|
|
Breve historia de la filosofía 31
El avance cristiano
La ofensiva cristiana en el imperio romano no se hizo con la sola fuerza de la fe. El fanatismo y el martirio podían impresionar a muchos pero no eran suficientes para debilitar un enemigo tan poderoso. Para franquear sus murallas políticas había que entrar por su flanco más débil: la cultura.
Las antiguas virtudes romanas se habían convertido en mero protocolo. La forma estaba vacía. El estoicismo político funcional a una sociedad de pares, como el Senado, en la que las pretensiones de gloria estaban controladas, fue sustituido –como dice Peter Brown– por un modelo de ambición. Un sistema de prebendas y de apropiaciones de poder en manos de jefes militares naturales de las provincias romanas, eran la nueva realidad muy lejos de la prestancia de los austeros oradores de las curias y asambleas.
El “evergetismo”, palabra inventada por Paul Veyne para designar la dádiva que hacían los ciudadanos ricos y probos a la ciudad de Roma, su ofrenda a la comunidad que enaltecía al oferente y vestía de prestigio y belleza al Poder, fue reemplazado por el fasto privado y la ostentación personal.
Los dioses que materializados en el mármol y el bronce conservaban la majestuosidad de su procedencia, se convirtieron en estatuas mudas e indiferentes.
La filosofía griega ya no transmitía espiritualidad y su retórica se restringía al uso burocrático en lo jurídico y administrativo y a la buena forma de la expresión individual.
La urbe estaba vacía y rica, con muchos pobres y sectas religiosas empecinadas en su creencia. La élite romana no entendía qué atracción podía tener un dios invisible. Cómo se podía adorar lo que no se ve. El mismo Cristo de los judíos nazarenos hablaba en nombre de un padre también invisible.
Los judíos ya habían denunciado en sus prédicas a esos “comedores de cerdo” como denominaban a sus opresores. Los nuevos judíos, los nazarenos, maldijeron a la vida urbana, a la Babilonia terrestre, que hacía del hombre una fracción, un doblez debilitado y decadente. El ideal urbano divide el corazón. El corazón es la zona de la intimidad, y es intimidad negativa cuando está dividido.
Para estar con Dios y salvarse, el corazón debe ser uno. A la unidad se llega mediante la simplicidad. Los hombres de corazón simple son los que nada tienen que perder. Si se unen entre sí, sobrevivirán. La solidaridad necesita la simplicidad. La dádiva de los bien nacidos y potentes para el esplendor de la ciudad, hará lugar a la limosna.
La caridad no será sólo un gesto de sensibilidad individual, sino una estrategia para proteger a los pobres endeudados por los préstamos de financistas extorsionadores. La caridad bien distribuida es una lucha contra el chantaje de los ricos.
El hombre de corazón simple puede entregarse al Salvador. Es la sociedad urbana la que le divide el corazón y desvía su vista de la ayuda al prójimo y de la fe en Dios. En la maldita urbe la ambición de gloria, el deseo de poder y la vida sexual, capturan al hombre y lo condenan. Hasta el matrimonio está sospechado. El mundo del adulterio, el de las intrigas, una urdimbre de asociaciones ilícitas para envenenar cónyuges, heredar fortunas, vengar afrentas, hace del matrimonio un nuevo territorio de lucha contra la presencia amenazante de Satanás. El celibato es la única garantía de un corazón entero. En las procesiones serán los célibes que entrarán los primeros a la basílica.
Caridad, solidaridad y celibato, son las primeras condiciones de ejercicio contra la tentación urbana y las trampas del corazón.
Breve historia de la filosofía 32
Pablo
Saulo de Tarso, judío de la tribu de Benjamín era un ciudadano romano de lengua griega y aramea. Pertenecía a la secta de los fariseos, identidad que correspondía a una persona letrada y conocedora de los textos del Antiguo Testamento. Por orden de su rabino se dirigió a Damasco con la misión de castigar a los nazarenos que sembraban la discordia. En el camino se le apareció una tremenda luz celeste que le dijo: “Saulo,¿por qué me persigues? ”.
Pablo, su nombre romano, es el fundador del cristianismo. Su palabra y pensamiento constituyen el eterno retorno de la fe en Cristo. Pablo vuelve con Agustín, con Lutero, con Pascal y con Kierkegaard. Cada vez que la Iglesia Papal tiembla es porque un Pablo reencarnado la acusa de traicionar el mensaje evangélico.
La palabra “evangelio” en tiempos de Homero significaba la propina dada al portador de buenas noticias. Luego, en la época clásica, los sacrificios ofrecidos en acción de gracias por una buena noticia, llegó a significar en la época helenística la buena noticia misma (Nueva Biblia Española, pág. 1445).
Pablo es quien trasmite la Buena Nueva: ha llegado el Señor para que todos los hombres se unan en el amor a Cristo. No hay pueblo elegido, todos los hombres son los elegidos del Señor. “¿Acaso Dios, lo es solamente de los judíos? ¿No lo es también de los demás pueblos?” (Carta a los romanos 3-29)
Nadie tiene el privilegio de comprender mejor que otros la palabra divina. Una autoridad letrada, un sabio, un hombre de poder, no está más cerca de Dios. El Señor escogió para ser el eco de sus palabras a los necios, los débiles, los plebeyos, a los despreciados (Carta a los corintios 27-8).
Pablo predica desde la muerte de Jesús hasta su detención y muerte en Roma en el año 65 o 67.
Pablo es el hombre de la Fe. Estas dos letras de nuestro alfabeto han tenido un peso polémico y decisivo. El hombre de la Fe no es el hombre de la Ley. Con esta afirmación se produce el cisma en el judaísmo. Mediante esta oposición las aguas de la religión se separan, y no del modo en que lo había realizado en el éxodo Moisés. Por el contrario, se separan de Moisés, y se lo confronta con otra figura legendaria: el profeta Abraham.
Abraham es el hombre de la Fe, Pablo remite a su ejemplo, Moisés el de la Ley. Abraham es el hombre de la promesa, quien deja sus tierras por orden del Señor, quien no vacila en sacrificar a su bien más querido, el hijo Isaac, para mostrar la incondicionalidad de su devoción a Dios.
La pureza y la entrega del Padre de los Pueblos es anterior a la Ley escrita en las Tablas del Monte Sinaí. Su Fe no necesitó de los mandamientos, no fue determinada por el apego ni por la obediencia a la Letra.
En donde no hay Ley tampoco hay premios ni castigos. Los hombres no se distinguen por el cumplimiento del mandato. Dios escucha la Fe, y protege al que la tiene sin necesidad de que lleve a cabo “obras”. Vale por su confianza. Al que trabaja le corresponde un salario, pero quien nada hace y sólo confía en su Acreedor le corresponde la Gracia, la gratuidad de la relación que no se ofrece como compensación sino como don (Carta a los romanos 4-3).
Breve historia de la filosofía 33
Humanos abstenerse
Peter Brown en su libro The body and society. Men, women and sexual renunciation in early christianity, ofrece unos datos llamativos sobre el contexto histórico de la sociedad en la que predicaba Pablo. La esperanza de vida promedio en el Imperio Romano era de unos veinticinco años. Sólo el cuatro por ciento llegaba a los cincuenta años, las mujeres aún menos.
Para que la población se mantuviera estacionaria las mujeres debían tener cinco hijos. Si no se procreaba una prole numerosa, la sociedad se despoblaba. Las mujeres se casaban alrededor de los catorce años. En un mundo así la prédica contra el pecado sexual parecía suicidario. Los adversarios de Pablo decían con cierto humor que la tierra para no convertirse en un desierto debería engendrar más criaturas nuevas antes que esperar el bendito día de la resurrección de los muertos.
La moral del imperio romano no se resumía en una fiesta de senadores con jovencitos acariciándose en las termas. Era una moral doble, como la mayoría de las morales, especialmente las puritanas. Por un lado existía una honda y constante preocupación por administrar los deseos, contener las pulsiones y evitar los excesos. Columna vertebral de la ética clásica de la libertad, es decir de la autonomía, el hombre de verdad, el varón bien conformado, no se dejaba llevar por los impulsos. Su marcialidad psicológica sabía abstenerse.
Del mundo de las abstenciones ni de lejos la sexual era determinante. La de mayor preocupación era la cólera, la furia del poderoso. La clemencia, como la benevolencia, o la generosidad, eran las virtudes de un poder que no temía la crueldad por culposa, sino la feminización como peligro.
La molicie era el símbolo de la feminización del varón, e incluía el dejarse llevar por el griterío, el reclamo quejoso, el puntapié descontrolado, y otros rasgos de un proceso de histerización que juzgaban inconveniente.
El hombre de verdad es parsimonioso. Por otro lado si bien es cierto que la preceptiva dirigida al hombre público abundaba en consejos para el equilibrio moral y la justeza de los gestos, la vida doméstica tenía sus propios parámetros. En la casa romana era difícil hablar de fidelidad conyugal. Sólo la mujer era calificada de adúltera. El hombre, por su lado, tenía la facilidad de poder arrinconar en un pasillo oscuro de las amplias casonas o “villas”, a una doméstica o a un joven esclavo sin que este pasatiempo infringiera las reglas de austeridad.
A este tipo de ideal ético, Brown lo define como moralidad viril obsesiva.
Ya el judaísmo en su vertiente rigorista advertía sobre los excesos en las relaciones sexuales. Sin lugar a dudas, la conyugalidad era el mejor marco institucional para realizar ese tipo de operaciones eróticas. Sin embargo, había hombres que trataban a sus mujeres como si fueran esclavas. Las recomendaciones rabínicas hablan de la necesidad de la caricia y del trato afectuoso previos a la penetración.
Entre ambas morales vigentes en la época, se elaborará la doctrina de la castidad cristiana. A Pablo lo tiene sin cuidado el problema heleno-filosófico de las relaciones entre el alma y el cuerpo. Para la filosofía clásica, la jerarquía entre estas dos instancias no era violenta. El alma debía conducir el cuerpo como un amo a su esclavo o a su esposa. Los seres inferiores eran como niños, algo tontos, de una ontología escasa, menguante, no se debía ser demasiado riguroso con ellos, por el contrario, era recomendable un desprecio refinado.
No eran, entonces, el cuerpo y el alma, los protagonistas metafísicos de la escatología cristiana, sino la carne y el espíritu.
Breve historia de la filosofía 34
La carne
La carne es el cuerpo habitado por el diablo. El aguijón de la muerte nos penetra, dice Pablo. En el mundo previo a la Ley, algo terrible les aconteció a los hombres adámicos. Por un acto de irreverencia perdieron la voluntad. El Yo quedó para siempre dividido.
La soberbia de los filósofos paganos hace del logos el timón de las conductas. Creen que con el razonamiento pueden gobernarse a sí mismos. Sin embargo, nada es más falso. El hombre piensa una cosa y hace otra. Sus actos refutan sus intenciones.
La carne está podrida, toda ella nada puede y está a merced de las tentaciones. Los sueños desdicen nuestra vigilia. La temperancia es impotente ante lo que nos hacen alucinar los misterios de Venus. La carne está sellada y no permite que el Espíritu la purifique.
El corazón de los judíos se ha endurecido. Los judíos de la ortodoxia hablan del corazón de piedra de Israel que se ha rebelado contra la voluntad divina. La mujer es la principal responsable del corazón dividido. Apenas ella aparece el varón se divide en lealtades inconciliables.
Para llegar a la simplicidad del corazón es necesario que los batallones de célibes de la armada angelical entonen el himno de gloria a Dios. Las comunidades de fieles no deben aceptar mujeres. La santidad es misógina. Únicamente la secta egipcia de los Terapeutas se permite aceptar mujeres en el seno de su comunidad.
Sin embargo, Pablo habla de la entrada de mujeres y esclavos al reino de Dios. Lo que importa es que la palabra de la Buena Nueva llegue a todos los rincones de la tierra. Pablo sabrá ser griego entre los griegos y judío entre los judíos. Deberá hacer uso de este mimetismo básico para permanecer en vida y transmitir la palabra. Aceptará que los matrimonios judíos ingresen a la nueva iglesia. Sabe que los paganos ansían una nueva espiritualidad y no quiere espantarlos con exigencias terminales.
Pero la palabra de Clemente de Alejandría dice la cosas como son: no se trata de moderar el deseo como dicen los filósofos sino de abstenerse de desear.
El heroísmo de la castidad es la nueva prueba de virilidad que admirarán los hombres de aquel tiempo, ya sorprendidos por la actitud ante la muerte de los mártires nazarenos, desde el primer lapidado, Esteban. Será posible forjarse una nueva reputación sobre la base de la abstinencia sexual.
Sólo el hombre que no desea es el que está puro para acceder a la vida eterna. En la carne no habita Dios, por eso es un cuerpo de muerte. No se trata de cumplir con rituales que nos desvían de la verdadera batalla. No comer cerdo, poner en práctica una dietética purificadora, de nada sirve. El hombre de fe puede comer lo que sea.
La batalla por el tema de la circuncisión fue encarnizada. Pedro defendía el ritual bautismal judío. Pablo al dejarlo de lado rompe el cerco de los elegidos de Dios y le abre la puerta a todos los hombres. Un hombre circunciso puede ser blasfemo si su carne está satanizada. Nada exterior garantiza la pureza. Ni siquiera la sabiduría ni las artes refinadas y sofisticadas nos protegen del mal. El nacimiento noble como la pericia retórica también son fuerzas de la carne. Los peligros de la “porneia” acechan a los sexos, y el matrimonio que es la mejor custodia para una vida civil respetada, es una vocación sin gloria.
En las ciudades de la Diáspora el judaísmo seducía a los paganos con sus rituales comunitarios y su diferenciación cultural, salvo, claro está, la que se establece con la marca de la circuncisión. Los romanos ya estaban con el alma flácida de tanto pluralismo y asimilación de cultos exóticos. La espiritualidad por no ser fanática tampoco es una esponja multicultural. Los paganos cristianizados le pedían a Pablo que adoptara costumbres judías. Las señales exteriores favorecían las nuevas identidades. La Fe no alcanza si no se la ve. No se ve a Dios, no se comprueba la resurrección, la salvación es para mañana, los cristianizados presionaban contra la invisibilidad ritual para que la nueva palabra tuviera alguna materialidad más allá del anuncio del porvenir eterno.
Dice Peter Brown que en los finales del siglo I d. C., los cristianos resolvieron adoptar algo equivalente a los judíos para ser identificados como un grupo reconocible. Esta identidad será dada por las reglas de la disciplina sexual.
|
Breve historia de la filosofía 35
El dolor y el mal
¿Cómo entender el fervor religioso de aquellos tiempos? Sólo la petulancia positivista nos hace creer que los hombres del año 1 de la era cristiana eran primitivos porque no conocían a Einstein, Freud y la comunicación digital. La mente humana no se reduce a la imaginación técnica. Ni la enseñanza indicial de un maestro confuciano, ni la astucia dialéctica de un filósofo socrático, ni el poeta creador del libro de Job, son primitivos. No les falta nada, carecen eso sí, de la verdad de su tiempo y de la transparencia de lo real. No más que nosotros.
Es cierto que la tradición profética estimulaba la aparición de hombres dotados de poderes sobrenaturales. Se veían por doquier magos voladores y milagros increíbles. La imposición de manos, la visión de lo que vendrá, y la palabra divina, irrumpían en la vida cotidiana y nutrían el fabulario de la gente sencilla.
Pero nada de eso es importante y menos exclusivo de una época, si no lo acompañan fenómenos colectivos seculares que movilizan a las masas. La sensibilidad hacia lo extraordinario nace de la búsqueda de una respuesta. El pueblo judío vivía en la esclavitud. Pueblo sojuzgado y orgulloso, sufre situaciones de cautiverio que desde los egipcios, luego los babilonios y ahora los romanos, determinaban un destino indescifrable. No cabía más que pensar que los judíos habían desobedecido al Señor, el pecado estaba entre ellos, el mal era el castigo por su falta de cumplimiento de la Ley.
La palabra profética es la anunciadora de mayores y futuros males si el pueblo no se somete a la única voluntad a la que se deben. Para eso fue el elegido de Dios. La segunda destrucción del Templo en el año 70 d. C. por Tito, el hijo de Vespasiano, la matanza de los judíos para mostrarles a los rebeldes zelotas el costo de su rebelión, produce el horror de la sangre, la muerte, el exilio, y la incomprensión ante una voluntad divina manifestada con tanta crueldad. El Mal habla y la inmensa pregunta por la salvación requiere una fe incondicional, una devoción absoluta, sólo así, el reino de Dios acabará con el dolor del pueblo.
La intensidad religiosa tiene que ver con el dolor. Pero no es la solución supersticiosa del dolor. La palabra superstición supone que puede haber un mundo humano sin más allá. Pero la trascendencia no es la magia de aventuras de Harry Potter, el señor de los Anillos o la lucha de Jacob con el Ángel, en donde la metafísica se reduce a lo maravilloso, sino el más allá que necesita el hombre sin respuestas.
La religión es hija del miedo, pero el miedo no es vencido con el saber. La religiones más sutiles dicen que el miedo se vence con la aceptación, y la aceptación supone un comprender que no es analítico. Es un estado de aceptación.
A veces queremos imaginarnos nuestra muerte. Conservamos la extraña idea de que sabremos el momento del fin. A pesar de los desmentidos de la realidad que nos confirma que la muerte no es anunciada, proyectamos el momento decisivo.
Fue Zeus, para hacer una última mención del paganismo, quien borró de la mente de los hombres el conocimiento del momento de la muerte inventando así la política.
No queremos que sea con dolor, gritando desesperados o adormecidos con anestesia por la descomposición física. Deseamos que sea una muerte tranquila, o al menos repentina. Personalmente, no se me ocurre una muerte heroica, a lo sumo imagino una muerte en la que sucumbo por una acción de venganza. Puede ser que sea una muerte estúpida, ¡cuántas las hay!, una maceta que nos parte la cabeza, un triglicérido arisco que obtura una arteria, una empacho o una comida mal digerida, un tropezón. Pero cuando ensoñamos nuestra muerte deseada, cuando nos vemos frente a una pantalla con la imagen de nuestra vida a velocidad de video-clip con velocidad de rewind, hasta llegar al fetito anciano de Kubrick que resume el primer antes y el último después, hacemos de nuestra muerte la escena del espectador en la última butaca de un cine vacío. Hay una alternativa, que prefiero, la de morir mirando una pared no blanca sino marfil, de un tono descansado, solo, con todos los seres queridos ya afuera de la habitación, y sonreír. Tener la sonrisa del final, la sonrisa de la despedida, la de la satisfacción por un trabajo bien hecho a la manera de un burgués luterano, o, mejor de otro modo, algo menos profesional, quizás sea la serenidad de los griegos, o el amor a sí mismo, ese amor, que para Pablo era la condición del amor al prójimo.
Breve historia de la filosofía 36
Religión y libertad
Nacidos en un pequeño pueblo de Calabria hace cien o doscientos años, o en cualquier otro lugar relativamente aislado y pequeño de los tiempos modernos, seríamos católicos, porque el pueblo lo es, nuestra mamá también y nuestros antepasados lo fueron. La presión del grupo, la automaticidad del reflejo imitativo, el peso de la autoridad y la fuerza inerte de la tradición, se encargan de nuestra religiosidad.
Por uno de esos azares que ocurren con frecuencia, si un bichito de descreimiento se introduce en el lugar y atrae nuestra alma, un muchachito sedicioso con la mirada encendida, una tentación blasfema con cuerpo de mujer, un sueño equivocado, ante la eventualidad de una herejía, el miedo al castigo divino y terreno no se harán esperar.
Durante siglos Dios tenía una presencia incuestionable. Las iglesias las teníamos en la sopa, los curas pasaban por las casas a almorzar todas las semanas, las procesiones tenían un calendario profuso, el poder secular lo invocaba, nuestras vidas estaba signadas por bautismos, confirmaciones, barmitzvas, ramadanes, y la liturgia era parte del hogar.
Siempre fue así en el archivo de la memoria pero con desajustes. No hay que concebir la solidez integracionista de la religión o de las teocracias, como un lago liso. Existen las turbulencias. Las Iglesias en realidad nunca dejan de constituirse en cuanto tales, les sucede lo mismo que a los aparatos de Estado. Su apropiación, conservación y abordaje, son permanentes y motivo de litigios políticos y doctrinarios. Todo es secta, las hay mayores y menores, pero la partición es ineludible. Jamás hubo una Iglesia universal.
Pero las religiones se pretenden universales. La sociedad y el espíritu laico fueron minando la trascendencia monoteísta de nuestra civilizaciones. Primero Lutero, luego la Ilustración, después la televisión y la tarjeta de crédito, como quieran los sociólogos de la cultura, pongan los especialistas lo que deseen en la lista de la profanación, el hecho es que la religión hoy no es obligatoria, y cuando lo es, necesita un buen aparato de policía y el silenciamiento de los hermanos Google.
Aún así, con el comisario cultural y la gendarmería divina, hoy a la religión se la elige. Cuando creemos es porque queremos creer, así vienen los tiempos, ya dije que las causas se las dejo a los entendidos en causas, pero la manipulación de los pastores Giménez llega hasta ahí, no se adueña de la voluntad, la voluntad se presta, se compra y se revende. La gente va a los cines y a los estadios a sumergirse con sotanas frente a cien mil testigos de Jehová, goza del espectáculo y se da manija entre sí. Luego ven Tinelli.
Los que van a Misa ya no lo hacen porque va el abuelo y no pueden faltar sino porque van en nombre de la foto del abuelo pero con el miedo bien temperado. Poca gente se va al infierno, la culpa se cotiza a menor precio a pesar de las advertencias de la gente bien pensante.
Conviene creer, no cuesta tanto, es una buena salida para los domingos, entretiene a jóvenes con ganas de campamentos estivales y guitarreadas de solidaridad, le sirve al desesperado que no encuentra trabajo ni salud, a todos los que desean entregarse para descansar de una búsqueda inútil o para no buscar. También para sostener el odio.
Hoy se cree en libertad porque Dios está ausente. Ya lo dijo el poeta Hölderlin, vivimos el tiempo del alejamiento de los dioses, el cielo está vacío.
En los tiempos de Pablo, los dioses proliferaban. Es difícil imaginar a un ateo en el sentido moderno del término anunciando que Dios ha muerto, salvo que fuere un alucinado del desierto con espíritu apocalíptico, como tantos, un falso profeta. Pero un ateo racional, un escéptico o agnóstico, podía considerarse una rareza. El abanico de la incredulidad estaba acotado. La filosofía griega dominaba la escena del pensamiento racional. Las nociones de sustancia, alma, lo uno y lo múltiple, la de alteridad e identidad, constituían el armazón abstracto de una filosofía cuyo más allá era conceptual. Los dioses tenían por competidores a las ideas, y Pablo era el hazmerreír de los filósofos. Lo consideraban populista, un demagogo que vendía baratijas religiosas, y él les respondía reivindicando el platonismo para el pueblo.
Pablo hablaba de la locura y del escándalo de la buena nueva del Mesías Crucificado- Resurrecto, no era material para sabios griegos ni para auscultadores hebraicos de signos divinos, era para los dementes de la fe.
|
Breve historia de la filosofía 37
Pablo entre Mao y Lenín
Es así como el filósofo Alain Badiou ve a Pablo en su libro San Pablo, La fundación del universalismo. Badiou nos da una visión inteligente a la vez que políticamente adaptada de la prédica paulina. Para él, Pablo es un enemigo del imperio como lo fueron para el imperialismo Lenín y Mao. Desde que estos dos últimos ya no están, considera que el capitalismo ha dejado de tener miedo. Sin ellos los pensadores de moda son los que elaboran la cobertura racionalizada del peor de los mundos posibles y halagan con sus teorías la inercia salvaje del sistema. No es que ignore la avanzada terrorista de los Bin Laden, sólo que según su punto de vista el islamismo no es universalista como el comunismo.
Dice que Pablo es un poeta del acontecimiento y una figura militante revolucionaria. Su contribución radical es el universalismo. Libra una batalla contra lo judío para abrir una brecha en el espíritu sectario de las tribus de Israel y contra el optimismo de la sabiduría socrática que confía en la virtud moral y en la capacidad metafísico-política de la filosofía.
Pablo es el antifilósofo. Si se mezcla con los filósofos, es por la misma razón por la que se confunde con los judíos. No quiere perder el tiempo en la discusión pública, la polémica y el extravío por la confrontación entre opiniones. No se interesa por una casuística de las costumbres, dice Badiou, a lo que agrega: sigue lo que los comunistas chinos llamaban “línea de masa”. Una indiferencia tolerante con las diferencias.
Su universalismo quiere decir igualdad. Todos los hombres son iguales y no hay distinciones de credo ni de nobleza. El hombre es una criatura distinguida por la vida creada por Dios, y no un miembro de un pueblo, un elemento de una generalidad, o un pretendiente al conocimiento educado para el poder.
Por eso cada ser humano es singular, por el hecho de ser parte de una universalidad que se manifiesta cada instante en todos los seres del universo.
Ni los sabios ni los profetas, ni el orden cósmico de los paganos ni la excepcionalidad de los judíos, nos ofrecen la vía de la salvación. La figura del padre es la figura del Amo. Pablo anuncia la nueva figura del Hijo, es quien estará junto a los necios, los débiles, los enfermos, los leprosos, las prostitutas, los pobres y despreciados.
La resurrección de Cristo no es un milagro. Los hacedores de milagros, señala el comentarista, se presentan como delegados del Amo. La resurrección es el llamado a vencer a la muerte. Un llamado a luchar contra las consecuencias de la Ley. La presencia de la muerte en la carne es la que separa la voluntad y el saber del hacer y de las obras. El sujeto está dividido. Badiou dice que Pablo es quien primero piensa los efectos del inconsciente. Subraya el mecanismo automático del deseo. Lo veremos en Agustín.
La Ley es la que ha desencadenado la autonomía viviente del deseo. El pecado se abraza a la ley. Transgredirla es la consecuencia inevitable de la tentación. Donde se prohíbe se invita. Badiou recuerda la interpretación lacaniana del cógito: donde pienso no soy, y ahí donde soy no pienso. El descentramiento del sujeto.
La ley constituye al sujeto como impotencia. La letra mortifica al sujeto. Mientras el mandato reprime, censura y ordena, la Gracia es sobreabundante, excesiva y donadora. La Gracia se manifiesta en el amor, el ágape, la mal traducida, según Badiou, caridad. Es el compartir con nuestros semejantes, o el amor al prójimo.
Pablo piensa a la fe como un acto afirmativo. No necesita de las pruebas de la dialéctica ni el poder del juicio argumentativo. Se sostiene en pruebas débiles, sus pies son de barro, pero su corazón es simple y puro. Ni los prodigios de los agoreros ni las respuestas hábiles de los sofistas, seducen al cristiano. La devoción es a la vez esperanza. La fe es esperanza, pero no espera de un mundo feliz, retribución de la penas presentes, ni pago en especie del sacrificio de hoy. Esperar es –para Pablo de acuerdo a Badiou– persistir, insistir a pesar de todo, luchar aunque los tiempos sean adversos, no renunciar a los principios. Vencer a la muerte.
La fe es lo contrario del salario. La religión judaica ha sido aplicada como un salario del miedo. El miedo convertido en amor es lo que podrá reconstituir al sujeto dividido. La fuerza y el pensamiento serán uno sólo y la voluntad se hará única con el obrar.
Breve historia de la filosofía 38
La guerra contra el sexo
Los primeros cristianos consideraron que el sexo es indomable. Las prohibiciones relativas a la comida, a la higiene o a los períodos de la mujer, se concentraron en la guerra contra la fornicación. Si en algún momento el pecado de soberbia dominaba la lista de afrentas al poder de Dios, la sexualidad recupera todo el terreno y condensa la semilla del mal.
Es por el sexo que el hombre traiciona a Dios. Ni el poder del dinero, ni las necesidades vitales impuestas por la naturaleza, nada existente en el rubro de las tentaciones tiene la energía indómita del deseo. Es lo único cuya automaticidad supera a la fuerza de voluntad.
Las religiones de grandes masas, el monoteísmo en general, el budismo y las religiones orientales, han elaborado una disciplina para controlar la sexualidad. Las sociedades llamadas salvajes o primitivas, los animismos y politeísmos aborígenes, también han hecho de las reglas de parentesco o de exogamia, la estructura fundamental de los circuitos de intercambio que determinan las organizaciones sociales.
Pero el cristianismo llevó la guerra contra el sexo hasta sus últimas consecuencias. La exacerbación puritana de la ortodoxia judía no es un dato menor. La mujer como portadora de la desunión, de la guerra entre varones, de las traiciones, la mujer peligro para las fidelidades y los pactos, tenía una tradición milenaria. Pero el orden conyugal, la separación de la mujer a tareas acotadas y controladas, el mundo prostibular condenado y administrado a la vez, los desahogos con cautivas, permitieron al sexo ser parte de la reproducción de la especie y de las alegrías masculinas.
Los romanos a pesar de las fiestas de Trimalción narradas por Petronio, tenían una veta puritana bien elaborada. Una preceptiva sobre el buen uso de los placeres, el meditado cuidado de sí mismos, un deseo de gloria para la vida personal que incluía un arte de vivir y una estética de la contención, se reflejaba en la educación patricia y una marcialidad doméstica que exigía del jefe las virtudes de la moderación y la benevolencia en el trato.
Perduraba entonces una doble tradición respecto del orden amatorio, de la erótica y la conyugalidad.
La primera cristiandad bregó por imponer uno u otro de los modelos de sexualidad que estaban en litigio. Esta lucha, en realidad, no sólo no terminó con un vencedor declarado, sino que resurge a lo largo de toda la historia del cristianismo católico. Hoy mismo es la principal fuente de debate en el seno del Vaticano. Hemos visto en nuestra época el abandono pastoral –salvo el rutinario anuncio declaratorio y protocolar– de la tendencia social de la iglesia posconciliar y tercermundista, en favor de los temas específicos del celibato y la natalidad, nuevamente el maldito sexo.
Esta tensión fue constante durante los tres primeros siglos del cristianismo. Clemente de Alejandría finalmente aceptó que la conyugalidad era una sexualidad no sólo moderada sino necesaria. De hecho si los cristianos dejaban de copular, el cristianismo desaparecería. El dispositivo más eficaz era el que dividía a la grey en una elite célibe con exigencias extremas, y una masa de fieles contenida y virtuosa dentro de las posibilidades mínimas que exige la supervivencia de la vida civil.
No todo el mundo estuvo de acuerdo con este esquema. De un cierto modo justificaba la existencia de este mundo, le daba un lugar, legitimaba el pecado como necesario, y cortaba las alas de la fe en la salvación. La lucha entre tendencias derivadas del judaísmo ponía en colisión a milenaristas, maniqueos y apocalípticos, contra los que pretendían erigir a una Iglesia inclusiva que atrajera y le diera un lugar a las vastas muchedumbres del imperio. Y, además, un lugar para los ricos, quienes podían colaborar con el mantenimiento de una nueva casta sacerdotal y con la organización de la distribución de la limosna para reclutar y contener a millones de pobres.
|
Breve historia de la filosofía 39
Con pan y sin circo
Pero, finalmente, ¿ qué es lo que podía resultar atractivo en una religión que se basaba en la desesperación de un mundo en ruinas, a la espera de un dios invisible, la invocación de un Hijo Resurrecto - y desaparecido - del Dios ausente, una prédica fanática contra las riquezas y la sexualidad? ¿ Cómo puede ser que en menos de trescientos años ya se contabilizaran cinco millones de cristianos?
Uno de los apoyos principales que tuvieron los primeros jefes de la iglesia fueron las mujeres, y, fundamentalmente, las viudas, tanto las ricas como las pobres. Las pobres que pululaban en los pequeños pueblos de Antioquía, Siria y Palestina, mujeres sin hombre, muertos en las guerras de exterminio, por brevedad biohistórica, enfermedades o aniquilamiento social, con hijos por lo general, acudían al recinto de los cristianos en busca de ayuda y protección. Las ricas simpatizaban con estos pobres que hablaban de justicia divina, amor al prójimo, vida eterna, madres de dios, virgenes y continentes. Las viudas conversaban con otras mujeres casadas, éstas hablaban con sus maridos, y los maridos averiguaban aquello que inquietaba y atraía a sus esposas.
Las mujeres romanas tenían facultades patrimoniales y por lo tanto disposición del uso de bienes. Donaban dinero y les era concedido un lugar de privilegio en las procesiones y ceremonias. Sin embargo, es necesario tomar en cuenta que si bien las mujeres abrían la puerta del imperio a esta nueva secta judía, fueron los hombres los que tuvieron que decidir sobre su permanencia.
Los cristianos no eran una nación. Luego de la destrucción del Templo en el año 70dc, y de la matanza y el aniquilamiento de los zelotas en la fortaleza de Massadah - en la que se suicidaron guerreros con sus mujeres e hijos antes de entregarse a las legiones romanas – esta nueva secta judía no reinvidicaba un territorio ni luchaba por liberación nacional alguna. No se consideraban una continuidad del pueblo elegido de Dios ni habitantes de una porción promisoria de la tierra. No luchaban por mantener vigentes sus leyes de fundación, ni conservaban costumbres amenazadas por la profanación de gentiles. Su dios no era orgulloso ni único sino generoso y humilde. Tan sólo pedían un lugar en el mundo, limosna y la posibilidad de predicar la buena nueva.
La doctrina paulina no ponía en tela de juicio el sistema esclavista ni la subordinación de la mujer. Respetaba la posesión de las riquezas si un diezmo podía ser asegurado al mantenimiento del rito y de sus gestores. Al César lo que le corresponde, y a Dios lo suyo.
El puritanismo romano era caro. El circo tenía sus gastos. La fastuosidad del poder imponía una serie de actos necesarios para el prestigio de la aristocracia. Las donaciones a la gran ciudad eran un deber cívico para el hombre de fortuna. La plebe pedía fiestas, regalos además de pan. El clientelismo era la otra cara de un sistema de patronazgos.
Las arcas del imperio no eran infinitas. El proceso de militarización que acompañaba la expansión del poder de Roma, ya no aseguraba una renta creciente. El metal precioso de las monedas acuñadas era cada vez más delgado. Se devaluaban y la inflación era creciente. Era necesario recolectar dinero para las nuevas satrapías. Las demandas debían saldarse con cierta generosidad para evitar levantamientos, y los ejércitos exigían su buena paga.
¿ Qué podían agregar a la lista de dificultades esta nueva armada de indigentes continentes que clamaban por el reino de los cielos y unas monedas para sobrevivir? ¿Qué peligro entrañaba este dios cuya protección los hacía acreedores de una religión barata y con augurios de eternidad?
Breve historia de la filosofía 40
La aglomeración cristiana
De los años 80 al fin del siglo II dc hay una lucha abigarrada por la posesión y la difusión de la buena nueva. No tenemos un contingente compacto de un lado y su adversario del otro, lo que nos permitiría tener un panorama claro de la contienda. Los grupos exegéticos, las sectas religiosas, los cenáculos filosóficos, la dispersión eclesiástica, y los personajes célebres, constituyen una multiplicidad viva y caótica.
Hasta el año 60 predica Pablo. Los romanos estaban ocupados por la guerra contra los judíos cuya explosión final ocurrirá diez años más tarde con la destrucción del Templo, la matanza generalizada y la diáspora del pueblo de Israel.
A pesar de que Nerón ya comenzó a perseguir y acusar a los nazarenos de haber incendiado Roma, no fue una época en la que los primeros cristianos debieron temer una cacería masiva.
La palabra de Pablo pretendía diferenciarse del espíritu guerrero de los judíos que luchaban contra Roma. Quería evitar que los nazarenos se vieran llevados a un enfrentamiento suicida e inútil para la causa. Pero unos años más tarde, cuando el emperador Domiciano comenzó a perseguir a los cristianos, la discreción y la prudencia ya no fue posible. No se le podía dar al Cesar lo que le correspondía cuando la retribución era la espada.
El espíritu apocalíptico de tradición judía, vuelve con Juan que a diferencia de Pablo, condena a Roma como la nueva Babilonia, un monstruo que sale del mar con diez cuernos y siete cabezas - representación de la sucesión de los emperadores -. Los romanos pensaban que estos milenaristas se comportaban como los guerrileros zelotas, y debían ser exterminados. Ni la visión del apocalipsis con sus lluvias de fuego y castigo a los culpables, ni la depuración de la escoria pagana, ninguna otra calamidad augurada por las profecías del fin de los tiempos aconteció.
La astucia de la razón histórica tiene un funcionamiento trágico, cumple el vaticinio de un modo inesperado, jamás del modo en que lo sueñan y calculan los hombres. Roma caerá incendiada un día, pero no será el día esperado por los alucinados del desierto ni por la acción de los jinetes con sus caballos alados, sino por otros protagonistas y de un modo jamás pensado. Pero caerá.
El fracaso de la predicción apocalíptica abre el terreno para el desarrollo de la gnosis, una derivación de corrientes apocalípticas judías combinadas para algunos con reminiscencias persas o zoroástricas – lo dejo para los especialistas en esoterismo y los interesados en la simbología apoyada en cientos de versiones sobre la literatura oscura de libros más oscuros aún - que darán nacimiento a una serie de teorías fantásticas sobre el origen del mundo, el enviado de Dios, y el fin de los tiempos.
El Cardenal Daniélou, quien junto a Henry Marrou escribieron el primer tomo de la extraordinaria Nueva Historia de la Iglesia, nos traza un cuadro de las sectas gnósticas y del núcleo de su doctrina.
Para los ebionitas Jesús era un hombre como cualquier otro. Un profeta pero no un hijo de Dios. Los discípulos de Elxai sostenían que Jesús profesaba la necesidad de vivir según la Ley. Los nicolaítas adherían a procedimientos mágicos, evocaban a Balaam, una especie de demonio que fue detenido en sus macabaros propósitos por un asno parlante enviado por Dios. Los de Kerinthos que negaban el nacimiento virginal de Jesús. Los simonianos que consideran a Simón el mago una entidad divina, cuyo primer pensamiento fue Helena. Los descendientes de Menandro que practicaban la magia. Los que hablaban en nombre de Satornil que afirmaba que había dos razas de hombres, los que vieron la luz celeste y los que no lo hicieron. Sostiene que la creación no es obra de Dios sino de los ángeles planetarios. Los barbelognósticos que hablan de pleroma original con sus eones y Sophia. Los carpocráticos que mencionan – de acuerdo a una tradición de los judíos ortodoxos – la reencarnación de los demonios. Los discípulos del alejandrino Basílides que dibuja un mundo de ángeles creadores que se reparten el poder en un universo de 360 cielos.
Para todos ellos se libra una batalla entre un dios oculto y otro creador, entre un contemplador y un hacedor, entre ángeles y demonios, entre fuerzas inconciliables que explican el mal por la creación del mundo y el bien por su destrucción.
|
|