(Escrito antes de la muerte de Edward Saïd)
Existe la meditación occidental. Su carácterística regional se debe a un arte de la palabra. La oriental exige una cartografía del cuerpo. La que nace en la reflexión discursiva se escribe. Es alfabética, su cuerpo son las frases.
En la historia de la filosofía la meditación tiene sus raíces lejanas en la preceptiva antigua de los estoicos, en el arte del ensayo de Montaigne y en los pensamientos de Pascal. Hasta la teología de sí mismo de San Agustín en sus confesiones puede considerarse un antecedente de la meditación.
Pero hoy en día esta meditación surge de otras metamorfósis. Esto es así porque más que un género nuevo, la meditación es la conversión de otros géneros literarios- el ensayo, la autobiografía, las biografías, los intercambios epistolares, los testimonios, las entrevistas ,las novelas con una voz protagónica – en una conversación con un amigo ausente que no es otro que nosotros mismos.
Como en toda expresión literaria, el prójimo está presente, pero lo hace como testigo de una conversación que el escritor también mantiene con sí mismo..
La meditación tiene todo el color de una despedida, es una señal de lejanía, una voz quieta que se prolonga con puntos suspensivos. Tiene con la verdad una relación muelle, amortiguada. No teoriza, no sentencia, lo que no quiere decir que su tono necesario sea el del murmullo o susurro. Puede ser violento, enfático o desesperado.
La meditación se escucha. Por eso a la tradición mencionada agregamos a Nietzsche, además de Primo Levi, Imre Kertész, Jacques Riviére, Thomas Bernhard, Peter Brook, Glenn Gould, Macedonio, el Borges de las entrevistas y Daniel Baremboin.
Barenboim es autor de una biografía Mi vida en la música que debería ser un texto escolar. Lo daría como material de trabajo a los alumnos del primer ciclo universitario. Es un texto vocacional. Una meditación sobre la vocación. Todo aquel que tenga una pasion con alguna forma de expresión artistica u otra, encontrará en su libro una reflexión afín, una voz amiga. Y el que no tenga necesidades expresivas, no le vendría mal conocer la transparencia de este camino pasional.
No es extraño que alguien que se presentaba en conciertos y tocaba el piano en público a los ocho o nueve años, tenga alguna idea de lo que es una vocación.
Una vocación no es un llamado del más allá, más bien se trata de una casualidad. El azar de Baremboin fue su padre, su profesor de música hasta los diecisiete años.
Nos dice que devoción y disciplina son las dos caras de la pasión expresiva. La independencia absoluta, y no fama o dinero, es el ideal del artista. Devoción, disciplina e independencia absoluta se desplegaron para Baremboin en un ambiente que conoció el amor en sus formas más abrigadas: patria y hogar. Una sensación de seguridad que lo protegió años le hizo más fácil ser nómade. Vivió parte de su infancia y adolescencia rodeado de padres y abuelos. Su casa en Israel era parte de una casa mayor, la de un pueblo que en la década del cincuenta se pensaba como una hermandad.
Talento...palabra engañosa, sin duda una rica sensibilidad nutrida por un entorno generoso. De manos pequeñas, Baremboin no era un dotado físico. Una vez más se comprueba el hecho de que ciertas habilidades nacen de una incapacidad.
Baremboin nos habla de los seres que le son más cercanos: las manos y el piano. Imaginemos a nuestras manos cerrándose sobre una manzana pequeña. Todos los dedos alcanzan la misma longitud. La muñeca es un compuesto de hilos finos que conducen a los dedos. No sube ni baja, la muñeca no presiona el dedo en la tecla y se desliza sobre un riel imaginario.
Nos recuerda el ejercicio por el cual las manos deben ir de un extremo a otro del teclado con dos monedas sobre el dorso. Pero nada de rigidez, por el contrario, flexibilidad y soltura. Baremboin evoca a Claudio Arrau, su intérprete ideal, quien insiste en que la posición del pianista debe serle cómoda, sin una columna vertebral enhiesta.
Tener dos manos es una discapacidad física que el pianista debe superar. En realidad, el intérprete mediante la ejecución crea una sola mano con diez dedos.
El piano es un instrumento de apariencia pobre. No tiene color, presionar una tecla nos da un sonido uniforme. Los pedales alteran la resonancia, pero las modulaciones y las variaciones expresivas que un violinista puede sacarle a su instrumento con sólo mover horizontalmente el arco, no se repiten en el piano. Para que haya expresión en el piano hay que tocar otra tecla, se necesitan entonces al menos dos sonidos.
Esto es lo que Baremboin llama neutralidad del piano. Es como el lienzo blanco del pintor. Se ofrece para todo, ahí comienza la riqueza del piano, en su disposición abierta y amplia.
Los ejercicios son necesarios, indispensables. En hebreo las palabras arte, entrenamiento y fe, tienen una misma raíz. Pero la mecánica está subordinada a la expresividad. Baremboin desconfía del recorrido incesante de las escalas y de la tortura del solfeo. La agilidad de los dedos y el conocimiento del sistema tonal se logran tocando las grandes piezas musicales. Si subsisten algunas dificultades, hay que tocar más lento, pero siempre buscando la emoción del sonido.
Ensayar, agrega, es fundamental. Ensayar es decir que no infinidad de veces. Es bueno, entonces, practicar, aunque no demasiado. El exceso nace de una falta de confianza en sí mismo. Ejercitarse durante horas muchas veces no depende de motivos musicales. No es bueno buscar seguridad personal en la música. Pensar es el único remedio. Baremboin sostiene que el razonamiento, la búsqueda de los porqués, el conocimiento, son las armas de la libertad. Cuanto más pensamos, más libres son los sentimientos.
Ataca la superstición por la cual se cree que el pensamiento diseca el alma y congela los sentimientos. Pensar con las emociones, sentir con las ideas, es en la bisagra de estas operaciones que se teje la visión del hombre en el mundo.
Spinoza, Aristóteles, Max Brod, Buber, no son muchos pero sí singulares los nombres que desliza Baremboin cuando nos habla de sus tesoros filosóficos.
El pensamiento despierta emociones.
Baremboin es argentino, aunque también tiene pasaporte israelí, vive en Berlín, y durante años ha estado en París, Londres, Chicago, y deambula según se lo pida el mundo de las giras y los contratos. Dice – y no a nosotros sino a los ingleses ya que fueron los primeros lectores de esta autobiografía – que no tiene el menor interés de perder su argentinidad. Baremboin es un hombre libre – condición y sinónimo de la escritura de sí - , no necesita el decoro de amabilidades cortesanas, por eso se da la libertad de decir que los argentinos tienen un complejo de inferioridad, como los australianos, y otros pueblos deslumbrados por las luces metropolitanas. Agrega que en el treinta terminan los gobiernos democráticos en nuestro país y que Perón – `un personaje sumamente astuto´ - instaló una estricta dictadura.
Señala, sin embargo, y es importante por quien lo dice y a quien, que en nuestro país no conoció el antisemitismo y que comparte con los argentinos, y con los latinos en general, el placer de las cosas sencillas, por ejemplo el placer de las comidas.
Baremboin es un cosmopolita total, cien por cien. Desde niño viaja dando conciertos. Él mismo dice que conoce miles de personas, cientos de músicos, de los grandes y de los inmensos, habla siete idiomas. Dije total, no porque haya cosmopolitas parciales, sino porque el mundo de Baremboin no tiene límites. Su curiosidad y su amor por la vida sólo se detiene físicamente, porque es un ser humano que no puede hacer todo a la vez ni para siempre. Si no fuera por eso, su espíritu no tendría descanso.
Cuando se refiere al espacio del arte es duro, intransigente. El artista debe cavar su propia fosa en vida – recuerdo estas palabras de Imre Kertész nacidas de la meditación de un sobreviviente del exterminio nazi – pero en el caso de Baremboin es tanto la fosa que se hunde frente al escenario como el espacio de su libertad. Es la expansión de su vitalidad artistica con independencia de públicos y promotores. Sin embargo, nos habla del negocio de la música, del sonido uniforme de las actuales orquestas, de la presión de las grabadoras para asegurarse ventas repitiendo éxitos. Habla de la baja calidad del público de hoy, de la conversión de los conciertos en acontecimientos sociales y de la función también social del director de orquesta que sólo es parte de un espectáculo musicalmente innecesario. Antes, se desconocía esta función, la ejercía el primer violín u otro intérprete del grupo musical.
Con todas estas limitaciones el trabajo del artista se vuelve más exigente y más alerta debe estar para cavar esa fosa que lo lleve al hueso de su expresión. El músico debe sentirse con la máxima autoridad cuando se sumerge en la música. Y luego debe desinflar su egocentrismo para no resultar insoportable a sus semejantes y porque no es más que un hombre común que debe vivir de lo común y disfrutar de él, como también sufrirá por él. Debe huir de la tentación de convertirse en una gran personalidad.
Baremboin dice: somos todos collares de distinto color del mismo perro.
El músico es quien con sonido y aire repite el aleteo del primer sìntoma del existir. Hay sonido porque hay dos silencios que lo rodean. El sonido nace de un silencio, y termina en él. No es natural hacer perdurar el silencio, esta durabilidad exige una inversión enorme de energía.
Es la ley de gravedad la que muestra que levantar un peso requiere menos energía que mantenerlo en el aire. Lo mismo con la música. La música muere, es su destino. Las piezas duran minutos, esa es su realidad, son breves por definición existencial. La música a Baremboin le sirve para meditar sobre la vida y la muerte. La música nos llega a los intelectuales literarios y filosóficos para silenciar los significados. Suspende el sentido. La música despeja las letras y abre el espacio impaciente de la nada. Es nuestro yoga.
Baremboin rechaza el sistema de los estudios de grabación. Es antinatural. Editar un compacto significa detenerse, volver atrás, corregir, repetir, todo un camino forzado de una supuesta perfección que embalsama la vitalidad efímera de una composición y de su interpretación. Piensa en las antípodas de otra luz de la música: Glenn Gould.
Baremboin no habla de su vida personal, sólo dice algunas cosas mínimas, y las ilustra con algunas fotos. Entre estas cosas mínimas nos habla de la muerte de su primera esposa, Jacqueline du Pré, un ser maravilloso, un aire musical que se encarnó por muy poco tiempo en un ser humano. Y nos habla de su padre, al que le agradece casi todo y recuerda con pena su enfermedad.
Y habla de Israel, otro gran tema. Divide la cronología de Israel en dos etapas. Una es la década del cincuenta. Es la epopeya de la constitución del Estado nacional, la era idealista en la que los sobrevivientes de la Europa sacrificial y asesina, labran la tierra con un espíritu fraternal y sueños socialistas. Baremboin nos habla de la clásica descortesía israelí que adjudica al descuido de las formas en una sociedad ética, directa, despreciativa de lo superficial. Como la negligencia en el vestir en mujeres y hombres, contrastado, recuerda, con la sobreestimación de la moda y la apariencia de los argentinos.
Esta época idealista termina en 1967, con la victoria en la Guerra de los Seis Días. Desde ese momento casi todo cambia, incluso la visión del mismo Baremboin. La intifada de la década del noventa refuerza este cambio. Por un lado la inmigración de los países orientales, desde Etiopía a Marruecos, trae pobladores con niveles educativos mínimos. Por el otro una inmigración aluvional de la Unión Soviética - Baremboin lamentablemente no entra en detalles en el tema – modificó la base cultural israelí. Produjo grandes avances en la tecnología y la medicina además de desprecio y hostilidad hacia los árabes.
El Israel de hoy tiene problemas de droga y delincuencia, además de los sectores extremistas que no ceden en sus ambiciones políticas y territoriales. Pero Baremboin reparte responsabilidades en la tragedia que asola la región. También habla del obstinamiento de los palestinos y de los países árabes en los primeros años de la constitución del Estado de Israel al no dejar un lugar para los judíos y en amenazarlos con echarlos al mar.
Es aquí que se introduce la figura de Edward Said con quien Baremboin tiene una gran amistad pública y privada que retrata en el libro conjunto Paralelismos y Paradojas. Said, palestino, militante de la causa de su pueblo, realiza conversaciones públicas con Baremboin en la que discuten temas que tienen que ver con la música – Said además de su labor de ensayista y crítico literario es pianista vocacional - , la literatura y la política. Los dos inventaron un taller musical en el que reúnen a setenta y ocho músicos de Israel, países árabes, y. cuando lo hicieron en Weimar, con alemanes también. Intercalando con las horas de los cursos que ambos impartían a los jóvenes músicos, visitaban las instaciones del campo de exterminio de Buchenwald a pocos kilómetros de Weimar.
Los jóvenes músicos tienen la experiencia de confrontarse con sus prejuicios, sus miedos, su ignorancia. Es la primera vez que deben ensayar con gente que las familias y la cultura de la que provienen desprecia y odia. La música los une, pero no sólo la música, sino las palabras que separan tanto como comunican. Son momentos delicados y emocionantes. Jóvenes alemanes que van a Buchenwald, israelíes que tocan con palestinos. Said y Baremoin dan clase.
Esta ética es la que Baremboin llevó a cabo cuando en Israel por primera vez interpreta a Wagner, cuya ejecución está prohibida por el Estado. Baremboin cumple con el programa ante un público numeroso, hace los bis, y luego se dirige a la gente para decirle que va a tocar partes de Tristán e Isolda. Pero no la hará sin antes conversar con el público y darle la libertad de retirarse a quienes no quieran escucharlo. Comprende la aversión de quienes asocian su música con el nazismo, y de quienes nada quieren saber de un persona cuyas ideas son racistas. Baremboin propone la discusión acerca de la fortaleza del pueblo judío para saber diferenciar la riqueza musical de alguien que tiene miseria moral. Una vez que se retiraron algunos y la gran mayoría permaneció en sus lugares, se dispuso a dirigir la orquesta.
La amistad entre Said, enfermo de leucemia, y Baremboin, constituyen una meditación de a dos. Se confrontan, se siguen. El libro de Said Fuera de lugar es un tejido de remembranzas – Baremboin dice que las personas mayores tienen remembranzas y no sólo recuerdos – que va de su nacimiento en Jerusalén, su infancia en el Cairo, su adolescencia que cruza Inglaterra hacia los EE.UU, en donde se queda décadas sin volver a su tierra natal. Su pasión palestina es un entramado de historia y biografía. De familia cosmopolita – algunos dirían extranjerizante- su padre ya es ciudadano norteamericano, cristiano, partícipe de la primera guerra mundial en el ejército de EE.UU, cambia su apellido Ibrahim por el de Said; su hijo Edward habla inglés como una lengua casi materna; desde el 50 hasta el 90 no vuelve a visitar los lugares de su infancia.
Destierro, olvido, nuevas nacionalidades, desarraigo, fidelidad a los orígenes, identificación con la historia de su pueblo, es el espacio de quien está siempre fuera de lugar y al mismo tiempo defiende lo suyo. La ética nómade no sólo transita por el desierto. Hay una ética nómade no beduina pero sí errante entre tierras, de cruces, paradojas, identidades dobles, idas y vueltas, retornos y despedidas, éste gitanismo ético es el que une a Baremboin y Said.
Baremboin pregunta sobre la diferencia entre un judío no practicante y una persona gentil, no judía. Insiste en la necesidad de una respuesta aunque no la da. Al mismo tiempo sostiene que la existencia del Estado de Israel permite al judío no tener miedo al ser insultado en la calle. Israel le da derecho de existencia al judío no sionista, al judío de la Diáspora y a una doble identidad que, agrega Baremboin, es la que hoy día tiene casi todo el mundo.
El diálogo entre ambos abre un nuevo espacio en el conflicto crucial de los últimos tiempos. Son actores intelectuales de máximo nivel provenientes de los dos lados de la trinchera. Hablan en público, crean orquestas mestizas, discuten sus posiciones sin complacencias, dan una muestra de lo que puede ser un futuro Estado binacional. Son una utopía viva.
(2004)
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