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Segunda breve historia de la filosofía 94
Lo bello y lo sublime En su Crítica del juicio Kant se ocupa de lo que denomina el gusto. Es una palabra extraña. El gusto tiene que ver con el paladar, éste con los sabores, y los mismos remiten a lo arbitrario. Dicen que en materia de gustos no hay nada escrito. Por esta razón los filósofos del siglo XVIII se dedicarán a establecer criterios objetivos en materia de gustos, para que esta arbitrariedad no degenere en un caos argumentativo indecidible. A partir de esta preocupación nace la estética como género filosófico, que en Kant aún conserva conotaciones asociadas a la sensibilidad pero desligadas de la belleza. Esta vinculación entre sensibilidad y belleza es la que Kant analiza en su Crítica, continuando elaboraciones de la época. Ya Edmund Burke afirmaba que en materia de gusto nadie discute los datos y las sensaciones que nos trasmiten los sentidos. Lo amargo y lo dulce se reconocen, así como lo duro y lo blando, o el azul y el blanco. Las prolongaciones predicativas también están bien establecidas cuando se habla de la ternura de una persona dulce, del sabor amargo de la derrota, de la blandura de un hombre dubitativo o de la luminosidad que irradia una mente brillante. Pero en lo concerniente a las obras de arte, al dominio de lo bello, no han sido establecidos los criterios pertinentes que permitan juicios objetivos. Bello y sublime son, para Kant, definiciones del juicio estético. Sobre ellos gira su Crítica. Lo bello remite a la forma del objeto, a su limitación, a su completud. Lo sublime a un estado del sujeto en el que la forma se disuelve, a la informidad. Lo bello se contempla con desinterés, por eso es “interesante”, nos demora en su visión y suspende el tiempo. Lo sublime nos consterna, produce en nosotros estupefacción y admiración, nos hace pequeños a la vez que nos consuela. La vida cotidiana y nuestras preocupaciones diarias reducen su importancia luego de una experiencia sublime. Lo bello pertenece al mundo del juego de las formas. En la Educación estética del hombre, F. Schiller, hará del juego la idea nuclear de la obra de arte. En lo sublime no hay juego, la seriedad es el estado de ánimo que le corresponde. Kant dice que lo sublime que nos aterra a la vez que admiramos, produce en nosotros un efecto ambiguo. Del mismo modo que la moral, que duele a la vez que eleva, lo sublime se traduce por un placer negativo. Una resistencia a la acción de los sentidos, una abstracción que disipa al objeto y al sujeto en un abismo sin contornos, puede ser apreciada. Dice Kant que lo sublime hay que disfrutarlo en un lugar seguro. Aristóteles afirmaba que la tragedia que provoca temor y piedad, irradia efectos no indisociables de la teatralidad, es decir del actor que simula y del espectador que se sabe en un lugar ficticio desde el que asiste a una representación. Kant pide el marco de una ventana, el techo de una gruta, la posibilidad de un resguardo para que haya representación, para que la presencia no sea en bruto, que el espectáculo sea plausible de ser narrado por un testigo. Las inmensidades de Friedrich, o las futuras pinturas de Turner, son arte sublime. Lo bello nos demora, lo sublime nos atrapa. Los dos imponen una verdadera belleza si evitan las emociones. La belleza se afea si no es seca, Kant exige una “satisfacción seca”. Lo sublime, como la moralidad, cuanto menos imágenes la generan, más perfecto es. Por eso nuestro filósofo recuerda la gesta del pueblo judío que supo que en instancias de moralidad la inconoclasia intensifica el sentimiento del deber, el respeto a la ley. Lo emotivo sólo es aceptable cuando está subordinado a un ideal, al Bien, en ese caso provoca el “entusiasmo”, es decir un ensachamiento del alma en pos de un ideal. Pero más puro en sublimidad es el estado de “apatheia” o “phlegma”, que caracteriza a los espíritus nobles. En definitiva, no debemos confundir lo sublime con ciertas embelesos del estilo de lo que Kant llama “la voluptuosa laxitud del oriente”, que disfrutamos “ al hacernos masajear el cuerpo, oprimir los músculos y plegar las articulaciones”. Recomendación dejada de lado, al menos en cuanto a su concepción ya que lejos estaba de ciertas gimnasias, de su extraño discípulo y deformador vocacional, Arturo Schopenhauer. Segunda breve historia de la filosofía 95 La política según Kant Nuestro filósofo dice que para ocuparse de los asuntos colectivos no hay que pensar en los individuos sino en la especie. El objeto de la política no es la especie humana desde un punto de vista biológico sino en tanto moralidad, es decir la humanidad. En su texto Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita Kant se refiere a la insociable sociabilidad que caracteriza a nuestra vida en común. A partir de esto no soportamos a nuestros congéneres a la vez que no los podemos evitar. Debemos agradecer, agrega, a la naturaleza por crear incompatibilidades, rivalidad y afán de posesión. La obra del Sabio Creador, permitirá que los hombres y los Estados logren a través del antagonismo, la paz y la seguridad, la unión entre naciones, la promulgación de leyes solidarias, y todo los beneficios de lo que llama una condición cosmopolita para la seguridad pública. Esta tensión positiva de la sociabilidad insociable, Kant la ilustra con este bello ejemplo: “ así como los árboles de un bosque, precisamente porque cada uno trata de quitarle el aire y el sol al otro, se esfuerzan por sobrepasarse, alcanzando de ese modo un bello y recto crecimiento, mientras los que están en libertad y separados de los demás extienden las ramas caprichosamente, creciendo de modo atrofiado, torcido y encorvado, del mismo modo la totalidad de la cultura y del arte que adorman la humanidad, tanto como el más bello orden social, son frutos de la insociabilidad”. Con esta inspiración floral, refuerza sus precauciones al notar que “ tan ruidosa es la madera de la que está hecho el hombre que con ella no se podrá tallar nada recto”. Sin embargo, Kant aborrece a los espíritus resignados, nos dice en el artículo Lo que es cierto en teoría, para nada sirve en la práctica: “ yo no puedo ni quiero tenerme por tan hundido en el mal como para no estimar que la razón moral-práctica después de muchos intentos fracasados, triunfará finalmente para al fin dejarnos una naturaleza humana digna de amor”. En el texto Reiteración de la pregunta de si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor, Kant señala que un acontecimiento de su época, una revolución, demuestra que hay una tendencia moral del género humano: “esta revolución encuentra en los espíritus de todos los espectadores (que no están comprometidos en ese juego), un deseo departicipación, rayano en el entusiasmo”. El verdadero entusiasmo, precisa, siempre se dirige a un ideal, a lo moral puro, esto es, al concepto de derecho. sin impregnarse por el egoísmo. Por eso en la revolución francesa pudieron más los que defendían al derecho ciudadano que quienes combatían por dinero, y los que lo hacían por el honor. Ni los mercenarios ni la nobleza militar fueron capaces de vencer a un pueblo con “el alma ensanchada” y el ánimo entusiasta. En su libelo Respuesta a la pregunta ¿ qué es la Ilustración? Kant lleva a cabo un diagnóstico de su época. Dice que la humanidad está en condiciones de salir de la minoría de edad. Para ello los hombres deben tomar la decisión de pensar por sí mismos, de tener el coraje de pensar. El no tomar esta decisión y permanecer en un estado de tutela, de minoridad, se debe a la pereza y a la cobardía. Siempre mejor un pastor, un médico, un juez, hasta un libro para que piense por nosotros. “Con sólo pagar, no tengo necesidad de pensar” nos dice Kant como si conociera nuestra industria de grupos de estudio. De todos modos la libertad que debe ganarse tiene que ser adquirida de a poco. Salir del estado de “rusticidad” exige pasos medidos para evitar revueltas y tiranías. La mesura de Kant se expresa en su “tened coraje pero obedeced”, en su división entre los dos usos de la razón, el público por el que el hombre tiene toda la libertad de expresar por escrito su palabra al universo de lectores, y el uso privado que limita el ejercicio de la razón y de la libertad a lo que permiten las normas y la jerarquía de las instituciones. Su siglo es una era aún no “ilustrada” sino “ de ilustración”, el siglo de Federico II, que al menos en lo que concierne al culto sabe que no se trata de tolerancia, nombre pretencioso, sino de libertad de ejercicio. Por lo demás, las cosas se irán dando de a poco. Segunda Breve historia de la filosofía 96 El silencio imperativo El imperativo categórico no nos dice qué tenemos que hacer. Nos exige hacer un cálculo para saber si el acto que realizaremos es moral. La moralidad está definida por las premisas del racionalismo práctico que de práctico tiene poco y mucho de teórico. Esta premisa es universal. No debes mentir, ni robar, ni matar, las tres marías deontológicas de la convivencia colectiva, no dependen de un análisis de circunstancias a partir del cual mediante una actitud deliberativa decidimos el curso de una acción. La prohibición del acto es el resultado de su extensión universal que en caso de ser transgredida es contradictoria. Si infrinjo la ley yo también seré robado, me mentirán y matado. No hay moral que no derive en un deber igual para todos y en derechos equitativamente distribuídos. Moralidad es universalidad, no hay morales particulares, ni justificaciones históricas propias del relativismo escéptico. Esto supone un hombre racional subordinado a absolutos axiológicos, en los que valor y deber son incondicionales. No hay circunstancias atenuantes. Lo que no nos dice esta razón práctica es el qué hacer, le basta con el no hacer. Es una moral del evitamiento. La Ley moral es formal. El Bien se define por un molde silogístico en el que los principios incondicionales subsumen los casos particulares bajo la forma de la negación. La conducta a seguir continua siendo un enigma y si hay un conflicto de deberes no habrá kantiano a la vista que nos saque del atolladero. El problema es que la vida cotidiana, la única que por ahora experimentamos, nos presenta permanentes conflictos de deberes. El hombre kantiano sabe que debe obedecer a la ley. La ley es imperativa a la vez que inaccesible. Calla. No nos dice qué camino seguir en una encrucijada moral. Decreta que no debo mentir, por lo tanto cuando la policía secreta golpea a mi puerta, debe confesar que tengo escondido en el sótano a un resistente a la tiranía. No debo robar, por lo tanto, la custodia de un dinero que me hizo en vida un amigo millonario recientemente fallecido, debo devolverlo íntegro a su riquísima familia y no emplearlo en un trasplante de riñón que le salve la vida a mi hijo. La Ley es intransigente, podríamos decir cruel como la verdad. Por eso remití la moral kantiana en capítulos anteriores a las novelas de Kafka y al estado de ánimo de su personaje José K. Es un hombre sentenciado, culpable, algo hizo mal, no sabé qué, nadie se lo dice, pero tiene una certeza: violó la ley. No importa qué hizo, pero no debió haberlo hecho. Su desesperada búsqueda por los pasillos tribunalicios es infructuosa, pasa de una adyacencia a otra, de un pasillo a otro, por indicaciones de secretarios y bedeles que rién de sus preguntas. Nadie le dirá cuál es su delito ya que está claro, violó la ley. En La colonia peninteciaria, el condenado sólo sabrá la causa por la que lo condenan en la máquina de suplicios que horada una inscripción en su espalda: “obedecerás a tus superiores”. Por otra parte hablé de Eichmann, el hombre que sin sentimientos obedeció al Poder. En el juicio que transcribe Hannah Arendt dice no odiar a los judíos, simplemente era alemán y le debía obediencia al Führer. No entendió que la Ley kantiana no es el Poder, y que la vaciedad de la ley no puede ser llenada por un jefe, en definitiva, no comprendió al distancia entre deber y poder, y entre universalidad y particularidades racistas. No fue lo suficientemente racional. Sólo integró el respeto admirativo del que habla Kant en su Critica pero lo desvió de su camino. Salvo que la universalidad se traduzca en una humanidad aria, y que el imperativo categórico comience una vez efectuada la limpieza étnica. Hannah Arendt afirmaba en sus textos que a los judíos no les correspondía una política de los derechos humanos sencillamente porque no eran sujetos de derecho. Hay que ser reconocido como hombre antes de ser respetado en su integridad. Esto no quiere decir que el kantismo sea la filosofìa del nazismo, ese privilegio le fue dado a Nietzsche, quien, a pesar de esta identidad racista postmortem elaborada por su hermana, condenó en textos memorables al necio antisemitismo alemán. Pero si se lo busca, se lo encuentra, hay en sus textos, de qué abrevar para convertir al superhombre en un genocida, como en el pequeño hombre kantiano a un obediente centinela de la Ley. |