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La importancia de no haber leído a Wittgenstein y citarlo

Descubrí a Wittgenstein gracias a la lectura de la biografía de Ray Monk. Ya había leído algunos libros sobre su trabajo y su vida, como el de Bartley III o el de Toulmin, pero con 

Monk no sólo se me apareció el “misterio” Wittgenstein sino la dimensión que podía tener una biográfia cuando su autor conoce la obra. Un relato de vida puede ser al mismo tiempo un trabajo de interpretación discursiva. 

He leído más sobre Wittgenstein - que además es poco respecto de todo lo que se dice en su nombre - que de su propia pluma. Leerlo es como ir a pescar a un río. Puede haber pique o no, se puede atrapar un pez enseguida o al fin del día. No hay indicaciones sobre el estado de la cuestión, el río aparece plano y gris, con correntadas que lo atraviesan sin avisar de la presa solicitada. 

No es así con otros filósofos, a Kant no se le puede perder pisada, a riesgo de no entender nada si perdemos de vista alguna pieza de su andamiaje de relojería. Como a pescar se va de tanto en tanto, Wittgenstein es un filósofo que puede ser lectura útil para un lector salteado que encara a un filósofo salteado. Y además generoso, es el caso de la pesca de la trucha en el sur, en donde el anzuelo se ha modificado para no dañar la boca del pez, y una vez atrapado, es con suavidad devuelto a las aguas. 

Wittgenstein nos permite devolverle a sus manuscritos lo que pescamos de sus intuiciones y verlo siempre lleno, y nosotros bastante vacíos. 

Su misterio tiene que ver tanto con su vida como con su obra. Respecto de su obra las cosas se han simplificado. Hay una serie de palabras que fueron convertidas en llaves maestras para entrar a su pensamiento. Decir “ juego de lenguaje” y “ forma de vida” abre las puertas de la caverna. Una vez adentro vemos que el tesoro no está en un lugar determinado, sino desparramado por todas partes, oculto en rincones apenas perceptibles, con muy poca luz en el interior, y ademas, mezclado con pedazos de material descartable, transitorio, opaco, polvoriento, que disimula los objetos y nos da pistas falsas. Digamos que nos desorienta. 

Pero las contraseñas invocadas, a pesar de ser tan sólo dos palabras, tienen fuerza mágica. 

El pensamiento de Wittgenstein ha jugado una y otra vez con sus propios significados en escritos que giran sobre sí mismos. Cuando describe su quehacer se presenta como un baqueano algo borracho, que va y vuelve innumerables veces por el mismo sendero. 

Situar el lenguaje en acciones determinadas, hacer del significado de las palabras una derivación de las situaciones, instituciones, prácticas, reglas, puede resultar obvio. Parece que no lo es. No se trata de decir solamente que se habla en perspectiva, o que el habla está necesariamente situada. No es una relatividad al estilo nietzcheano o fenomenológico, porque los juegos no son abstracciones referidas a una nuevo idealismo del sujeto ya sea desde el punto focal de una voluntad de poder o de la hermenéutica de lo vivido. 

Se trata de juegos singulares que hay que describir. Son ceremonias que podemos llamar conversacionales, rituales dialógicos, aunque también los hay de distinta calidad, uno de las cuales placen particularmente a Wittgenstein, como el de dar órdenes. 

Wittgenstein discute y elabora una serie de problemas lógicos en un circuito teórico frecuentado por los nombres de Frege, Russell, Carnap, Moore, Ramsey y el de sus colegas de la universidad de Cambridge. Un mundo que tiene sus propias tensiones y preocupaciones, en una época en que en Alemania Husserl, Heidegger y Cassirer tensaban otro tipo de tela filosófica, y en Francia buscaban cómo salir de la filosofía de los profesores, tiempos en los que Sartre, el futuro héroe de la posguerra, buscaba su camino por los andariveles de la psicología fenomenológica. 

El mundo de Wittgenstein había decretado la muerte de la metafísica a la que había relegado al sin sentido, categoría no muy lejana de la locura o del delirio de interpretación. 

El ideal de una lengua algorítmica, transparente, calcada sobre el diseño de lo real, debía modelarse según los parámetros de la lógica matemática. Es la era del ideal de la Ciencia con mayúscula, ya despegado del Saber, noción de los espiritualismos filosóficos. 

Se me ocurre que Wittgenstein es el “loco” del batallón. Un Lewis Caroll redivivo que hace con los actos del lenguaje lo que el escritor llevaba a cabo con los equívocos de la lengua. Paradojas y juegos. 

Pero no sólo se trata del lenguaje ordinario, que lejos está de ser el lenguaje de los seres ordinarios - Wittgenstein es un filósofo de una gran complejidad conceptual - sino de la filosofía. Está interesado en los problemas flosóficos. Hay intérpretes, como el principal en Francia, Jacques Bouveresse, que insiste en que la enseñanza de Wittgenstein, es un ejemplo de que para escribir en lengua filosófica, no hace falta emplear tecnicismos, y que la descripción de los juegos de lenguaje puede ser sencilla. 

Será sencilla para el que le gusta el juego, porque la considero enrevesada, vacilante, interrupta, muy abstracta, y repetitiva. Sencillo es Kant, Descartes, Aristóteles, todos los filosofos que han pulido la lengua hasta hacerla de cristal, y que obligan al perito a sondearla con lentitud, meticulosamente, para descubrir el orden del concepto. No podemos hablar de orden en Wittgenstein, ni siquiera sé si lo hay en el Tractatus, tan comprimido y oscuro que parece cabalístico, pero tampoco es asociable al orden emotivo que sin dejar de ser conceptual tiene el estilo de Kierkegaard o Nietzsche, en los que la primera persona está implicada. Es cierto que la subjetividad de Wittgenstein aparece en el merodeo de un pensamiento que se busca, en este sentido, pertenece a la ensayística filosofica de Montaigne, Pascal, al mismo Rousseau. 

Los fenomenólogos también afirmaban que buscaban una lengua tactil, visible, elemental, despojada de las abstracciones de la especulación para así llegar a lo vivido, a la carne de la lengua y a la cosa misma. Para quien aún no haya probado este modelo de lo crudo, lean a Husserl. Tiene tanta salsa que se comienza la deglución pasando el pan por el medio y los bordes y queda el plato limpio. Para comer una carne tan sólo aludida no se necesitan cubiertos porque no encontramos qué pinchar. 

Hay en Wittgenstein una evocación interesante sobre el silencio, es otro de los hermosos lugares comunes a los que nos remite su nombre. Hay cosas de las que no se habla, o hay cosas de las que no hay nada qué decir, la ética, la mística, el fundamento de la identidad referencial o pictórica. Es bueno escuchar de un filósofo una reflexión que pide silencio en un mundo en el que el principio de razón suficiente provocó más de un desastre mental. Sobrecargas semánticas, saturaciones argumentales, laberintos dialécticos, nos hacen agradecer a un filósofo que recuerda la pausa. 

Es encantadora la frase del colega de Wittgenstein, Ramsey, quien dijo: de lo que no se puede hablar, tampoco se puede silbar. 

Me llama la atención que un filósofo tan desorbitado, un hombre que deja cuadernos y agendas con disquisiones sin terminar, se convierta en un prócer adusto que justifica a tanto profesorado amargo. Hay palabras que hacen un rostro, y, a veces hasta un alma. Los que dicen la palabra Ser, heiddegerianos ensimismados, ponen los ojos en blanco como en una película porno-ontológica. Los que dicen Sujeto barrado, sienten que han atravesado la última línea de fuego de una batalla hablada y se condecoran entre sí con gesto mustio. Se puede seguir con los que dicen Poder y llaman a Crónica TV para hacer una denuncia, y los que insisten con la Maquina Nómade y ponen un puesto en la placita Serrano. Los que dicen Lenguaje, sabemos que aspiran a algo extraño, algo así como un ideal técnico, una profesión seria. 

Bouveresse, el difusor de Wittgenstein en Francia desde fines de los sesenta, sufrió la discriminación de sus compañeros de L’École Normale Supérieure que le quitaron el saludo, lo relegaron y despreciaron. El pensamiento francés distribuído entre lacanianos y althuserianos dominó todo el espectro filosófico y miraba con disgusto y condena moral a quien se había convertido en la quinta columna de la corporación, abriéndole la puerta al enemigo anglosajón. 

Hace treinta años que se toma la revancha y tiene la afición de hablar de la charlatanería de los filósofos franceses, de Derrida a Deleuze, de Althusser a Lacan, y fundamentalmente de sus discípulos. Los acusa de falta de seriedad profesional, de burla al rigor, de escepticismos vacuos, de anabólicos conceptuales para desfilar por la pasarela editorial. 

Piensa que ser filósofo es resolver problemas, encontrar soluciones, decir verdades, no caer en errores, una competencia que hace de la labor filosófica un oficio tan serio como cualquier servicio responsable a la comunidad. 

Por algo las palabras terapia e higiene, abundan en este tipo de filosofía. Pero una vez hecha la declaración de principios, no nace por eso una lengua distinta, aclaratoria de entuertos, sino que el catálogo de advertencias se hace interminable. Amplía al infinito la exigencia de rigor y la necesidad de vigilancia ante virus metafísicos y desvaríos literarios. 

Son ejercicios interminables de una ascésis que ha instalado un superpeaje por el que sólo pasarán los más inteligentes, y, fundamentalmente los más precavidos. Se crea así una especie de hipocondría lingüística en la que todo el tiempo creemos que nos están vendiendo gato por liebre, nos vemos rodeados por charlatanes mediáticos, embozados generalistas, las bacterías de las palabras sin sentido pululan en la atmósfera y no hay vacuna que alcance contra los opinólogos. 

Sin embargo, la palabra metafísica ya no asusta como asustaba antes, En los años veinte embestir contra la metafisica era una tarea aún pertinente , a pesar de que la cultura ya se había trasvestido con mil ropajes. Heidegger le bajaba el dedo al Ente que había ocupado el lugar del Ser, los positivistas la asociaban con la superstición, pero hoy nadie se asusta de la amenaza metafísica. Hablamos de grandes relatos, de fundamentalismos, de diseños inteligentes, ni siquiera de ideologías, pero tener afición por la metafísica es cool, hasta camp. 

Dicen algunos comentaristas de Wittgenstein que su crítica de la metafísica difiere de la escuela de Viena. Para él la metafísica no implica un sin sentido que hace que las proposiciones que profiere no tengan significado, sino, que, a la inversa, es por un mal uso del lenguaje que la metafísica no da en el blanco de su objetivo. Una correción de su gramática filosófica permitiría enunciados filosóficos adecuados. 

La crítica al escepticismo radical y el decreto de imposibilidad de un lenguaje privado es parte de este procedimiento de rehabilitación. Para que una duda general sea posible es necesario un saber en el que apoyarse. Moore, siempre tan concreto, decía, que no tenía dudas de que él era Moore y que tenía dos brazos que eran suyos. Me recuerda esta frase una conferencia que di hace diez días en un recinto de un público de la cuarta edad que cabezeaba mientras le hablaba de un tema algo complejo para la circunstancia y, quizás, inadecuado para el tipo de institución religiosa en el que se llevaba a cabo, y al terminar, un señor levantó la mano, y me dijo: “ usted no habló de Maradona”. Le di la razón, ni se me había ocurrido la mención, eran tantas las cosas de las que no hablé que pasé por alto que tampoco había hablado de Maradona. Parecía una experiencia de Macedonio Fernández. El hombre despegló su idea y me dijo que en cualquier parte del mundo uno dice que es argentino, y le pronuncian el nombre del crack. Me preguntó, finalmente, si no pensaba que eso era bueno para el país. Le respondí que sí, pero que no me imaginaba cómo podía seguir la conversación con el exótico admirador. Argentina seguiría siendo una sustancia tan etérea para el foráneo, como antes de la existencia de Maradoma. 

Lo mismo sucede con la aseveración de Moore, una vez que nos sacamos la duda de cuántas manos tenemos, lo que no tenemos es una idea de lo que podemos hacer con una conclusión así. Ni para el principio de identidad, ni par el realismo, ni siquiera para la masturbación. 

Wittgenstein piensa lo mismo y dice que el solipsismo o el idealismo no afirman que el mundo se reduce a una representación mental o que la realidad no existe más que en mi imaginación. No es una frase que nace de una falacia metafísica aislada sino de un sistema de proposiciones. 

De todos modos pensar que la metafísica resulta de un mal uso del lenguaje es una afirmación que parece pobre. El “ algo más bien que la nada” de Leibniz, el “por qué hay” sintetizado por Heidegger, o la crítica kantiana a las antinomias de la razón y su conclusión de que la filosofía debe dedicarse a pensar lo impensable, son construcciones de lenguaje, están en el mar de la lengua, por eso es filosofía y no sabiduría oriental, pero es filosofía también porque su lenguaje tiene la función de solicitud e interpelación. La filosofía señala la dificultad que mueve al pensamiento, evoca los límites del conocer, y muestra – describe como diría Wittgenstein - los modos en que la mente humana a través de una tradición que nace en Grecia hace dos mil quinientos años, pregunta por lo que Heidegger ha llamado el Ser. La filosofía encuentra su modo de interrogar un “ asombro” – como decía Aristóteles - con un lenguaje diferente a la de la ciencia de la medida - la geometría - y del mito. No lo hace invocando el ciclo repetido de la physis con su ordenamiento universal, ni con el origen fundacional que da sentido a cada uno de nuestros actos. La metafísica para nacer hizo un trabajo revolucionario del lenguaje para modelar un mundo bastardo. 

Esta bastardía que solicita un centro originario ha sido el objeto teórico de la metafísica hasta Kant, que proclamó su defunción y dibujó su hueco. Pero no mató por eso a la metafísica, sino que la hizo tragedia y psicología. O, si se quiere, antropología, que es la suma de las dos anteriores. 

Los juegos de lenguaje y las formas de vida pueden desarrollarse como conceptos o figuras teóricas en general, para su uso en situaciones imaginadas. Pero también pueden ser instrumentos de análisis para lo que Foucault ha llamado ontología histórica. Un discurrir del tiempo reticulado por nombres singulares y sistemas de pensamiento que se realizan en prácticas histórico-institucionales. La diferencia entre niveles de lenguaje, la heterogeneidad de un archivo, muestra que no es lo mismo la reforma demográfica de Clístenes que el Edipo de Sóflocles. Ambos pertenecen al discurso definido como sistema de diferencias específicas de un universo relacional, que no anula el hecho de que pertenezcan a prácticas y juegos de lenguaje distintos. La elaboración de los dispositivos estratégicos de los discursos y su función variable en el universo de normas institucionales, hace que la nominación sea una actividad reglada y material. 

Foucault ha analizado en los procesos históricos lo que Wittgenstein ha imaginado en situaciones azarosas. La palabra “uso” que ha empleado en su libro “ El uso de los placeres” remite tanto a Kant – el de las antinomias de la razón pura y de los usos ilegítimos de la razón – como a la caja de instrumentos y al empleo de las herramientas del lenguaje en Wittgenstein. De modo análogo, el concepto de “régimen de verdad” y “orden del discurso” - que remite a la disposición singular de los enunciados, a las técnicas de implementación, enunciación y recepción entre sujetos situados estratégicamente - no es ajena a la idea de juegos de lenguaje y actos de habla. 

Es discutible y opinable decidir cuál de las dos perspectivas es más “ordinaria”. Podemos en todo caso, detenernos ahora, y distribuir equitativamente este legado entre los dos maestros de filosofía. 

Disertación en la Biblioteca Nacional ( noviembre 2006)