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  Las ilustraciones siguientes corresponden a obras de Ivonne Tejerina, Stella Sidi y Adriana Zapisek

Ivonne Tejerina
Stella Sidi
Adriana Zapisek
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Breve historia de la filosofía 86


   La raíz oriental

   Eugenio Trías hace ya más de diez años que se dedica a pensar la religión en sus libros La Edad del Espíritu Pensar la religión. Anuncia el retorno de lo religioso. Afirma que el mundo actual no se sostiene en términos de finalidad, de valores, de generación de sentido. La hegemonía de la técnica y de la economía es la faz desnuda del nihilismo postmoderno. Todo es artificio y codicia. Nada limita el proceso por el cual “en la cumbre de su hegemonía y poderío se desvela su macabra faz, su designio terrorífico y destructor, su fuerza tanática absoluta”. Trías habla de la Razón Occidental.

   La ciencia en su faz técnica, en su encuadre empresarial y financiero, destruye el planeta. Este sendero se debe a un lejano origen, al momento en que los griegos se separan de Oriente. Trías apela a invertir el trayecto griego y descubrir su raíz olvidada.

   Trías se dice nietzscheano, su búsqueda religiosa no es la de un creyente. Pretende elaborar un espíritu afirmativo desde la religión. Esto a pesar de que Nietzsche en su Anticristo despachó los orientalismos y los budismos al desván de la pereza vital, de la abulia y la negación de la vida.

   Pero Bosnia e Irán son los sucesos históricos de las últimas décadas, así también el resurgimiento religioso en la católica Polonia y en la ortodoxa Rusia, que le plantean nuevos problemas al  filósofo catalán. Vislumbra el retorno de las grandes religiones históricas.

   Hoy las razones nacionales se sostienen en factores culturales y éstos en lo que denomina  `diferenciales´religiosos. Sin embargo, confiesa: “ mi destino es, desde luego, europeo”. Lo que lo conmina a la búsqueda de una síntesis entre razón y simbolismo a la que define como `La Edad del Espíritu´.

   Si los filósofos quieren superar el nihilismo aconseja recuperar el diálogo tenso con la existencia revelada. Para eso debe abrir la mente al `otro´ lenguaje, el de los mitos, las leyendas, los poemas, las construcciones doctrinarias.  

   Occidente ha tenido la pretensión de fundar la razón sobre sí misma. Lo ha hecho desde Descartes y lo ha reforzado con el pensamiento del idealismo alemán. En Hegel se ha coronado esta idea de la automanifestación de la razón que se revela a sí misma.

   Sólo Schelling advirtió, para Trías, que la razón necesita de otra cosa para fundamentarse, que debe hacer jugar nuevamente las formas simbólicas para conectar el arte con el mundo nouménico, lo sensible con lo inteligible en la intuición inmediata.

   El poder de la razón sólo ha podido ser limitado negativamente. Lo han hecho Kant y Wittgenstein, el primero marcando aquello que no se puede conocer, el segundo con lo que que no se puede significar. Lo que no se conoce se piensa, decia el filósofo crítico. Aquello de lo que no se puede hablar merece el silencio, afirmaba en su breve texto Wittgenstein.

   Más allá de límite está el misterio, continua Trías, e invoca a Horus, el dios egipcio de los límites, del punto intersticial en que el Nilo se pierde en el desierto, en que sus últimas aguas se secan en la arena.

   En la Edad Media se revela la razón. Se despliega un inmenso esfuerzo para hacer inteligible lo que la gnosis había signado como un abismo insondable entre la fe y la capacidad de razonar. Es lo que Trías llama `modernismo´ el que ha hecho saltar este puente escolástico hacia la espiritualidad con la pretensión de la autorrevelación de la razón.

   Nos aconseja volver a Oriente, al sitio de dónde sale el sol. Occidente, dice, toca fondo, está por llegar al sótano. Pregunta: “¿qué marco religioso y cultural es el mejor dispuesto  a adaptarse a las formas nuevas del capitalismo tecnológico victorioso”.

   Tiene una respuesta provisoria: el sintoísmo y el budismo zen de Japón, y la síntesis de confucianismo y taoísmo del eterno Imperio Celeste.

   Eterno, sí, el celeste, porque el Imperio de las cincuenta estrellas blancas sobre fondo azul está en problemas, por otra parte, hace tiempo que el de las estrellas doradas en círculo de la Unión Europea ya no tiene misión universal. El viejo continente ha revitalizado el proteccionismo blanco a pesar de la retórica moral. Sus fronteras son las nuevas cortinas de hierro que se descorren según los cupos determinados por las conveniencias económicas. 

   Vamos a Oriente, insiste Trías, “recibamos el espíritu profético”, anuncia para nuestro asombro. Pero no es un desvarío místico, sabe lo que dice: la modernidad remite al espíritu de profecía. ¿O no fueron los profetas los que fustigaron al hoy y al tiempo presente, lo confrontaron con una comunidad ideal de sentido – tan esperada como perpetuamente diferida -  no fueron ellos los que encararon con sus imprecaciones a reyes y castas sacerdotales advirtiendo lo que vendrá? ¿No viene acaso de los profetas la palabra utópica y el espíritu crítico?

    

Breve historia de la filosofìa 87


   De lo anacrónico

   La Edad Media es una ilusión. Se la reconstruye en la fantasía con ambientaciones diversas. Desde nuevos caballeros en moto a lo Mad Max, al pintoresquismo de una sociedad futura, pistolas nucleares en manos de mendigos en harapos, cavernícolas posatómicos, sanfranciscos en granjas de Pensylvania horneando su propio pan, nos permite enriquecer nuestra imaginación con los aportes de la New Age además de las publicaciones eruditas de prestigiosos catedráticos.

   El hombre del futuro podrá ser religioso, ¿por qué no? Ni siquiera debemos idear tiempos lejanos, hoy mismo frente a nuestras propias narices, los versículos del Corán se pueden escuchar en un Ipot, salmos y corales bajarlos de un MP3 y el zen se lo practica a la manera de las películas de Doris Dörre ( Iluminación garantizada)  o la literatura de Amélie Nothomb ( Estupor y temblores).

   La espiritualidad que añoran los filósofos se manifestará en formas poco previsibles para el hombre que mira para atrás, el que propone volver al más allá de los griegos, quien toma como modelo el esfuerzo racional de los devotos medievales, quien propone un viaje a Oriente o inaugura una nueva academia sufi.

   Hay algo más que unos cuantos siglos entre las lides de la escolástica, la elaboración de las metafísicas realistas y las teorías nominalistas de Maimónides, Santo Tomás, Duns Scotto, Guillermo de Ockam, y las reuniones en la isla de Capri entre Derrida, Gianni Vattimo y otros hijos del pecado que buscan algo en que creer.

   Creer no es fácil. Un texto de Vattimo tiene un título ejemplar: “Creer que se cree”, maravilloso aviso para propagar el escepticismo bajo un manto de fe. Hacer de San Francisco el padre de la ecología, de Joachim del Fiore el anunciador de la Era del Espíritu Santo en el que primará el amor universal a resguardo de la mirada celestial, que el religioso aunciaba para el año 1260, proponer una metafísica débil con un dios amigo y no colérico ni crucificado con el que sueña Vattimo, un shintoísmo editorial con textos de mil páginas de un solo autor como los que nos entrega Trías, un maoísmo abrahámico como los franceses en busca de nuevos rigores conceptuales y corporales, una fenomenología heideggeriana puesta sobre el Tabernáculo con un Dios Otro  que gobierna con intrincados conceptos desde ninguna parte, en fin, me permito sugerir que no hay nada más deprimente que la angustia existencial olida con incienso y cubierta con un manto sagrado.

   Es posible que tenga razón Fernando Savater cuando afirmó que los que proponen una vuelta al pensamiento simbólico ofrecen un lenguaje para analfabetos, que es para lo que fue creado. Pero nunca se sabe. Nadie puede ser testigo de lo que percibe el Dalai Lama con los ojos fijos en un mandala, aunque se puede intuir lo que puede llegar a ver Richard Gere.

   Que no todo lo que nuestros ojos ven es lo que todo lo que hay, es más que probable, que para confirmarlo nos vale abrir el Tercer Ojo, dejémoslo para otro momento.

   Quisiera terminar este capítulo con una escena contada por el doctor islandés Skulason la última noche que pasó en su casa el ajedrecista Bobby Fischer antes de morir:

   “Yo hablaba en monólogo y él se quedaba dormido, como un bebé. Luego se despertaba con dolores y molestias, y yo exprimía unas uvas y le daba un vaso de zumo, o un poco de leche de cabra, que por desgracia, no conseguía retener. Una vez se despertó, me dijo que le dolían los piés y me pidió que se los masajeara. Yo lo intenté, le acaricié suavemente, y entonces dijo las últimas palabras, las últimas dirigidas a mí y, que yo sepa, a cualquier otra persona. Cuando sintió que lo tocaba dijo, con una voz de una suavidad terrible: `No hay nada que alivie el dolor como el toque humano”.

   Fischer era judío, fue enterrado con los recursos funerarios que se pudieron conseguir en el momento. En un cementerio luterano, la ceremonia la hizo un sacerdote católico, de Japón voló su esposa budista. La última nota que dejó la descubrieron en un librería de usados en la que le pedía al librero un comic infantil que el dueño del local trató de localizar sin éxito, el ejemplar solicitado dice: “They´ll do it every time! ( Lo harán todas las veces!).

   Relato de John Martin para el País de España.

    

Breve historia de la filosofía 88


   Una singular ortodoxia

   Comprender el cristianismo a través de Gilbert Keith Chesterton es una tarea grata para el pensamiento. Es uno de los argumentadores más sagaces que nos ha dado la literatura moderna, y, a veces, un hombre sabio. Conoce a los hombres, por eso habla de Dios. Para él Dios es necesario para salvar a la humanidad. Los hombres son bestias voraces. No existe filosofía posible que desde la sensatez y la racionalidad pueda domesticar y guiar por la buena conducta a semejante manada.

   No es un pastor lo que necesitan los hombres ya que de corderos no tienen nada. Esto es lo que supo comprender el cristianismo que trajo al mundo al cordero de Dios, único labriego, el de los cielos, capaz de hacerse respetar.

   En realidad, Chesterton se parece a Moisés, que debe haber sido el primero que comprendió la verdad de esta realidad y le dió la Ley a su pueblo con los mandamientos de prohibición y la idea de una promesa. Mesías, Tierra prometida, Pueblo Elegido, es lo único que podía amansar a esclavos y beduinos durante cuarenta años en el desierto.

   Por eso Dios tiene furia y es colérico. Pero Chesterton es cristiano, se convirtió al catolicismo en un país anglicano que se desangró hace unos siglos en una guerra civil atroz en la que el catolicismo y su rey italiano llamado Papa, son adversarios geográficos y metafísicos.

   Convertirse al catolicismo en una cultura del sentido del humor, la distancia y el sarcasmo, es una excentricidad, por lo tanto, no deja de ser un gesto bien británico.

   Los debates públicos entre Chesterton y el agnóstico George Bernard Shaw deben haber desplegado un buen instrumental de hallazgos irónicos. Chesterton dice que Shaw tiene un gran corazón, lástima que no lo tenga en su sitio.

   Afirma que el cristianismo es más interesante que el paganismo. La filosofía clásica se pretende simétrica. Tiene la idea de `mesón´, el justo medio aristotélico que nos guia por el equilibrio, la razonabilidad y la prudencia. Pero para el autor del Padre Brown el hombre es un ser pasional y de excesos. está hecho de rojo y blanco, como el escudo de San Jorge, y no de rosados. De blanco y negro, y no del sucio gris.

   El catolicismo es la sabiduría de las pasiones paralelas. La duplicidad pasional es la solución cristiana de todos los problemas éticos. Durante el Imperio Romano mientras los ascetas cristianos bebían agua en Siria, los abades de Inglaterra tomaban su sidra.

   El hombre de Jesús, el que imita a a Cristo, es un sol coronado, un pavo real, al tiempo que el más abyecto de los seres. Es el mártir que desea la vida como el agua y apura la muerte como el vino.

   Para la teología ortodoxa Cristo no es un ente aparte del ente divino y del ente humano como un delfo o un duende; ni tampoco un ente semihumano y semiinhumano como un Centauro, sino las dos cosas a la vez y en toda su plenitud: un hombre humanísimo y un Dios divinísimo.  

   El mundo moderno no entiende nada de eso. La creencia en el progreso, el escepticismo, el agnosticismo, han invertido todos los valores. De lo que nunca había que haber dudado, de la verdad divina, ahora se duda, en lo que nunca se debía haber creído, ahora se cree, en la fuerza del Yo. Ser una persona interesante significa ser sarcástico y dudar de todo. La vieja humildad tan despótica, que nos hacía desconfiar de nuestras propias fuerzas, al menos nos obligaba a trabajar sin descanso. La nueva humildad que nos hace desconfiar de nuestros propósitos, nos inclina a no hacer más nada.

   La inteligencia humana, agrega en su ensayo Ortodoxia, es, por naturaleza, capaz de destruirse a sí misma. La voluntad, por su lado, otra entelequia moderna heredera de los sarcamos de Nietzsche – un talento para el desprecio pero no para la risa – nunca es general, sólo es particular, limitada. Todo acto es un sacrificio. Lo es todo arte. La esencia de la pintura es el contorno. El artista ama sus limitaciones. Las integra a la calidad de su obra. El pintor se alegra de que el lienzo sea plano, el escultor de la palidez de la arcilla.

   Cristo le habla al corazón. Quien no deja que se le ablande el corazón, tendrá que sufrir que se le reblandezca el cerebro.  

    

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   Los huevos son huevos

   Chesterton escribió sendos libros sobre las vidas de San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. El primero, hombre pequeño, liviano como un pájaro, amante de la naturaleza y pastor peregrino y mendicante. El otro pesado como un buey, inmerso en la oscuridad de las bibliotecas y consultor de Papas.

   Francisco fracasó con los sarracenos, Tomás tuvo éxito con los herejes albigenses. Una de las escenas más bellas escritas por Chesterton - en una edición francesa de 1925 traducida del inglés por Isabelle Rivière, esposa de Jacques Rivière, editor de los primeros escritos de Antonin Artaud en 1924 -  es la del santo caminando por los techos de Asís, deteniéndose para hacer la vertical y contemplar como su ciudad flotaba sobre el vacío de las nubes.

   Francisco nos salvó de ser budistas, nos dice, Tomás de ser platónicos.

   El pensamiento medieval es un ensachamiento de la inteligencia humana dirigido hacia una luz mayor y hacia una libertad mayor. Tomás es uno de los grandes liberadores del entendimiento humano. Su lectura de Aristóteles le da argumentos para sostener que los sentidos son las ventanas del alma.

   La prédica agustiniana como la de San Anselmo, habían hecho del hombre un ser alado detenido por el lastre del cuerpo. Tomás actualiza el escándalo doctrinario de la resurreción de los cuerpos. Es más revolucionario que Whitman y D.H Lawrence.

   Libra una batalla sin tregua contra la herejía maniquea de los cátaros. Asevera que la creación no es mala, por el contrario, cuando Dios crea el mundo ve que lo hecho es algo bueno. El cielo es la obra material de Dios. El infierno es enteramente espiritual.

   No hay una lucha entre las fuerzas del mal y las del bien, ni hay que confundir la pureza con la esterilidad. La invitación al suicidio colectivo, al retiro de este mundo, es una afrenta a Dios.

   Chesterton dice que Tomás de Aquino salvó en la teología cristiana el elemento humano y mostró que el catolicismo es la única teología optimista. Fue un hombre que inspiró el hambre y la sed de cosas y no sólo la devoción por la Cosa.

   Por el Este una terrible aparición llegaba al Mediterráneo. Un Aristóteles, especie de dios griego, era encumbrado por adoradores árabes que difundían una filosofía panteísta, plana como los íconos bizantinos, sin volumen y sin escalas.

   Tomás defendió las soberanías o las llamadas autonomìas subordinadas. “Soy hija en casa de mi padre, pero ama y señora en la mia propia”. La luz gótica no cae como una bola de fuego, es filtrada por los cuerpos y se hace tenue, mediana.

   El hombre, finalmente, ni es un globo pleno de aire, ni un topo, sino un árbol, con raíces abajo y ramas en ascenso. 

   La razón es la presencia de Dios en el hombre. Ella nos permite inteligir el milagro de la creación. Pero nos cuenta Chesterton que Tomás se pregunta cómo será posible que la gente sencilla encuentre tiempo para la cantidad de razonamiento que requiere el hallazgo de la verdad. Ni siquiera el teólogo puede cumplir con semejante tarea. No se puede explicar todo a todo el mundo. Para los labriegos y villanos, las verdades morales deben trasmitirse de manera milagrosa.

   Tomás era primo de Federico II Hohenzollern, el conocido como Stupor Mundi, el primer renacentista que albergaba en su corte siciliana todos los credos y todos los saberes. Vivió en un mundo convulsionado en el que se disputaban la primacía Papas y Emperadores. En el que las órdenes mendicantes peregrinaban por el mundo, ya fuere con el rigor dominicano o con la alegría franciscana.

   Chesterton nos dice que de niño Tomás casi no hablaba salvo para preguntarle a sus maestros ¿qué es Dios? Contra la imaginería apocalíptica, contra las sofistiquerías nominalistas, dice nuestro autor. “Contra todas estas posturas, la filosofía de Santo Tomás se levanta sólida y firme, fundada en la convicción común y universal de que los huevos son huevos”.

   No a la manera de Hegel que creía que el huevo ya era una gallina. Insiste Chesterton en que hasta los niños saben que algo es algo.

   Dicen que Tomás, a pesar de su peso, levitó, y otros señalan que en su confesión antes de morir pronunciaba las palabras de un niño de cinco años.

   Nos despedimos de Chesterton, con el agradecimiento a este gigante por habernos ayudado a comprender ciertas virtudes del pensamiento cristiano del medioevo.