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EL SUAVE SCHULZ

Tomás Abraham

Hay pensamientos que están en la misma longitud de onda y que al mismo tiempo contrastan. Forman parte de algún mundo innominado. Son pensamientos que resuenan de a dos, que vibran en contrapunto. Así los de Schulz y Gombrowicz. Tienen fuerza propia, sin duda, pero multiplican su potencia cuando se encuentran. Estos dos escritores junto a Witkiewicz, eran llamados los tres mosqueteros, se los unía en la imaginación de los aficionados a la literatura en la Polonia de los ’30. Pero no se trasladaban influencias, ni pensaban igual, tampoco tenían un estilo común. Sucedía que estaban en la misma longitud de onda. Y esa longitud tenía una frecuencia que solo ellos conocían.


Por eso publicamos este intercambio de cartas entre Gombrowicz y Schulz, porque es una muestra de lo que sucede cuando dos pensamientos se conectan, la corriente eléctrica que producen, el voltaje al que nos hacen llegar.
Este fenómeno literario es el resultado de una tensión, no se trata de un intercambio epistolar entre dos amigos que comparten ideas, ni siquiera de una discusión en la que chocan. Las ideas no están más allá de los sujetos que las ensucian. Lo que ponen en jaque es el preciso lugar desde el cual se arrogan el tributo, o el derecho, a expresarse.


Pocas veces aparece con tal claridad el nudo que conforma el estilo y el pensamiento, el contenido y la forma. Cada palabra, cada frase, es una postura, un gesto, una pose, una estocada. De poses se trata, ése es el terreno que dibuja Gombrowicz, hasta ahí remite a su adversario, que lo es, y hasta ahí confina a su sombra. Descubre al otro en su más íntima incomodidad, en su secretito. ¿Pero cuál es la intimidad del ser humano? ¿Su incómoda intimidad? Es la zona de su aparentar, el instante en que muestra ante los otros su estampa, su verdadera estampa, cuando exhibe en la plaza pública el logro de su ‘forma’, la consistencia de su ser. Este es el terreno de Gombrowicz, desafía esta consistencia, encuentra el punto en el que se deshace, desnuda su textura granular, expone nuestra torpeza de grandulones. Ahí en donde queremos entregar el bronce de nuestra personalidad, hace aparecer el incómodo personaje que señala la deformidad que nos revela, la grasitud que descubre nuestra fealdad. ¿Cuál es esta grasitud? Bauticémosla con nombres inadecuados: necesidad y satisfacción. Inventamos variados rellenos, endurecemos la facha, sacamos la mueca conveniente y nos vamos de cacería. Nos forramos de adultos y teñimos el rubor con betún de mocasín. Estamos presentables. Un desliz, un desbande inesperado, un relajamiento inoportuno, una frase traidora, nos raja la tela, y se ve la grasitud. ¿A dónde ir? ¿Cómo olvidar, reconstituir la facha, capturar otra vez la mirada del otro? Este es el problema de las poses.


Las ratas que acecha el felino Witoldo son la necesidad del otro y la autocomplacencia. Es allí en donde acosa a la rata Schulz, a este infecto personaje que todos dicen macrocéfalo, jorobado, escurridizo, ente acreedor de la belleza de las alcantarillas, ser húmedo, judío de provincia.
Gombrowicz fue un esgrimista genial, uno de los más suspicaces ‘psicólogos’ –como llamaba Nietzsche a los novelistas con envidiable capacidad de observación-, duro, frío, de una soledad incorruptible, amo y señor de su forma, directo con sus paradojas, bien, este Witoldo ha sido incomodado por un ser inferior, ha perdido el pié, no queda bien parado. ¿Por qué? ¿Por la maestría de Schulz? Quizás. Pero hay algo más, Witoldo ha sido derrotado por la fealdad de Schulz, acosa a su adversario pero no puede pronunciar el núcleo de su pensamiento, mejor dicho el sabor de su pensamiento: el asco que le causa Schulz, el servil Schulz, el servilmente sublime Schulz, el arrastrado Schulz, el más que humilde Schulz, la nada Schulz, pero al mismo tiempo la luminaria Schulz, aquel que, quizás, como nadie, supo leerlo y dar vuelta sus entrañas.


¿Cómo es posible derrotar a quien se entrega, a quien se define por regalarse vencido? ¿Cómo es posible acosar a quien nos da su espalda, o nos inclina su nuca, como los sabuesos temerosos, cómo enfrentarse a quien hace de la cobardía una concepción del mundo, manifiesta, no secreta, de alcances metafísicos?


Una de las tantas cosas que es llamativa en Schulz es su crítica al enaltecimiento, a la necesidad de probar las fuerzas, a la vital irritación que producen los obstáculos. ¿Qué valen las heroicidades para Schulz, para él, para quien el primero de los héroes es un tendero: su padre?

Se da por vencido, se disculpa por vivir, no hace más que pedir permiso en el umbral de la existencia, no quiere molestar porque sabe que molesta, este judío de ghetto. ¿Cómo hablar de este ser que ha sido condenado por su sumisión, aquel que en el pliegue de su existencia recibe un balazo en la nuca? En la parte entregada de su cuerpo. Matado porque sí, por un asunto privado, por una venganza personal, por un talión siniestro entre dos miembros de la policía nazi, que ni siquiera fuera eliminado como sus hermanos de raza, ¿cómo puede ser que Schulz en su lejano y desconocido pueblo de la Galicia polaca, tan desconocido que no se lo encuentra en los mapas, cómo puede ser que al entrar los rusos fuera usado para pintar retratos de Stalin; y cuando les llegó el turno a los siniestros nazis, fuera usado y abusado como retratista de un miembro de la Gestapo, al que fuera sometido como sirviente? ¿Cómo es posible que en las pocas cartas que se han recuperado de su obra perdida, cartas de esta época, ni siquiera hable de estas cosas, que siga con su murmullo silencioso que no deja de contemplar la magia del mundo?


Gombrowicz hace su pregunta: o este hombre está loco, o posa, o es un enfermo o un farsante, un ser quebrado o un comediante. Baja a Tierra Schulz, deja de volar como pájaro herido, deja de soñar, clama Witoldo.
“Tengo necesidad de un compañero. Necesito la cercanía de un aliado. Quisiera que alguien sea garante de mi mundo interior… no puedo sostenerlo con mi sola fe, cargarlo hacia y contra todo no teniendo más que mi sola convicción, es un suplicio de Atlas”. Así habla Schulz, es un murmullo, un llamado, y una constatación. Pero de pronto irrumpe la fuerza del pensamiento, la que transforma un estado interior en una idea, una potencia reflexiva. Ahora es el cerebro de Schulz el que habla: “la debilidad de la gente nos entrega su alma, se convierten así en seres dependientes. Esta pérdida de electrones los ioniza y los prepara para las transformaciones químicas. Sin defectos se replegarían sobre ellos mismos y nada desearían. Sólo sus imperfecciones les dan un sabor y los vuelven atrayentes.”

Schulz es un artista, su devoción al arte es uno de los reproches con que lo ataca Gombrowicz. Para Bruno la cosmética es la que nos abre nuevos mundos. No se planta frente a la facha para desafiarla a que exponga su desnudez. Para Schulz la debilidad es el secreto de la belleza, la blandura es la promesa de la renovación. La belleza de la fragilidad, la del necesitado, el incompleto. Pero también el otro polaco, Gombrowicz, se hizo conocer por su canto a la inmadurez, por su filosofía de la inferioridad. Esta es una de las longitudes de onda que permiten la música de los encuentros entre Schulz y Gombrowicz. Lo que los coloca en las antípodas es la decisión ética, la piedad para uno, la autonomía para el otro, y una decisión estética, Schulz se inclina ante la mujer, Witoldo busca al peón. La dama y el muchacho son los polos y Gombrowicz lo sabe. Es desde ése lugar que inicia su desafío a Schulz, lo interpela en nombre de la Esposa, de aquella encarnación de la Verdad de su ser ante quien el humilde y dedicado Bruno se inclina para admirar su pies (la voluptuosidad en Schulz consiste en besar los dedos de los pies de una dama desnuda, besar los del derecho mientras siente sobre su nuca el tacto liviano del izquierdo, que lo acaricia suavemente).

Las mujeres de Schulz son las de sus grabaos, las excelsas mujeres de andar rectilíneo, y ‘ausencia de duda’. “Gracias a una fe así, los cuerpos se embellecen de modo manifiesto, y las piernas bien hechas y elásticas, explican, en el monólogo fluido y brillante de su andar, la riqueza de la idea que encerraba el rostro callado por el orgullo [….] Es una cualidad que siempre me fascinó en una mujer, en tanto expresión de su fundamental alteridad, de una armonía inalcanzable para mí y de una aceptación de sí. Es algo que me resulta ajeno, por lo tanto atractivo y coloreado de nostalgia. Por mi lado estoy muy lejos del narcisismo que me parece un privilegio metafísico”. La única dama-novia que se le conoce es la llamada por sus cartas ‘J’, su testimonio: “A comienzos de la primavera de 1933, me vino a ver a la escuela M. Kuszczak (a quien acompañaba un joven del que no conocía el nombre), que me preguntó, en nombre de su colega que no se atrevía a hacerlo a hacerlo por sí mismo, si yo consentía en dejarme hacer un retrato. Poco tiempo después, llegó Schulz. Nada sabía de él. Sólo poco tiempo observé las parejas de bailarines que adornaban las paredes de la gran sala del liceo y de dos cuadros en el museo de Lwow.

”Desde su primera visita me dio la impresión de ser un hombre muy joven, más joven que yo (yo tenía entonces 27 años) y quedé estupefacta cuando me confesó sus 41 años. Simplemente no podía creerlo… Schulz traía los libros, los discutía, mostraba lo que lo acercaba de Alfred Kubin en las deformaciones de los cuerpos; con Kubin tenía en común el espanto goyesco pleno de elementos fantásticos. Encontraba en cada ser humano un parecido con un animal –‘Y yo, ¿a qué animal le hago pensar?’, – ‘Usted, a un antílope’, – ‘¿Y usted mismo?, – ‘a un perro’.”

La mujer y el padre.

El padre de Schulz es alguien que se ha ido, aparece como un ser extraviado, fantasmal, encerrado en un altillo dedicado a cebar pajarracos, a correr por los pasillos de la casa, desvariar durante los almuerzos, a chasquear la lengua en la noche mientras calcula cuentas inútiles, a restregarse las manos mientras espera a su mujer, la encargada del negocio, acechándola para que le rinda balances que ya hace tiempo no entiende. El padre de Schulz es un mago, un alquimista. Su mundo es el del demiurgo kabalístico, un hacedor de materias, un príncipe de la transmutación de las formas. La materia son los paños de tela almacenados en las estanterías. En el silencio de la noche el mundo textil comienza su danza. Existe la vida en la materia, la materia es engañosa, simula dividirse en cosas, pero no deja de trasladarse entre las cosas. Se abriga en las telas, almacena recuerdos y captura los sueños. Dice Schulz: “ningún sueño por más absurdo que sea, se pierde en el universo. Hay en él un hambre de realidad, una aspiración que compromete la realidad, que crece y deviene un reconocimiento de una deuda que pide ser pagada”. Schulz mira la vida desde un rincón del negocio, ve a los clientes, a los dependientes, los libros de contabilidad, los paños, los tejidos, los colores y grosores, la tortuosa existencia y los pliegues de la materia. Su entraña combinación entre barroquismo materialista y alquimia.

Y en medio de este mundo el padre, el mago, aquel que ha convertido el comercio en una metafísica heroica, es el que ha batallado contra el abismo del tedio provincial. El hastío, el aburrimiento de los martes a la tarde, las plazas vacías, las calles mudas: “Los días pasaban, las tardes se hacían cada vez más largas. No sabíamos qué hacer. El sobrante de tiempo aún crudo, aún neutro e inútil, agregaba al anochecer los crepúsculos vacíos… Sólo hoy llego a comprender el heroísmo de mi padre: solitario, batalló contra el aburrimiento infinito que entumecía la ciudad. Sin ningún apoyo, incomprendido por todos, aquel hombre extraordinario, defendía sin esperanza la causa de la poesía. En los engranajes del molino mágico se hundían las horas vacías, y resurgían perfumadas y coloreadas”.

La pasión poética, el aburrimiento mortecino, las zonas de la Gran Herejía, de la memoria profunda de los cuerpos y de la ‘sabiduría de generaciones almacenada en los plasmas sanguíneos’, todo esto convive en Schulz. Este mundo fantástico, esta irrealidad de esplendores secretos, vibra en el negocio, suprema identidad del platonismo comercial, el de las ‘Tiendas de Canela’, “esas tiendas (que rodean al mercado) tan particulares y tan fascinantes que, por el color oscuro de sus maderas, me gusta llamarlas tiendas de canela… por su poderoso olor a laca, de colores, de incienso, de aromas de países lejanos, de mercaderías raras. Había fuegos de Bengala, cofres mágicos, estampillas de países hace tiempo desaparecidos, estampas chinas, índigo, colofanías de Malabras, huevos de aves exóticas, loros y tucanes, salamandras y basiliscos, raíces de mandrágora, cajas de música de Nuremberg, homúnculos en botella, microscopios y largavistas, y, sobre todo, libros raros y viejos, llenos de grabados maravillosos e historias deslumbrantes”.

El fantástico mundo de los negocios, la metafísica comercial, se une a una ética. El mundo de los negocios es un mundo de principios, al menos así lo era. Que cada uno luche por su mayor beneficio, no es una coartada que justifique quebrar la ley. Estas reglas no se resumen en un ‘el cliente siempre tiene la razón’, esta es una frase de comediante. Los negocios implican un ritual de atención, de fidelidad, de compromiso, de palabra empeñada, de tacto. La astucia no está ausente de la cuestión, todo lo contrario, es la sal de las operaciones. La práctica es simple, se compra y se vende, se busca y se ofrece. Se seduce, convence, se espera, debe aprenderse el difícil arte de los tiempos, ni presionar o apurar, ni soslayar o retardar. “La chose boutiquière” como traducen en francés a Schulz, digamos la cosa comercial, o el mundo del boliche, pertenece al arte de las oportunidades. Después de cada seducción, una negociación, una discusión, violenta a veces, luego el pacto, y el porvenir compartido. La tienda en el cosmos del mundo de Schulz, los paños y los rollos de tela en el silencio de la noche, hacen sentir la vida de la materia, la trasmutación de las formas, el contacto entre el mundo de las alturas y la vibración de los gérmenes de la tierra. Schulz contempla el umbral del negocio, porque es el lugar en el que se comunica la oscuridad de la tienda con la de la noche. Hay destellos cósmicos que penetran en la tienda, y chispas secretas que vuelven de la mercadería a los coros de ángeles. Es el misticismo de siglos atrás el que canta de Schulz –no porque sea consciente de ello tentado como estaba por la sublimidad de la fe cristiana-, es el hasidismo de la Galicia polaca, las variantes del kabalismo, la gloria de la unidad de Dios y la materia.

A esta metafísica se le suma la ética de la que hablábamos, que Schulz describe así: “Padre estaba aterrorizado por la disolución que veía reinar a su alrededor, llegó a enclaustrarse en el sacerdocio solitario de un ideal sublime. Nunca su mano soltó las riendas que mantenía con todo el vigor requerido, jamás se permitió relajar la disciplina ni recurrir a comodidades fáciles como lo hacía Ballanda y Cía. u otros diletantes de la corporación, quienes ignoraban todo de la sed de perfección y de la ascesis inseparable del sublime saber. Padre, por su lado, se lamentaba por la decadencia del oficio. ¿Qué alguien dijera si entre la generación de nuevos pañeros, podían encontrarse las nobles tradiciones de un arte centenario? ¿Quién entre ellos, sabía todavía que, ordenados sobre los estantes según las reglas del arte, las pilas de corte de género debían responder a la mera interrogación del dedo que los recorría de arriba hacia abajo, como un arpegio sonante sobre las teclas de un clavecín? ¿Quién aún entre los de hoy es capaz de entender en toda su finura las últimas cláusulas de estilo indispensables a todo intercambio de mensajes, preavisos y memorándum? ¿Quién, en fin, apreciaba todavía en su justo valor los encantos de aquella diplomacia comercial nacida de la vieja escuela, ese desarrollo severo y completo de un negocio a pactar en el que se pasaba de una rigidez sin compromiso, de una digna y reservada actitud, rigurosa en un principio ante la llegada del apoderado de otra forma, para concluir en un deshielo debido a la incansable facundia como a las seducciones del diplomático, que terminaban en una cena entre hombre, rociada de vinos finos, servidos ahí, sobre el escritorio, en medio de los documentos desplegados; comidas degustadas en un ambiente solemne en el que no se privaban de pellizcar una nalga de alguna moza ni de intercambias bromas libertinas como deben hacerlo señores que no ignoran lo que conviene a los momentos y a las circunstancias y que, además, coinciden en la firma de un acuerdo concluido para beneficio recíproco?”.

Esta ética desaparecía de la ciudad de Drohobycz por el avance de la frívola modernidad sajona, el pseudoamericanismo exuberante que encontró un estilo opaco, incoloro, de una vulgaridad pretensiosa, como la de la tienda ‘Bombonería/Manicura King of England’. Los barrios con la pretensión de Eldorado, y las marquesinas de la modernidad nos tientan con su vulgaridad y tienen el encanto del mal: “estamos lejos de querer desenmascarar ese espectáculo. Aceptamos con conocimiento de causa el haber sido seducidos por el mezquino encanto del barrio”.

Una modernidad así es la que ve Schulz, la que lo seduce, a la que odia y desprecia, la que lo llama como sus damas recostadas en altísimos recamiers mientras dejan caer sus pies desnudos para el laminado del perro Schulz. Esta es la modernidad que estos polacos ven pasar y husmean con ironía como Gombrowicz que en Ferdydurke le consagra sus mejores momentos, su descripción de los baños de la moderna, la de las cremas, ungüentos, afeites, cortinas, alfombras y espejos, su combate contra la belleza de la hija de la Moderna con sus pantaloncitos de tenis, su novio más que moderno; esta modernidad de los ’30 que también ve Schulz en la transformación de su pueblo, no deja de arrobarlo, y la bendice como lo hace con toda su irritante candidez cuando habla de su hermano: “mi hermano de una bondad verdaderamente evangélica, joven, elegante, tenía mucho éxito y estaba en el apogeo de una excelente carrera. Era un hombre importante en la industria petrolera polaca”. Recuerdo de su prematura muerte.

“Muéstranos tu rostro”, grita Gombrowicz, “qué vale una forma que planea a dos mil metros de altura. Nuestra actitud ante las estupideces nos define mejor que la que tenemos ante lo magno y solemne”. Gombrowicz le mete la Esposa y a Schulz lo quiere dar vuelta como un escarabajo, quiere ver sus ridículas patas agitándose en vano, y al tenerlo así, sin defensa, extirparle su caparazón angelical, exponer su pellejo masoquista, hacerle ver como a un mono frente a un espejo la precariedad de su misticismo y su veneración por el arte. Quiere hacerle sangrar su aptitud sublime. Pero Schulz es un mono, un perro, un toro viejo y hastiado, es un animal que se aburre con los espejos, que está apurado por otros menesteres y no está urgido por la impaciencia del público.

Gombrowicz creía que iba a sorprenderlo en su candidez, que lo iba a espantar, y se encuentra con este Schulz que no sólo no huye, sino que se acerca y lo invita a sentarse. Quiere conversar. “El encanto de sus piernas no impide que se despliegue mi más intenso desprecio”. Schulz profesa la crueldad del agachado. Azuzar a la bestia, azotar el follaje para que salga el animal, espiarlo en su guarida es la tarea de un esgrimista encantado con las zonas bárbaras. Para Bruno, Witoldo no deja de ser un pequeño noble que persigue peones como una actividad que no deja de ser kitsch, una vulgaridad finalmente pedante, ‘sans noblesse’. Bruno le responde con otra tarea: hay que matar a la Esposa/Dragón, para tener una relación amable con el único bicéfalo que nos acecha: la soledad y el aburrimiento.♣