La normalidad es como la atmósfera, está ahí pero no la vemos. Del mismo modo la salud es algo que no es palpable, nadie sabe lo que es la salud, ni siquiera es una experiencia sentida. Lo que sí existe es la enfermedad porque gracias a ella descubrimos que tenemos un cuerpo. Bueno, no hay que exagerar, también el Señor de las alturas tuvo la bondad de darnos los órganos sexuales con los cuales descubrimos el cuerpo del otro. Pero el nuestro lo develamos con una dolencia. La magia del chequeo es que nos señala que algo nos perturba sin que nos hayamos dado cuenta por la acción de nuestra propia conciencia. El índice numérico indica que algo no funciona, o que funciona mal. Hasta es momento la vida discurría normalmente, es decir que como cualquier ser humano estábamos metidos en el mundo con todas las urgencias que esto implica. Convivíamos con los medios de transporte, el kioskero, la oficina de trámites, el programa de Tinelli, los pagos diferidos, el acto eleccionario, el hijo que ni escucha ni contesta, en fin, la vida. Luego del chequeo, nuevos personajes ingresan a la vida cotidiana como las rodillas, la corriente sanguínea, las tiroides, la sexta cervical, las pulsaciones, las grasas, el stress, el chill out y el feng shui. Con esto último hago referencia a que el mundo de la salud tiene una dimensión casi inabarcable gracias al concepto de calidad de vida. Decía que son muchos los que me comentan que una vez remitido el informe el clínico elegido nos despide del consultorio con un mandato. Me refiero a la penitencia. Ojalá fueran diez o veinte padres nuestros, ochenta avemarías y un par de genuflexiones, porque una vez cumplidas estamos limpios. El tema es que la terapia, para llamarla de un modo solemne, es extraña. ¿ De qué nos acusan los médicos? Sencillamente de llevar una vida sedentaria, frase que parece fina y obvia, finalmente no somos nómades ni vivimos en carpas. Pero nada es tan sencillo. Nuestra condición sedentaria que tantos milenios ha llevado a la humanidad implementarla, es una maldición que puede llevarnos a un bloqueo arterial que nos hace correr el riesgo de tener un espasmo que nos deja fritos. Una fritura cableada con by passes, pequeñas prótesis de alto costo, o, si la este tipo de delicia no nos acompaña, quedamos azules, tiesos y fríos, para qué seguir. Para felicidad nuestra hay un tratamiento posible, podemos hacer algo, nuestra voluntad cuenta, y si cumplimos con la clínica alopática, la homeopática también, y qué mejor que la antroposófica, podemos vivir largos y felices años de buena salud. Eso es lo que me dicen los conocidos que comen sin sal y deben caminar una hora por día. ¡ Una hora por día! ¿Qué les pasa a los matasanos? ¿ En qué mundo viven? En la ciudad esto se calcula como cincuenta o sesenta cuadras, desde el Congreso hasta Flores, de Palermo al Bajo. Se nos presentan estos sabios de la dietética posmoderna que en sus trajecitos blancos nos miran pasmados porque no pueden comprender que no podamos dedicar para nuestra salud – que es decir para salvar la vida y llegar a una vejez móvil – menos del cinco por ciento de la jornada al dios Bios. Mis amigos mientras toman su café de achicoria con sacarina me confiesan que una hora es una enormidad, que todos los días de Pacífico hasta la general Paz es un tormento. Caminar es un misterio. Por alguna razón se nos convierte además en un problema. Nuestro modo de vida depende de las acciones. Cada una de las acciones que llevamos a cabo en el día, cualquiera que ésta sea, nos llena. Aunque pelemos una papa en casa escuchando la radio, estamos haciendo algo. El caminar parece un tiempo de espera, no llena, es un vaciado del tiempo. Es cierto que por la ciudad hay muchas cosas que suceden a nuestro paso, hay movimiento, ruidos, colores, pero nuestro gesto no tiene otro sentido que sí mismo. Caminar es un verbo tramposo, debería denotar una acción pero no la es. Se parece al verbo ser. Somos sin darnos cuenta, pero si un Heidegger del Hospital de Clínicas nos manda ser una hora por día, sería una labor interminable. Borges caminaba toda la noche, Nietzsche lo hacía más de diez horas por día. Pero no caminaban, buscaban palabras. Es singular el caminar del escritor. El caminate colesteroso no busca palabras sino números, llegar a 180. |