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Los hijos de Kant
La historia de la metafísica comienza con los diálogos de Platón. Lo que se conoce con el nombre de textos presocráticos es una sombra discursiva compuesta de fragmentos. Cuando la hermenútica académica y las disciplinas especializadas tienen tal desproporción documental respecto de las fuentes de referencia, lo que vale es la habilidad de los lectores y el conflicto de interpretaciones. Esta fertilidad exegética no garantiza el acceso a una verdad original, sino, en el mejor de los casos, permite una mejor aproximación a un pensamiento desenhebrado con extrema dificultad.
La filología y la arqueología colaboran ambas en la reconstitución de un paisaje en ruinas. Constituyen la materia prima sobre la que trabajan antropólogos e historiadores. Paso a paso se reconstruye así el pensamiento de la antigüedad. A pesar de que los textos platónicos han sido y serán una fuente de evocación inagotable, el conjunto ya es lo suficientemente explícito y abarcativo para tener consistencia propia. Podrán pelearse entre sí los críticos y poner sobre la mesa el hallazgo del mejor dato y la información más reciente, pero la diversidad, la longitud y la claridad de la palabra platónica hace posible, esta vez, que el mismo autor sea protagonista de la gesta discursiva que se despliega en su nombre.
Desde Platón, entonces, comienza la historia de la metafísica.
La metafísica enuncia la pregunta referida al Todo que Es. Se desentiende de las respuestas antropomórficas que declinan un saber y un poder superiores de Hombres Mayores llamados dioses, para diseñar teorías en las que combina elementos de disciplinas científicas y jerarquías éticas con propósitos políticos.
Este monstruo semántico que el poeta define como literatura fantástica, es de una extraordinaria inventiva. Sostener la coherencia de un saber sobre el mundo metiendo todo lo conocido en la forja de la racionalidad, exige una creatividad no menor que las artes más exquisitas. Se trata de encontrarle un sentido al suceder de lo que hay.
La dispersión de los elementos encierra una clave que una vez develada clarifica la bruma de los tiempos y el caos de la historia. Ni la astrología, ni las artes adivinatorias o el esoterismo numérico, nada que invoque una magia divina, descifrará el misterio. Es la lógica junto a la retórica, el extraño apareamiento entre el biendecir y el pensar riguroso, la doble faz del andamiaje de este mono gramático - para repetir a otro poeta - las que tienen la misión de iluminar la caverna.
Durante dos mil años, desde el siglo V ac hasta el XVI dc, la metafìsica platónico-aristotélica acompañó a científicos y teólogos en las construcciones de sus dogmas, sus concepciones del mundo y sus visiones milagrosas. Tratados, summas, preceptivas, cánones, salmos, manuales, diálogos, dibujan la tapicería erudita desde Bagdad a París. Y es griega. La revolución galileana subvierte este orden escolástico.
La filosofía debe cambiar de modelo. Irrumpe un nuevo diseño epistémico cuyo objeto téorico es la naturaleza escrita en lengua matemática. El álgebra, la geometría, la física, son las disciplinas constitutivas de la nueva metafísica. Descartes, Spinoza, Leibniz, son los filósofos de esta revolución. La idea de infinito no es compatible con el cosmos centrado de los antiguos.
Macrocosmos y microcosmos ya no se reenvían especularmente. El Hombre-Mago renacentista cede el espacio a un sistema de representaciones conceptuales ordenadas por diferencias y semejanzas, identidades y repeticiones. Es el Orden cartesiano al que se accede por un método que va de lo simple a lo complejo, de lo infinitamente pequeño a lo infinitamente grande. En este universo Dios no tiene lugar.
En la jerarquía teológica el Creador aún ocupaba la cima de una arquitectura gótica desde la cual descendían sus rayos. La figura del motor inmóvil, el oxímoron metafísico del mundo supralunar, deja de ser pertinente. Sin embargo, un mundo sin Dios es inconcebible. Todos los filósofos de aquella modernidad naciente tienen presente la muerte de Giordano Bruno. Su neoplatonismo científico fue castigado con la muerte por ser un pecado mortal. Los cartesianos son perseguidos en Europa. Descartes inventa la noción de idea innata para que la chispa divina no se pierda ni se apague.
Gracias a ella la existencia de Dios queda demostrada. Afirma que no podemos pensar lo que no existe. Podemos sí imaginar una quimera o caer en alguna trampa que nos hace el Genio Maligno, pero el depósito divino de la idea innata, agregada a un alma depurada de las pasiones del cuerpo, la imaginación controlada, certificarán que hay un Ser Mayor. Spinoza elabora su ética de acuerdo a las reglas del more geométrico. Una dinámica horizontal como una red en movimiento se inicia con la idea de sustancia.
El recorrido se cierra en el libro V con el estado de beatitud del hombre contemplativo. La ética necesita del más exhaustivo y escalonado diagrama metafísico que va desde la primera definición de la autosuficiencia óntica al estado de quien se ha dejado alumbrar por la intuición de la misma. Dios es todo lo dicho. Leibniz crea un nuevo mundo de alta complejidad parecido a los cuadros de Ieronymus Bosh. La humanidad distribuída en ventosas transparentes compone la danza de la Fortuna. Ese baile cósmico también es Dios. La filosofía del siglo XVII es la que ha creado el Dios de la filosofía, una vez destronado el de la teología. Nada tiene que ver con el Hacedor ni con la creación ex nihilo. Dios es orden y clasificación. Se deduce de la necesidad de un mundo calculado. De modo análogo, en la naciente filosofía política de la modernidad, Dios es el Estado, el nombre trascendente de una cumbre administrativa que logra la obediencia de los súbditos. Dios no es más que nombre y signo de un saber completo y de un poder absoluto.
La metafísica podría haber discurrido con parsimonia entregando sus sistemas ontoteológicos hasta perderse en el silencio y la indiferencia. Pero aunque la historia no se escriba de acuerdo a una mecánica de causas y efectos, las resonancias que se oyen, vasos comunicantes, encuentros inesperados, encuadran acontecimientos singulares. Lo nuevo es Kant. El filósofo de Könisberg hace una nueva lectura de la metafísica y muestra la inutilidad de su pretensión. La entierra como conocimiento racional.
La separa de la ciencia, y la une a la moral. Después de Kant la filosofìa cambia su historia. No puede escribirse de la misma manera. Esto no quiere decir que nuevos intentos de filosofar a la manera de los antiguos, o de los monjes mediavales, no sea posible. La historia del pensamiento no funciona por decretos. Pero la mutación producida por Kant hará de la filosofía escrita a la vieja manera un anacronismo poco interesante, apto para la parodia. El idealismo alemán será uno de estos intentos por suturar la brecha abierta por Kant. La revolución copernicana del filósofo alemán produce aquella mentada herida narcisista de la que tanto se ha hablado en el siglo XX. Se ha atribuído la autoría de esta fisura en la imagen que el hombre tenía de sí a Marx, Darwin y Freud.
La historia, la vida, y el alma, para usar términos teñidos de romanticismo, fueron el objeto teórico que diseminaron esta figura entera, creadora y libre. Sin embargo, es sobre suelo kantiano que se produjo. Hay quienes sostienen que la escisión ya se inicia con el hecho de que la intuición originaria ya no es una sino dos: la intuición sensible distribuída en el espacio y el tiempo en el desarrollo de la Estética Tascendental. Pero creo que la novedad kantiana reside en otros puntos relevantes de sus tres críticas.
En La Crítica de la Razón Pura la elaboración conceptual de los paralogismos y las antinomias de la razón en la dialéctica trascendental. La noción de Idea Trascendental. El concepto de deber y de voluntad junto al de respeto por la ley, en La Crítica de la Razón Práctica. El concepto de lo sublime en La Crítica del Juicio. La nueva problemática que se inaugura tiene como pivotes teóricos el concepto de ilusión que sustituye a la noción cartesiana de error. Desde la idea de ilusión necesaria se efectúa el pasaje al concepto de ficción razonable y a la teoría de la creencia. Por Kant sabemos que es la razón la que está enferma. No hay por qué denominarla así, pero existe la tentación de atribuirle una dolencia en el caso de un filósofo que tanto esmero puso en defenderse de las éticas patológicas.
La razón tiene necesidades relativas a su uso que hacen que una necesidad subjetiva se convierta en objetiva. Descubrir un paralogismo de la razón, esas apariencias lógicas que no son más que sofismas derivados de la naturaleza de la razón, no lo anula, el sofisma no cesa en su acción, persiste. La filosofía crítica lo único que puede aportar es que este quiebre subjetivo producido por el engaño no abuse de nosotros.
Disipado el error, persiste la ilusión. La conciencia de sí queda sin amarras por la acción del tiempo, y por las consecuencias demostradas por los paralogismos a los que nos llevan las ideas indemostrables de sustancia y simplicidad. Mundo, alma y Dios serán ideas prácticas, soluciones deseables desde el punto de vista de la moral pero defectuosas en la perspectiva del conocimiento. La filosofìa a partir de Kant no tiene la misión del conocimiento, el mismo es una atribución de las ciencias empíricas ( como las llama Foucault en Las palabras y las cosas) La filosofía tiene por objeto la historia de los sistemas de pensamiento. La diferencia kantiana entre conocer y pensar sostiene este nuevo proyecto: lo que es imposible de conocer es inevitable de pensar.
Se inicia con él la filosofía del siglo XIX que derivó en dos corrientes. Una que asumió el desafío kantiano y otra que reaccionó contra él intentando reestablecer la antigua alianza entre Ser y Pensar.
El idealismo alemán representa con Schelling, Fichte y Hegel, el intento de recrear mediante una nueva filosofía especulativa un Sujeto en sí para sí, ya sea a través de la acción de la voluntad, del conocimiento o de la intuición. El romanticismo de Iena con las figuras de los hermanos Schlegel, Novalis, Hölderlin, son partícipes de la misma búsqueda.
Con el idealismo alemán el Dios de la filosofía retoma nuevos bríos. Se diferencia del anterior en que hay una nueva figura respecto de la cual reaparece la divinidad. Dios ya no es sustancia sino relación. Este nuevo aspecto proviene de que la figura kantiana ha producido un desdoblamiento de la conciencia. El en sí está lejos y el para sí es inestable.
La problemática del sujeto dividido entre un funcionamiento empírico y otro trascendental, esta fugira “doble” como dice Foucault, deriva en filosofías de la reconciliación. Ya sea por formas intuitivas que restablecen la identidad perdida, de diálécticas de reconocimiento entre conciencias enfrentadas, complejos diagramas de un Yo fichteano, el sujeto reviste la forma de lo Absoluto. Totalidad y absoluto son facetas de lo que Heidegger llama la “ voluntad de sistema” del idealismo alemán.
El romanticismo de Iena elaborado por el Athenaeum en su vuelta a los clásicos descubre el fondo tenebroso de la serenidad griega. Son los inventores de la polaridad Apolo- Diónisos. Proponen un proyecto teórico para la literatura que une a la poesía con la filosofía. La literatura se cierra sobre sí misma, pero en esta clausura se yergue un mundo que se crea a sí mismo. Es autopoiético. Se enfrenta al imperialismo de la razón y del Estado, a la dominación del cogito y del sistema. Por otra parte, los que levantaron el desafío kantiano y extrajeron de él sus consecuencias de un modo diverso y revolucionario fueron Kierkegaard, Marx y Nietzsche. Kierkegaard es el artífice de la filosofía de la existencia. Su idea de ex-istencia, es un arrojarse afuera, una condición del ser del hombre que deriva de su teoría de la creencia. La fe es salto, acto, decisión y paradoja. La fe no deriva del conocimiento sino de la revelación, pero la revelación tampoco ofrece la constatación de una información.
La venida de Cristo al mundo de los hombres es un escándalo histórico, no puede ser integrado en una concepción del mundo, es un misterio insondable. Se decide creer en lo que no es.
La fe deviene por un acto, pero no es el devenir ético que se basa en la repetición, es decir en la responsabilidad y la promesa. Kierkegaard ilustra este devenir por el lento ascenso de Abraham a la cima del monte en el que debe sacrificar a su hijo Isaac. Tiempo lento, moroso, doliente, del que sacrifica lo más querido en nombre del Ausente. Otro hijo de Kant es Marx.
El recorrido de Marx pasa por la crítica a la filosofía alemana. La Crítica a la filosofía del derecho de Hegel que le permite circunscribir el rol del Estado en la historia como instancia particular de la lucha de clases, en lugar de ser la cobertura universal de la sociedad civil, es paralelo de su lectura en La Ideología Alemana del neohegelianismo dedicado a la crítica de la religión.
Le suma su crítica en los Manuscritos del 44 del materialismo vulgar de Feuerbach. Este Marx trabaja sobre supuestos de la dialéctica de la conciencia de La Fenomenología del Espíritu. La noción de alienación así lo ilustra. Pero el Marx que toma en cuenta el corte kantiano es el del análisis del fetichismo de la mercancía en el primer capítulo de El Capital.
Los análisis que realizó en los años sesenta Louis Althusser son magistrales al respecto. Señala que Marx lee a los economistas clásicos mostrando que lo que ellos no vieron no se debía al hecho de no haber percibido el objeto fuerza de trabajo o plusvalía que se les escamoteaba.
No es el objeto lo que no se ve, sino es en la estructura de la vista que se explica la necesidad de no ver aquello que no puede ser visto. Del mismo modo que para Kant es en la estructura de la razón que se halla la explicación de su necesidad de ilusionarse con ficciones razonables, es en la vista que se halla la razón del no ver el objeto.
Marx abandona así el mito especular de la visión. El materialismo dialéctico, la filosofía marxista, es un análisis de las maneras de ver de las formaciones ideológicas. Esta perspectiva se hace clara en el análisis del fetichismo en donde muestra que las formas de aparición de los objetos en el mercado capitalista disimulan su lugar en la estructura por un mecanismo necesario al modo de producción social.
No es que la conciencia sufra un proceso de encantamiento convirtiéndose en conciencia falsa debido a una falla que le es constitutiva o a la acción de agentes del engaño. En el proceso de producción capitalista la forma salario, la forma renta y la forma ganancia, disimulan, al tiempo que muestran, el sistema de explotación en el que se basa el sistema.
La verdad se disfraza para ser eficaz. ¿Residuo de la tragedia griega en el que la fatalidad ataca siempre por atrás? ¿Aplicación lacaniana de una teoría del síntoma como forma de manifestación-disimulación del deseo reprimido? ¿Andamiaje conceptual kantiano en donde las formas de aparición son ilusorias debido a una necesidad objetiva que las determina? Respecto de Nietzsche, su filiación kantiana está dada por la conjunción entre ética y metafísica.
Es cierto que lo hace de otro modo, pero lo interesante es justamente que una preocupación común tenga versiones tan disímiles cuya lectura ha dado lugar a curiosos malentendidos. Ambos concuerdan en que el “valor” debe doler. La ética para Kant no puede deducirse de un ideal de felicidad. No hay valor alguno en ser feliz, es una muestra más del egoísmo.
Habrá que esperar a que los utilitaristas reconviertan el concepto de interés en favor de un egoísmo bien temperado que beneficie el sistema en su conjunto. En Kant no hay equilibrio de egoísmos.
El deber debe doler. Lo que nos saca del egoísmo no es la atención del dolor de los otros, no es la compasión ni la piedad – altruísmos sospechosos de autoadulación – sino la aceptación de un cierto dolor en nosotros mismos. Ser éticos debe tener un costo. El problema es el beneficio. Duele porque vamos en dirección contraria de nuestra felicidad, de la inmediatez de la satisfacción, del goce de los placeres. Pero si lo moral consiste en el deber, para cumplir con él hay un aditivo de voluntad necesario.
El deber no se impone, no hay mérito en el obededecer a otros por temor, hay que querer el deber para que la obediencia sea la debida.
En esta voluntad de cumplir, se lleva a cabo el ejercicio de la libertad. Elegimos obedecer por respeto a la Ley. Un sentimiento incondicional que nos beneficia con el atributo de la dignidad.
El respeto es el menos patológico de los sentimientos, la dignidad que nos depara nos aleja de la animalidad, del cuerpo, de las pasiones, de las falsas gratificaciones. Para que el respeto mueva al hombre, su relación con la Ley es la que tiene el señor K de Kafka. La Ley se le presenta con la inmensidad, la magnanimidad y la inconmensurabilidad de lo Sublime.
Hay una triple K en el pensamiento de la Ley y su relación con la verdad: Kant, Kierkegaard y Kafka. Nietzsche es quien pensó el nihilismo.
No hay por qué temer el empleo de este vocablo. Nihililismo no es destrucción de valores sino permanente puesta en tela de juicio de la validez y la universalidad de los mismos. No se trata de relativismo ni de escepticismo, como si fueran opciones académicas y alternativas subjetivas. Sino de la inevitabilidad de que los valores ya no descansen en paz, en la paz del cielo, en la de un Papa, de una legislación planetaria, en las Tablas de la Ley, en el Verbo Divino, en los derechos naturales del hombre. No es más que eso, su Dios ha muerto.
El deber duele dirá Nietzsche, duele en el cuerpo, y la historia es el decurso de las técnicas de la inscritura: la escritura en el cuerpo. El respeto debe aplicarse mediante la disciplina y los avances de la mnemotecnia. De ahí la crueldad de la que habla Nietzsche.
En sus obras Más Allá del Bien y del mal, La Genealogía de la Moral, en su escrito Verdad y Mentira en el sentido extramoral, están en juego las relaciones de la ley con la obediencia, la de la búsqueda de la verdad indisociable de las artes de la disimulación, y del valor como jerarquía impuesta desde el amor. Reinvindicar la fuerza es “blanquear” la astucia del llamado débil. Estos son los hijos rebeldes de Kant, cada uno se llevó lo suyo y lo sembró en lejanas tierras. |