de una decisión de sus captores.
El libro de Pilar Calveiro, la novela de Manuela Fingueret en la que por primera vez - en mi conocimiento - se narra el contrapunto entre una mujer joven secuestrada durante el Proceso, y su madre judía cautiva en el campo de Terezín, esta doble introspección entre madre e hija que nunca hablaron y vivieron el silencio de su doble y único tormento, una en mano de los nazis y otra la de los agentes de la dictadura; la reflexión que Schmucler hace hace años sobre aquello que pasó, desarrolando el tema del mal, de su banalidad, de su burocratización, del olvido de que hay un mal, y que, quizás, así lo considera él, haya que meditar sobre las herencias religiosas si es que nuestra civilización no ofrece fundamentos para su definición; la película Garage Olimpo de Mario Bechis cuya crudeza nos da la estampa más real de lo que pasaba en un campo; estas voces, estos testimonios, las imágenes, han dado una voz a la tragedia de nuestro país, un pensamiento sobre lo que pasó.
Dice Pilar Calveiro: Es cierto que a mediados de la década del 90 han pasado algunas cosas y parecemos estar más inmersos en una posmodernidad que rechaza las estructuras uniformes. Nuestro mundo computarizado tiende a generar sistemas personalizados y descentralizados que parecen poco compatibles con la modalidad represiva concentracionaria. La neutralización de los conflictos de clase o su reinscripción en otros contextos y el desencanto por lo político nos ubican en un escenario muy diferente al de la Plaza de Mayo de marzo de 1973.
En términos de vida cotidiana, la liberalización de las costumbres, la desestandardización en todos los órdenes, incluídas la moda y la diversificación religiosa y la proliferación esotérica(al uso del consumidor) nos remiten a un predominio de la diversidad y la permisividad que aparentemente serán inversos a las totalizaciones y disciplinamientos que promovió la lógica concentracionaria.
¿Quiere decir esto que las formas del poder han mutado y estamos en un punto totalmente diferente? Sí y no. Siempre estamos en un punto diferente y los cambios que se han producido en los últimos 15 años no son insignificantes.
Sin embargo, el poder muta y reaparece, distinto y el mismo cada vez. Sus formas se subsumen, se hacen subterráneas para volver a aparecer y rebrotar. Creo que un ejercicio interesante sería intentar comprender como se recicla el poder desaparecedor. Cuáles son sis desintegraciones y sus amnesias en la posmodernidad. Cómo reprime y totaliza, aunque se manifieste en el individualismo más radical. Cuáles son sus esquizofrenias, y cómo se nutre de las falsas separaciones entre lo individual y lo social. Cómo conservar la memoria, encontrar los resquicios y sobrevivir a él.
Este libro es el resultado de haber intentado comprender algo de todo esto.