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BREVE HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
La lectura del libro de Heidegger, Schelling, me ha hecho pensar sobre los puntos salientes de la historia de la filosofía. La lucidez de Heidegger, el hecho de que tenga una “idea” del diagrama del recorrido filosófico occidental, le permite detenerse y ordenar esa dispersión en la que caben centenares de nombres y miles de obras. En el libro mencionado, este ordenamiento sigue las variaciones que ha tenido la figura conceptual definida como “sistema” en la historia de la filosofía, desde los griegos hasta el idealismo alemán.
Recomiendo a los aficionados a la filosofía la lectura de este maravilloso libro.
Inicio en este post una serie de recuerdos de mis lecturas filosóficas. Es una historia por supuesto incompleta. Habrá algunos nombres, serán aquellos que han resultado importantes en mi “vida filosófica”. Resaltaré ciertos aspectos y sugeriré lecturas. No hay alardes de erudición ya que no dispongo de todos los datos ni colecciono bibliografía. Pensaré con la información que he acumulado en mis años de estudio. Habrá toques impresionistas y selecciones personales. Comenzaré por el principio. La filosofía nace en Grecia. No todo es filosofía. En Extremo Oriente o en la India se han producido sabidurías. Filo-sofía no es sabiduría, sino búsqueda, pregunta e interpelación, del saber.
La filosofía no existe sin ser una reflexión sobre la palabra. Para que el lenguaje sea objeto de conocimiento debió producirse una revolución política. Sólo en una sociedad como la ateniense pudo haberse producido el acontecimiento filosofía.
Así como el monoteísmo es hijo del desierto, la filosofía nace en la Polis. La sociedad griega tuvo a partir del siglo V a. C. una transformación radical. El centro del poder pasa del interior a la costa. La vieja oligarquía terrateniente decae tanto en recursos económicos como militares. Innovaciones tecnológicas en la navegación permiten a los atenienses surcar mares y establecer depósitos de mercaderías en otras tierras. Los viajes y las migraciones traen novedades y despiertan la curiosidad por otras culturas y gentes. Una vez más la actividad comercial y la cultural refuerzan sus energías.
Cae el sistema de poder palatino. La jerarquía política regida por el monarca y el sacerdote, cede su cetro. La justicia, la predicción, el mando militar ya no están en las mismas manos.
Son importantes los “pares”. Ya en los rituales guerreros luego de las batallas, los compañeros en la lucha llevan a cabo ceremoniales de hermandad. Se reúnen en círculo y depositan los trofeos de la victoria en el centro, a la vista de todos. Aquel que quiera decir algo relativo a lo acontecido se dirige al mismo centro y narra su historia. Todos están a la misma distancia del emisor y la palabra circula. Es una nueva geometría política a la que se añade la falange militar. No es la figura del héroe solitario y glorioso el protagonista de las epopeyas sino el cuerpo de soldados ordenados en fila unidos por una misma voluntad.
Se traduce “polis” por ciudad. Nada tiene que ver con nuestra imagen de la misma. Polis no es urbe sino comunidad que vive en un mismo territorio. Los edificios con función de autoridad se concentran en un mismo lugar: la Acrópolis. Una reforma demográfica, la de Clístenes, terminó con el agrupamiento de los habitantes en clanes y tribus ligados por lazos de sangre y descendencia de un mismo ancestro.
La distribución será por zonas organizadas en “demos”, municipios. Cada uno de ellos nombrará representantes en una asamblea ciudadana. El ciudadano es el hijo de la polis. Su identidad está dada por las leyes de la misma.
La riqueza creada permite la aparición de una nueva clase social formada por navegantes, mercaderes y artesanos. Los nuevos ricos no disponen de cultura, no han tenido la formación oral de la gran poesía ni la sabiduría de los antiguos grandes hombres. Son vulgares y ricos.
El habla es el principal canal que une a la sociedad. En una comunidad que resuelve sus conflictos en estado de asamblea, en que la vida mercantil exige permanentes acuerdos sobre precios, condiciones que apelan a un jurado y árbitros decisorios, saber expresarse para proteger los intereses propios, y litigar cuando las circunstancias así lo requieren, es fundamental.
Poder hablar con eficacia es un arte que requerirá de una disciplina y de maestros. Peritos en la palabra, prestigiosos embajadores del conocimiento llegarán a la rica Atenas desde el sur de Italia y de las islas griegas. Discípulos de Parménides, del legendario Pitágoras, de Heráclito, convergerán para enseñar a los nuevos agentes de la sociedad el uso de la técnica vocal y la habilidad en el ejercicio de la construcción del discurso.
La ciencia del Logos nace.
¡Qué es esto?!! es la pregunta filosófica que los antiguos griegos nos han entregado. Tiene un signo de pregunta y dos de admiración. No es una pregunta cansina que espera alguna indicación. Las hermosas fábulas nos hablan del sabio que mira la bóveda celeste y queda pasmado por el asombro de que aquello sea. “Esto” es todo lo que hay. Contemplamos una dispersión que a pesar de su inabarcable distribución no parece azarosa. Los elementos se mueven con regularidad y vuelven al mismo sitio. Debe haber una razón, una fuerza, un poder, que determine ese rumbo misterioso. No son dioses tal superhombres los que ordenan el tránsito celestial. Los asuntos de la religión tienen otra función. Valen para la memoria, para recordar viejas gestas, honrar a los antepasados, entretener unos días al año, domar la excesiva curiosidad de quienes no están listos para mayores emprendimientos.
Los hombres se habitúan a la abstracción. La moneda y el alfabeto de veintidós caracteres imponen una creatividad veloz y una imaginación no figurativa. Debe haber un elemento “común” que atraiga las cosas a sus correspondientes repeticiones, un cimento ubicuo que reúna aquello que jamás se dispara.
En los ciclos se reúne el todo. Porque hay un todo, un ensamble. ¿Qué es esto que puede decirse “esto”? Un orden interno, un fuego interior y central, una acuosidad o una sequedad, alguna materia mínima, una vibración invisible, una verdad que haga que el esto sea. Porque “es”.
El Ser es la cópula que hace el Uno. El todo es porque se une. Lo que se modifica lo hace en el Uno. Hay un orden, se dice en griego: cosmos. No sólo muestra que las cosas están en su lugar sino en su “justo” lugar. El conjunto de lo que hay está ajustado. Sólo entre los hombres las cosas no están en su justo lugar. Diatribas y conflictos provocan la desunión que parece la norma. No han encontrado los sabios, ni los adivinos o sacerdotes, el conocimiento que pueda restituir entre los hombres la justeza y la justicia del cosmos.
La verdad es Una y es lo que sostiene lo real. Entrar en el secreto obliga a trasmitirlo para que los hombres se apropien del mismo y lo hagan público. Lo político debe ser diagramado como el cosmos. Para que esto sea posible nuestras palabras deben seguir el mismo orden que los elementos. No salirse del cauce natural. La physis es todo aquello que es y sigue siendo. Physis es naturaleza. Un lenguaje esencial es necesario no sólo para que haya paz sino para vivir en la verdad. El “qué” es el hueso y el núcleo de lo que aparece y se transforma. Ese qué no se modifica, es siempre el mismo y transita entre y a través de lo perecedero. Hallar lo permanente es fundamentar un orden.
En un pequeño libro titulado La filosofía, el filósofo alemán Karl Jaspers propone una meditación sugerente y productiva acerca de los orígenes de la filosofía. El tutor de Hannah Arendt dice que la filosofía nace cada vez que emergen tres estados de ánimo: el asombro, la duda y las situaciones límite.
No hay que restringirlos a estados psicológicos, ante todo porque no se resuelven en el área de la intimidad, y, además, porque reenvían a situaciones históricas. Esta meditación acerca de los principios se ofrece sólo en apariencia como a-histórica, pero no lo es. No se trata del nacimiento histórico de la filosofía como género literario con pretensiones de saber, de su emergencia en la sociedad griega y de la posición del colectivo de enunciación, sino del comienzo del acto de filosofar.
Necesitamos filosofía cada vez que hay una fisura existencial en lo relativo al por qué del mundo, a los alcances del conocimiento, y al sentido de la vida. Las referencias históricas más evidentes a las que nos remite Jaspers es a la metafísica de Aristóteles, al ego cogito cartesiano y las reflexiones de los estoicos romanos. Pero bien podrían abarcar otros momentos de la historia de la filosofía. La metafísica, la epistemología y la ética se ven invocadas e invitadas por la subjetividad cada vez que irrumpe uno de estos momentos críticos.
El asombro del ¿qué es esto?!! es interrogante y exclamativo. No es sólo admiración acerca de la prodigiosa factura de aquello que es, sino desafío frente a su misterio, atrevimiento del que quiere saber. Esta pretensión se inspira en el mito de Prometeo.
La duda no es mera vacilación sino interpelación, llamada de atención y autorización a cuestionar todo aquello que no sea claro, evidente y transparente para la inteligencia del hombre. La condición humana tiene sus derechos otorgados por el mismo Dios, las ideas innatas que Descartes descubre en nuestra alma son la chispa divina de la racionalidad. Es ella la que legitima el orgullo del sabio y permite la libertad de pensar.
Dudar ya no será el ejercicio de un escepticismo literario a la manera de Montaigne, sino un método riguroso calcado en la razón matemática con la finalidad de producir la mathesis universalis: el orden representativo del universo infinito.
El dolor de vivir acaece cuando se rompen las barreras de la seguridad. Una enfermedad grave, la pérdida de un ser querido, el derrumbe del tesoro acumulado, el desamparo y la soledad extremos, estampan como una herida la pregunta por el sentido. Desde Séneca a Victor Frankl, la reflexión acerca del sentido nace en los momentos en que ya no hay respuestas a nada y lo vivido y sabido se ha desmoronado.
Anudar grandes momentos de la historia de las ideas filosóficas a la existencia del hombre, conjugar la subjetividad con elaboraciones históricas sofisticadas es un invento de Jaspers. Muestra que en la práctica filosófica hay una necesidad primaria a la vez que un juego ideativo. No deriva de la naturaleza humana sino de la situación de ser en el mundo del hombre, para emplear el vocabulario de la filosofía existencial de las primeras décadas del siglo XX.
La idea de que el Ser es Uno le da al lenguaje una positividad completa. Lo que se dice necesariamente es.
Es imposible decir el no ser. El habla instala la existencia. Sin embargo, el otro polo del pensamiento griego, Heráclito, señala que en la realidad acontece el devenir. Un sistema de relaciones de variado orden como el de la atracción de contrarios, la metamorfosis de las seres, la combustión y consumación de los elementos, la reincorporación de lo que fue en nuevas formas, muestran a un cosmos vivo, en tensión, movido por fuerzas regresivas hacia un fuego central y eternos retornos de lo mismo.
El volcán de Empédocles es una figura dinámica y contrastada que subraya un dinamismo similar. Las visiones de los antiguos nos han llegado en fragmentos, relatos breves, muestras mínimas de un lenguaje que remeda el estado actual de los templos partidos y descascarados. Miles de páginas se han escrito sobre lo que pudo haber pensado Pitágoras, cientos de tesis sobre la filosofía de Parménides y Heráclito, la hermenéutica occidental tiene un lenguaje infinito depositado sobre una lápida lisa.
Los sabios –los sophós–, aquellas figuras sacerdotales gigantescas, al decir de Nietzsche, dicen poco y su estilo es alusivo. Es posible que la transmisión de pensamientos siguiera una métrica y un modo de decir oculto. No debía comprenderse del todo el sentido de lo dicho. La verdad era custodiada por sectas. Se guardaba el conocimiento como una clave secreta.
La palabra oracular no decía sino que indicaba. La flecha de Apolo apunta con un arco fabricado con los cuernos de la cabra y el tendón que la sujeta. La palabra se expele y sólo un vidente sabe hacia dónde va. Mostrar y ocultar a la vez fue el arte de las pitonisas. La adivinación implicaba un desafío. Sólo un atrevido, el hombre del orgullo, llegaba a desafiar a los cancerberos de la palabra de los dioses.
El “agón” es el encuadre de una palabra que se decide en una “justa”, en el sentido de batalla. Se traduce por lucha. “Polemós” es guerra. Agónica y polémica es la palabra griega. Disputar mediante argumentos era una cuestión vital. Quien desafía al oráculo expone su vida.
Esta historia es narrada por uno de los hombres más eruditos y talentosos de la filosofía moderna, el italiano Giorgio Colli, el editor de las obras completas de Nietzsche, en un libro pequeñísimo de la editorial Tusquets: El nacimiento de la filosofía.
Hace ya décadas que los historiadores de la filosofía disiparon el anatema que pesaba sobre los sofistas. La leyenda edificante de los orígenes de la filosofía se sostenía en un par de prejuicios. Uno era que el logos griego irrumpía en el mundo arcaico como el verbo divino: separaba las tinieblas. La oscuridad despejada esta vez fue la del mito. Esta versión vulgar de la Ilustración hacía de la filosofía la luz racional de occidente y de los mitos la superstición que infantilizaba al pueblo.
Otro prejuicio se basaba en el relato de un ágora –la plaza pública– ocupada por sectas de demagogos, de docentes de la mentira, que lucraban con el engaño: los sofistas. A pesar de los trabajos académicos y de los textos de variadas disciplinas como la historia, la antropología política de la Grecia antigua y la filología, el peso de la palabra sofista ha quedado en el idioma como sinónimo de falsificación.
En realidad, los sofistas fueron los protagonistas de una revolución cultural que ha dejado una huella viva en la civilización. Nos sorprende hoy, y todavía lo hará mañana, la originalidad de su quehacer. No digo de su doctrina ya que no pensaban lo mismo y se distinguían por sus concepciones del mundo. Sin embargo estas posturas acerca de la naturaleza humana y de sus relaciones con las convenciones sociales, no fueron desarrolladas en doctrinas globales ni explicitadas en textos que nos haya legado la tradición.
Los sofistas enseñaban a razonar. Extraña tarea si se la piensa en abstracto pero quizás no tan exótica si analizamos el terreno. El arte de la argumentación exige el aprendizaje de una serie de disciplinas. La heurística, la dialéctica, la retórica, la elocuencia contribuyen a que el ciudadano ateniense se eduque para la función pública mediante el uso controlado y eficiente del habla. Razonamiento y verbalización son indisociables.
El razonamiento y la argumentación son los ejes de la elaboración del discurso. El logos –término de múltiples acepciones– es el hilo que nos permite entrar y salir de un laberinto. El discurso es un curso de la palabra que se hila con método, paciencia, orden y composición. Al mismo tiempo es un puente entre dos participantes reunidos por un interés común. La palabra y el silencio se alternan en el diálogo. Debe haber un trofeo a la vista de los interesados que sea codiciado por los participantes.
Nadie puede arrebatar el cetro con violencia. Es necesario desplegar las argumentaciones y urdir una red de proposiciones que defiendan una posición y desbaraten la argumentación contraria. La situación dialógica es polémica. No nos referimos a encuentros ideales, sino a los que se llevan a cabo en el ágora, en el mercado, en las asambleas, los juicios, en los debates que existen en una sociedad compuesta por pares en estado deliberativo.
Los sofistas provenientes de ciudades aledañas confluyen en Atenas y venden el arte de la argumentación. Gorgias proveniente del sur de Italia, fue discípulo de Parménides, y enseñaba los rudimentos de la retórica. Su origen remoto evoca las tensiones entre grupos sociales que dirimían con el uso de la palabra conflictos de sucesión. Este arte del “biendecir” se aplicaba en situaciones en las que el orador se enfrentaba a un gran público. Otras prácticas verbales se adaptaban mejor a la confrontación entre dos litigantes.
Se busca seducir, atraer, encantar, con-vencer con palabras comunes. La autoridad de la palabra enunciada no depende de su portavoz ni de su carácter sagrado. No desciende de las alturas, se disputa en el llano. La magia de la belleza no está ausente del razonamiento. Si cosmos es orden, la cosmética es el arte que hace brillar el orden. La organización de las palabras, la fuerza de su necesidad, su poder autónomo, la concatenación de sus partes, la nervadura de su trama, hacen que el discurso incida sobre lo real. El logos sólo depende de sí mismo, es auto-nomos, su propia ley.
Hablar es un arte textil, una metáfora usual de Platón para ilustrar el vínculo entre los hombres. Dice que el político debe “tejer” las relaciones humanas para el buen funcionamiento de la república.
El “otro” de la palabra enunciada disputará con argumentos propios la justa razón de lo que se debate. Contra-decir es el pulso de una payada lógica en la que pierde el que se contra-dice a sí mismo.
La palabra es pública, la contradicción de sí mismo es explícita y no puede ser velada. Entrega las armas quien ha cometido este traspié, y debe admitir frente a los otros que su interlocutor tiene razón, acepta que ha sido con-vencido. Acompañará con su asentimiento la victoria del contrincante.
Sócrates es el personaje más enigmático de la filosofía. No se sabe si realmente existió. Las fuentes literarias que lo evocan son tres: Jenofonte, Aristófanes y, por supuesto, la principal, su creador inimitable, Platón.
Los tres pilares sobre los que se sostiene la civilización occidental son figuras legendarias de existencia dudosa: Moisés, Sócrates, Jesús.
El testimonio de la existencia del primero se halla en documentos babilónicos del siglo VIII a. C. Reenvía a una gesta del 1200 a. C., a partir de esta distancia temporal se trasmite una historia supuestamente ocurrida cuatro siglos antes. Por supuesto que los rasgos y la epopeya narrada tienen similitudes con otros relatos de la época y de la región en la que se produjo su enunciación. Una visión estratégica de la producción textual nos hace pensar en su función esperanzadora para un pueblo sojuzgado y desterrado en Babilonia.
Jesús nos llega por la palabra de sus apóstoles. Saúl de Tarso –San Pablo– es quien construye el marco doctrinario del nuevo verbo. Un sincretismo entre judaísmo y helenismo es elaborado con un lenguaje para gente sencilla y pura de corazón. El milagro de su nacimiento y la resurrección, se disuelve en una historia maravillosa pero humana a la vez que colectiva desde el descubrimiento de los rollos del Mar Muerto en 1947.
Que un hombre petiso, gordo, pobre, feo, y viejo sea el supuesto fundador de la filosofía y el maestro adorado de la juventud griega, no le quita encanto a la leyenda. Por el contrario, que en medio del ideal de belleza de una sociedad que ha inventado la proporción, la justa medida, la armonía, y la serenidad del porte, que vemos reflejadas en su arte, especialmente en las esculturas, irrumpa este señor de nariz achatada y labios carnosos, no es un azar, es la ilustración de la palabra platónica: el cuerpo es la prisión del alma, y la belleza no se ve.
Si Charles Heston ha protagonizado a Moisés, con su majestuosidad, la larga barba, el gigantismo de su presencia, la voz tronante, si Jesús ha sido encarnado por tantos actores angelicales a su favor, desde Enrique Irazoqui a Van Sydow y Dafoe, a Sócrates también le ha llegado un cuerpo pero que no pertenece al cine sino a la política: Ginés González García, nuestro flamante ministro de salud, de llamativo parecido con nuestro héroe.
Sócrates es el protagonista de los diálogos de Platón. Cada uno de los autores de la antigüedad vive de su nombre propio. Su existencia es nominal y su soporte vital está en dudas. Hay quienes –como el historiador de la filosofía Capizzi– prefieren hablar de diálogos socrático-platónicos y no de Platón, se refiere así a un género discursivo en boga en la Atenas de Pericles. Ya se sabe que bajo el nombre de Aristóteles se agrupan una serie de obras que constituyen lo que se conoce por corpus aristotelicum, de autoría plural.
Se ha perdido un alto porcentaje del total de la herencia clásica por quemas y saqueos, nos quedan trozos de aquella cultura. Por otro lado la función autoral era desconocida, es probable que los maestros dictaran su pensamiento y los discípulos los anotaran en sus rollos de pergamino. Platón en la Academia, los estoicos en el Pórtico, Aristóteles en el Liceo, Epicuro en su Jardín, le dieron un apellido titular a pequeñas sectas y cofradías que elaboraron los fundamentos del edificio filosófico.
De todos modos nuestra incansable necesidad de soñar y de fabular, tan fuerte como la búsqueda de la verdad que para muchos define a la madre de las ciencias, insiste en que las grandes firmas de la antigüedad dejen por un momento su vestidura gramatical para tener vida y mirada.
Todos conocen el best seller mundial El mundo de Sofía. Es la historia de una niña que recibe semanalmente en la casilla de correo de su casa un sobre misterioso con un capítulo de la historia de la filosofía. En una estructura de cuento se inscribe una historia no muy diferente de la que podemos leer en los manuales de divulgación. Quisiera en pocas palabras contarles El mundo de Tomás.
La pregunta es la siguiente: ¿qué sucede para que un joven de quince años que recorta imágenes de revistas deportivas y de historietas, que colecciona figuritas de fútbol, y que sólo ha leído Las aventuras de Tom Sawyer, Bomba, el niño de la Selva, El príncipe Valiente y La Princesa Dorada, un día quede estupefacto con un diálogo de Platón?
Tomás iba a la secundaria. Con mucho sacrificio llegó a ser un buen alumno. Una tartamudez crónica lo hacía fracasar en el oral que debía remontar en los escritos. Un padre sumamente severo y obsesivo controlaba su conducta. La madre estaba dedicada al cuidado del hermano menor y a su propia soledad.
Desde sus once años, dos veces por semana, un profesor de inglés iba a la casa a darle lecciones particulares. Era un señor culto. Hablaba de gente importante que había escrito libros. En la casa se hablaba de él con respeto. Se había encariñado con Tomás. Una vez que el idioma dejó de ser un escollo insalvable, llevaba para la lección libros en inglés que leían juntos. George Bernard Shaw, Somerset Maugham, T. S. Eliot, una lectura amable, sin sanciones, historias interesantes compartidas durante una hora. Practicaban el uso de la lengua y lo iniciaba en aquel mundo misterioso de la cultura.
Para un cumpleaños alguien le regaló el libro Historia de la filosofía de Will Durant, un libro grande de tapas duras y rojas, con grabados en su interior. El primero de ellos mostraba a Sócrates en la famosa ilustración en la que en una celda está sentado sobre una tarima rodeado de discípulos que le ruegan no se sabe qué –luego supo que le pedían que se fugara– ante su inminente muerte. Lo cubre una toga plegada en el hombro, calza sandalias, es un hombre duro, barbudo, semicalvo, que levanta una mano como si subrayara con el gesto unas palabras, mientras en la otra sostiene la copa de cicuta. Los jóvenes están desconsolados, hay uno que le da la espalda para que no lo vea llorar.
Bajo la ilustración decía: la muerte de un mártir del pensamiento.
Tomás quedó anonadado. No entendía la conjunción de aquellas dos palabras. La palabra mártir por supuesto que le era conocida. Era un adolescente común en ese sentido. Sabía –como Job en el Antiguo Pensamiento–, como Jesús en la cruz, que Dios lo había abandonado. Sabía de la tristeza de un cielo vacío. Respecto del pensamiento, no tenía idea, es decir no pensaba nada, ya que pensar era como respirar, una actividad personal de supervivencia y recogimiento. Pensaba cuando no hablaba, y como prácticamente nunca hablaba por sus dificultades motoras, pensaba todo el tiempo.
Pero no se había enterado de algo llamado “el pensamiento”.
Un hombre muere, debe suicidarse, por tener pensamientos. Leyó algunas páginas del maravilloso libro de Durant. Sócrates había decidido morirse por amor, otro más, se dijo Tomás, pero no era un hombre de fe, sino de pensamiento. No miraba hacia la parte superior del horizonte unos cuarenta y cinco grados como lo hacen los santos, sino a sus discípulos. No llamaba al Señor y le decía Padre, sino que invocaba las leyes de la ciudad, y discutía con la autoridad que las aplicaba.
Ponía en tela de juicio la legitimidad del poder que lo condenaba, no estaba triste sino enojado, raramente enojado. Peleaba, pero no como el príncipe Valiente, no con la espada y un caballo hermoso, sino con la palabra.
Pelear con la palabra era lo que Tomás conocía bien, pero esta pelea socrática no se decidía al interior de su boca, sino que se dirigía ante quienes pretendían cerrársela. La dirección de la lucha cambiaba de dirección, salía de la caverna bucal y se dirigía hacia afuera, al mundo en el que vivían los seres de palabra terminante y decisiva.
Creyó ver en esa historia recién descubierta algo que podía ser importante, un mundo nuevo, un espejo que debía atravesar. Fue por ese motivo que le pidió al profesor de inglés que le recomendara un primer diálogo de Platón.
Durante dos mil años la filosofía de Platón y Aristóteles tuvo vigencia en Occidente. Su área de influencia se extendió al Medio Oriente. En los años mil de nuestra era la recuperación de los textos clásicos, la labor de traducción de los originales griegos, la renovación de su lectura y su enriquecimiento literario y científico, proviene del Califato de Bagdad, pasa por Damasco, y de ahí al Al Andalus en la península ibérica.
Núcleo epistémico del pensamiento cristiano y de la filosofía escolástica, sus cimientos recién tambalean con la revolución galileana y la filosofía cartesiana. Sin embargo, su presencia no sólo insiste en el tiempo, sino que se vuelve vigorosa en la modernidad. El idealismo alemán hace de la filosofía griega uno de sus principales interlocutores. La tesis de doctorado de Nietzsche es sobre la tragedia griega y el espíritu de Apolo y Dionisos en la filosofía y en la música. La tesis de doctorado de Marx es sobre el atomismo de Demócrito.
La filosofía de Platón es inabarcable. El espectro de temas y problemas que desplegó es amplísimo y multicolor. Para comenzar por algún lado, seleccionamos dos figuras conceptuales al azar con el fin de entrar a su caverna: el alma y la ironía.
Hay un invisible mundo de las almas. Cada vez que nace un cuerpo, un varoncito por ahí, una nenita por allá, las almas deciden cuál de ellas bajará para incorporarse al nuevo ser naciente. La que desciende lleva en su haber la historia de sus migraciones. Tiene el conocimiento del orden cósmico, de la estructura del Ser, y sabe que sus ascensos y descensos no cejarán hasta encontrar un cuerpo que lleve a cabo determinadas tareas que finalmente la liberen del eterno viaje.
Las almas se cansan y se asfixian. Las cansa ir y volver, y les quita aire, pneuma, estar encerradas en una jaula anatómica que las ciega e inmoviliza. Una vez encarnada, el alma está a disposición del ser que la porta. Si su legajo es bueno, su destino es un varón, si no lo es, será una mujer, o un esclavo, un meteco, hasta un animal.
El alma pasa por el río Letheo que lava sus recuerdos antes de incorporarse a su próxima apariencia. El nuevo hombre cree que nace virgen de historia y que su vida recién comienza. Su cuerpo poroso tal un tamiz posee conductos refinados por los cuales se comunica con el mundo, son los sentidos. La incesante movilidad y la estimulación vibratoria hacen de él una caja de resonancia que mezcla los datos. El hombre es ruido. Por situarse en una escala agraciada del cosmos, tiene la posibilidad de discriminar los fluidos y los signos para armarse de un lenguaje. La lengua es su antena. Expele sonidos articulados que se reproducen en un alfabeto de piezas discretas que se combinan entre sí.
El logos o discurso resulta del funcionamiento de este recurso humano. Sólo trabajando en él, el cuerpo mortal tendrá la posibilidad de afinar el espesor material para que con el tiempo el alma despierte y vuelva a vivir, es decir, a recordar. Es necesario adueñarse de Cronos para que no nos devore y nos condene a pernoctar en el Hades.
¿Dónde está el alma? Puede parecer una pregunta ociosa. Sin embargo, sabemos que no está en la mano, ni en ninguna de nuestras extremidades, y tampoco en el pedestal. Sócrates en el “Fedro” ve brotar su plumaje en un cuerpo joven y hermoso, son pequeñas plumas las que asoman en la zona de los omóplatos. Las escápulas se ruborizan antes de la aparición del extraño vello.
A muchos lectores les podrá parecer una imagen algo cursi, ¿pero acaso no fue la filosofía platónica la fuente inspiradora de las más sublimes cursilerías trasmitidas como amor platónico? ¿Y qué decir de la cursilería más famosa de todas conocida con el nombre de cristianismo?
Platón nos habla de la existencia de dos mundos. Uno arriba y otro abajo. Es inevitable un diseño en vertical. Por algún motivo la jerarquía de valores exige un ascensor o una escalera. Lo superior está arriba y lo inferior abajo. Hay que agregar que lo medular está en el centro y lo accesorio en la periferia. De este modo, con esta distribución puntual de funciones y poderes estamos en condiciones de inventar un universo.
El mundo verdadero no se ve y el que se ve es sólo aparente. Quien no sepa diferenciarlos y quede atrapado en la apariencia no es un hombre, es un esclavo. Ser esclavo en la lejana y mítica Grecia nada tiene que ver con el tío Tom. No es un señor africano al servicio de su amita. Un esclavo es un muñeco, un ser sin alma, un títere de fuerzas que lo manipulan a su antojo.
Sin embargo, a pesar de los infortunios de la apariencia, nadie que sea hombre puede habitar el mundo de la verdad. Es la historia de la Caverna de Platón, una de las más bellas alegorías que ha inventado la filosofía. Quien deja el mundo de las sombras y se dirige a la salida para contemplar la luz, pierde la vista, ya no la necesita, él mismo es luz.
Para seguir siendo hombre debe conservar los sentidos, y de ellos el considerado primordial por la tradición. Ver es discriminar, distinguir, separar. Gracias a esta operación el logos puede llevar a cabo su labor de conocimiento, de crítica.
La palabra crítica significa colar, saber es filtrar, el conocimiento requiere un proceso de tamizado.
Ser libre es conocerse a sí mismo. Conocerse es poderse. Sólo el hombre que lea su propia alma puede administrar sus pasiones. Pasión viene de pathos, padecimientos, pasividades a las que nos somete el hecho de poseer un cuerpo.
Somos pasivos porque necesitamos lo que está afuera de nosotros para sobrevivir. La comida está afuera, no la segregamos. El cuerpo del otro se nos escapa. Los recursos que nos permiten procurar los bienes terrenales deben ser apropiados y atesorados.
La dietética, la erótica y la economía, son tres disciplinas que guían nuestra vida en este mundo. Permiten que el pathos se convierta en ethos, aquellos que nos domina y vacía se revierte en acción libre en procura del Bien.
El filósofo debe trabajar aquí sin perder de vista el modelo de allá. Nuestro mundo es una olla en la que se mezcla todo. La tierra resulta de la obra de Hefaístos el Herrero que suelda y fusiona la materia. Las Ideas no tienen mezcla, son puras, tienen realidad sustancial. Las figuras del Fuego, la Luz, el Oro, recuerdan la textura y la temperatura eterna. Lo verdadero es inmortal.
Platón es místico y político a la vez. Reunir a los dos mundos exige tender un puente transmundano. El filósofo se encarga de esta tarea. Dijimos en un post anterior que entraríamos al mundo de Platón a partir de dos nociones: el alma y la ironía. Debemos agregar una tercera : el amor.
El alma es lo que nos identifica como individuos y nos une al cosmos. La ironía es el arma dialéctica que vacía de contenido la realidad y nos expurga de las malas mezclas, y el amor es aquello que nos lleva hacia el sendero del Bien.
Sócrates es el maestro partero de almas, ironista insuperable y amante que guía los pasos de quienes aspiran al saber.
El misterio socrático reside en el singular uso que hace de su ignorancia. La democracia es, para él, el régimen de la petulancia. Un sinnúmero de pedantes opinan sobre todo y se erigen en autoridades de una multiplicidad de cuestiones. La cosa pública está al servicio de un manoseo argumentativo ilimitado.
La polis está en crisis y en un proceso crónico de decadencia, que sólo sirve para estimular el griterío de los ciudadanos que a diestra y siniestra difunden sus repetidas críticas y sus monótonas y absurdas soluciones. Únicamente los hijos de las familias atenienses, los jóvenes deseosos de una vida mejor, restringen sus ansias de opinar y parecen dispuestos a escuchar y aprender.
El progreso secular que permitió a la polis disfrutar de una sana incredulidad, de saludar con alegría el alejamiento de los dioses, y por la que tuvo la audacia de erigirse en una comunidad sometida a las leyes, ha sido deformado –gracias a una libertad irresponsable– en un bastardeo del uso de la palabra para someterla a intereses espurios.
No se quieren dioses ni sacerdotes, tampoco tiranos, se proclama el fin del poder de los Tiresias y los Pisístrato, pero la asamblea de ciudadanos no deja por eso de ser un gallinero para diversión de los alumnos de Protágoras. La sofistiquería está de parabienes.
Pero Sócrates no es un Biasatimondas ni un Nelsoncastrópulos, su especialidad no es el sermoneo enmascarado, sabe que una arenga frontal se perderá en el mar de las denuncias cotidianas.
Su proceder es otro. Se hace de amigos y va de casa en casa para conversar en la calma con los vecinos. Dije en la calma y no en la cama, porque cuando así sucede el ritual es otro, y se llama: banquete o simposio.
Reuniones pequeñas en las que, bajo la luz vespertina, se habla de temas curiosos pero necesarios. Es fundamental saber de “qué” estamos hablando. Es un asunto de precisión y de orden. Si nos confundimos con las palabras, necesariamente nos perderemos con las cosas. Para llevar a cabo esta tarea de ajuste semántico, Sócrates inicia los diálogos en un tono amistoso preguntando a los contertulios qué es lo que se comenta en el ágora. Sociedad pequeña y activa, adicta al goce de la palabra, al chismerío y al rumor, siempre hay menudencias sabrosas que paladear, o urgencias que decidir.
Hecha la primera pregunta, le sigue otra que se apoya en la respuesta anterior. La escalera interrogativa despliega el armado de sus peldaños uno tras otro y así, casi sin querer, se teje el discurso alrededor de un objeto teórico común: el coraje, la ciencia, la política, el amor, la república, el origen del cosmos.
Cada uno de los contertulios dice lo que piensa y se apoya en conocimientos poco conscientes de sí. Sócrates pregunta lo que no sabe ya que ha llegado a una profunda conciencia de sí mismo. Es el “conócete a ti mismo” del oráculo de Delfos.
Quien ha llegado a hacerlo luego de una esforzada ascesis, sabe que no sabe. La ignorancia es una necesidad metafísica. El hombre no puede saber hasta que tenga conciencia de la existencia de dos mundos, la episteme le será ajena mientras no choque contra el muro en el que se proyectan las sombras de una realidad que no ve.
Saber que hay dos en el Uno, que la participación y el sistema de copias de la apariencia material evoca lo Otro que es lo Mismo, que lo alude y no lo alcanza, hacerse cargo de esta imposibilidad, situarse en el entramado de la inaccesible verdad, nos vuelve irónicos. Sabemos que no llegamos, sonreímos ante quienes creen que sí lo hicieron, y nos divertimos con un juego extraño. Ponemos a la sofística del revés. Así como los maestros de la plaza pública enseñaban a construir argumentos para defender intereses, birlamos aquel arte, para disolver acertijos y certidumbres que inclinen la palabra al vacío. Nada hay.
La ironía tiene un fondo de crueldad. Pero no se detiene allí.
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