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PENSAR EL OFICIO (Comentario de dos libros)
1. Autoanálisis de un sociólogo
El encabezamiento de la nota remite a la traducción del título de una obra de Pierre Bourdieu: Esquisse pour une autonalyse, de 2004. El libro de Anagrama se publicó en el año pasado en una pésima traducción, salvo que Bourdieu escriba para el demonio, cosa que según recuerdo no es tan así.
No he de inscribir esta “no autobiografía”, como la llama el sociólogo, en su obra completa, porque no la leí toda, aunque haya recorrido algunos de sus libros. Este verbo “recorrer” para un lector a tiempo completo como quien aquí escribe, algo quiere decir. He leído páginas y capítulos de muchos de sus textos y los dejé. No creo que sea por su prosa – lo leo en francés salvo este último libro – aunque es sin duda rudimentaria y en parte confusa, sino porque va demasiado de frente hacia su objetivo. Se lleva la interpretación por delante, tiene el estecoscopio siempre a mano y pone la sopapita en el objeto estudiado para diagnosticar de acuerdo a los síntomas la correspondiente etiología: clase social, estrategia, campo intelectual, y una alta dosis de habitus.
Conocí la obra de Bourdieu en mi temprana juventud cuando llega a mis manos el libro Le métier du sociologue, escrito junto a Passeron y Chamboredon. Era estudiante de sociología de segundo año en la Sorbonne, y aquel libro integraba la mejor epistemología – la tradición bachelardiana - a la sociología.
Por mi pase a la filosofìa, dejé de frecuentar los textos típicamemente sociológicos que Bourdieu siguió escribiendo. No me interesaban particularmente sus estudios sobre la educación francesa, las investigaciones para demostrar la condición de clase de las perfomances escolares, sus análisis de la reproducción del poder académico, y en medio de tantos e inabarcables asuntos que sí me interesaban, lo perdí de vista.
Años después estaba de moda en Buenos Aires, y su apellido comenzó a formar parte de nuestra perfumería cultural. Pero el aroma que se desprende de su envase es seco y áspero. Su relato biográfico resalta este hecho. Aquel libro inicial dice “ metier”, es decir oficio, labor artesanal, casi manual, sudor de terreno, recolección cuantitativa, modesta.
El trabajo intelectual es material. Foucault destacaba su condición de archivista, el valor del trabajo documental, el desciframiento de legajos, la importancia de la literatura menor contenida en textos no consagrados. Bourdieu define su trabajo como el de un investigador, alguien que coordina un grupo de trabajo que suma sus esfuerzos para dar cuenta de un problema construído colectivamente. Nos cuenta que sale a la calle, se sienta en los bares, trata de escuchar lo que se comenta, entrevista gente común, mira las ropas que se usan, le presta atención a los giros idiomáticos, y en sus lecturas incluye datos sobre usos y costumbres de grupos sociales.
Trabajo de campo que le dicen, asunto comedido de los sociólogos, virtudes de la empiria, y rúbrica de lo que es un trabajo científico. Bourdieu usa con amplitud y altisonancia la palabra “ciencia” para encuadrar su tarea, lo que indica una elección. Que sea ciencia o no lo sea, es una cuestión que puede apasionar a los metodólogos, siempre ha sido preferible minimizar las etiquetas y decir, por ejemplo, que hay datos y enunciados científicos en sus trabajos teóricos, como también elementos narrativos, hipótesis imaginarias, observaciones cotidianas, conclusiones de sentido común, descripciones selectivas, efectos ideológicos. En suma, bajar un poco el umbral de las pretensiones. Sin embargo, si Bourdieu habla de “ ciencia” es porque no quiere ser identificado con la cultura literaria, menos la artística, y para nada la filosófica.
La palabra ciencia es un salvoconducto que lo impermeabiliza contra la tentaciones parnasianas. De todos modos, más allá de las imposturas, la capacidad ficcional ofrece algo que la empiria más exhaustiva a veces no puede lograr: el arte del detalle. Buena afirmación de Vladimir Nabokov para distinguir al arte literario de otras manifestaciones culturales. El detalle es un microcosmos que un ojo alucinado llega a percibir, o, también, un ejercicio estrábico de la vista pasible de ser practicado no sólo por literatos.
Hay historiadores como Paul Veyne que saben ver además de saber. Podría incluir a filósofos cuya dote para la observación sustituye la mejor empiria establecida por las disciplinas sociales.
Bourdieu estudiante universitario en los años cincuenta, nace en 1930, estudia filosofía y se harta de la petulancia típica del circo filosófico francés. Es un mandarinazgo de jerarcas del verbo que interpretan el mundo, lo transforman en un bibelot y se premian entre sí por sus hallazgos platónicos. Bourdieu detesta el medio cultural francés, y a lo que más encono le tiene es al imperialismo filosófico.
De este colonialismo hoy queda poco. Alguno que otro embajador sin cartera aún arranca suspiros en tierras lejanas, pero en casa se han quedado sin fans. Pero Bourdieu ha mantenido el encono hasta sus últimos días, este texto lo escribe poco antes de morir.
Al retrazar su itinerario intelectual, insiste en que para llegar a ser el sociólogo que quiso ser, tuvo no sólo que despojarse del ropaje filosófico al que lo destinaba su carrera académica, sino a luchar contra el campo filosófico y su estructura de poder. Para comenzar debió soportar el peso de la atmósfera dominada por el Rey Sartre, la figura del intelectual total, luego la preeminencia del pensador Raymond Aron que dominaba la escena sociológica francesa , y para colmo de los colmos, la moda estructuralista con su cortejo infinito en los que desfilaba todos los prestigios. No hace falta el listado, hagamos nada más que un nudo en los extremos, Derrida al principio, Lacan en la otra punta, y en su recorrido marquen lo que recuerden.
Ser depositaria de la autoridad de hablar de los grandes temas, investida por un gabinete celoso de sus prebendas, la filosofía ha sido parte del prestigio de La France. De Gaulle lo había dicho en el 68, ante la insistencia de Sartre por ser enviado a prisión al igual que sus compañeros de militancia, y no lograrlo, dijo el jefe: “en Francia, no se detiene a Voltaire”.
Bourdieu ha dedicado lo más punzante de sus armas contra dos efigies del universo filosófico: Heidegger y Althusser. La moda ontológica que ya había sufrido en L´ École Normale en sus años de estudiante, y la hegemonía en los estudios marxistas del grupo althusseriano que se adueñaba de la legislación teoricista de la época.
Sólo Foucault, con quien encuentra algunas convergencias en sus intereses y labores, parece salvarse del denuesto, coincidencias de todos modos limitadas por el apego que percibe en Foucault a seguir pendiente de las piruetas culturales de la pasarela parisina, y por la homosexualidad, que, dice Bourdieu, ha servido, en el caso de Foucault, para que comentaristas baratos la usaran para leer su obra con la lente de un racismo sexista con pose crítica.
Tan sórdidos como el clan filosófico es la corporación periodística, los ensayistas también, ni hablar de la crítica cultural, los pregoneros de la actualidad programada, los carteristas al por menor que usan el trabajo ajeno para ansiadas notoriedades, las vedettes de los medios.
La contrafigura del filósofo encumbrado, el hombre noble y auténtico, es para Bourdieu, Georges Canguilhem, hombre que a medida que pasan los años, hay más gente que lo evoca. El historiador de las ciencias y epistemólogo fue un hombre de discreción y dedicación exclusiva a la investigación. Lo tuve de profesor, tengo un recuerdo puntual, el de su conocido malhumor, “ estoy harto de hablarles a imbéciles...ya me iré a pescar! a ver si me pueden encontrar”.
Bourdieu rescata su propio origen plebeyo, y el plebeyismo de la sociología. Se ha especializado en mostrar la cartonería con la que se arman los lujosos decorados retóricos de la aristrocracia letrada, y ha sufrido íntimas contradicciones. Su cátedra en el College de France, el más encumbrado simposio que reune a diletantes y diplomados de la cultura francesa, le ha sido un espejo poco amigable.
2.Ventanas -Un libro de J. B. Pontalis
Es un libro maravilloso. Pequeño. Una serie de retratos y reflexiones sobre evocaciones psicoanáliticas. No se trata de teoría, sino de observaciones de una larga vida dedicada al pensamiento teórico y a la clínica freudiana. Se llama Ventanas, y comienza con un poema de Rainer María Rilke que nombra la ventana como “ tú que separas y atraes/ y que cambias como el mar.”
¿Qué es pensar? interroga Pontalis. La pregunta no es ociosa. El mentado instrumental de la racionalidad son los conceptos. Por ser una generalidad que subsume particularidades, el concepto puede pensarse como el olvido de la diferencia entre los objetos. Se borra la singularidad y se incluyen géneros y especies en una taxonomía. Esta versión crítica clásica de los anticonceptualistas, ya sean vitalistas o intuicionistas, no apela en el caso de Pontalis a esos lugares comunes del encomio de lo singular, lo indiviso, la energía, el sin fondo, o cualesquiera de la carátulas del acervo romántico. Sin embargo, extrae del mismo una figura paradigmática: el sueño.
Pensar tiene que ver con soñar. A los analistas les gusta hablar de sueños, más aún a los freudianos de la vieja escuela, los más modernos prefieren el vocabulario de las conductas. Para la historia del psicoanálisis, el relato del sueño del paciente es fundacional. La Interpretación de los sueños de 1905, inicia la teoría psicoanálitica con el descubrimiento de los mecanismos de agrupamiento y disolución de palabras-íconos de acuerdo a la pulsación del deseo inconsciente.
Para Pontalis, amante del sueño y del ensueño, el pensar vive oníricamente. Hay ritmos del pensar. Una síncopa por la que el trabajo ideativo puede detenerse, arrancar de golpe y al galope, otras en las que prefiere el tiempo moroso de la repetición, muchas en las que se pierde. El pensamiento puede, en ocasiones, estar consternado por el silencio de los comienzos.
Existe una censura sostenida como norma y regla, que hace de cada palabra un sello, una efigie, es la palabra temerosa de ser alcanzada por el fantasma de la estupidez. Un peaje cada día más caro se instala y sólo deja avanzar aquello que jamás claudicará, le está permitido pasar al rigor comprobado, la rigidez coherente, la referencia autorizada, el poder erudito.
Una ventana es una brecha en el muro. El aire es el elemento separador de la filosofía. Un buen viento de arena es depurador. Es el escenario del profeta, el del Moisés de Miguel Ángel y Freud. Pero Pontalis habla bajo. Se refiere al sueño para describir al insomne. Existe el insomne del día atado exclusivamente a su agenda. Son los incapaces de soñar. Enloquecen ante todo aquello que no pueden dominar. Existen los insomnes de la noche carcomidos por preocupaciones. Hijos de su lucidez. Aquellos que al despertar pisan con firmeza el suelo ya dispuestos sin mediación alguna para la refrigea cotidiana.
El oficio del psicoanalista es mediador entre sueño y vigilia. Dice Pontalis: “si no me canso del psicoanálisis es porque es una larga estadía en el limbo”. Recuerda esta frase de un niño: los sueños es cuando se queda en la cabeza, las pesadillas es cuando se queda en la habitación.
Sueña con un pensamiento soñante que tenga la fuerza de ser irreflexivo e inconveniente, que avance por su cuenta y riesgo como un sonámbulo. Se pregunta si el lenguaje puede llegar a estar a la altura de semejante exigencia. Lo duda. Está sometido a demasiadas limitaciones sintácticas y lógicas, y, no es poco agregarlo, el pensamiento de palabras quiere ser comprendido. Sugiere que quizás el pincel sea más apto que la pluma para lo soñante.
Pontalis también nos habla de otras cosas. Cuenta que un hombre deseaba con fuerza estar solo en su casa para hacer lo que le viniera en gana. Llegado el ansiado momento no sabía qué hacer sin verse hacer. La soledad le ofrendaba esta cansadora y permanente compañía de un sí mismo que se refleja en la doble conciencia. Autoobservación, el “ yo me veo” de un dios omnisciente, el dios vigilante de la voz blanca. Ese doble, dice, tiene la frialdad de la muerte.
¿Cómo irse de sí mismo?, insistente pregunta que repite una y otra vez. Propone cuatro vías: una es el análisis que lejos de remitir al yo, lo escinde. Las otras son la escritura, el sueño, y el amor.
Salir de sí. Narciso busca en vano una imagen estable de si mismo, una forma que le asegure una identidad. No hay reflejo petrificado aún en aguas estancas. Habría que anular casi todo, encerrarse en la mónada sin ventanas para atrapar la imagen propia. Los que lo intentan sufren mucho. Cada vez que le mueven un pequeño anaquel de su tan cuidada estantería, chillan de dolor. Dicen que les quieren hacer mal. Pontalis recuerda una palabra que condensa el síntoma: el narcisón, es el órgano del narcisismo. “ Si tocan mi narcisón, desaparezco.”
Dice que la nostalgia es una palabra inventada por un médico de Mulhouse. Lo cuenta Jean Starobinski. Viene del griego nostos: retorno, y de algios: dolor. Designa así a esta enfermedad, la nostalgia, sumamente curiosa, que afectaba a soldados que apenas soportaban las restricciones de la vida militar. Surge del estudio de mercenarios suizos que se negaban a comer y se abandonaban a la muerte.
La nostalgia es el nevermore. Ya no es mi pueblo, mi barrio, mi calle, ya no son lo que eran. Me los cambiaron. ¿Quién es ese me anónimo sino el tiempo inhumano que hace su obra – se pregunta Pontalis – y quién es ese mi que sólo desearía obedecer a su propio tiempo?
Se cree, agrega, que la nostalgia es apego al pasado. Una búsqueda de la infancia perdida. Si bien esto es cierto, también tiene otro origen. No idealiza al pasado o le vuelve la espalda al presente, sino sólo a lo que muere. La ilusión del nostálgico es que no haya más muertes y que descienda sobre la tierra el país natal en donde la vida nace y renace.
¿Qué sucede cuando los órganos nos juegan una mala pasada? Esas vocecitas extrañas en el pecho, la cadera que no quiere rotar, la irritación insistente en la garganta, la manchita en el hombro? ¿Qué sucede también cuando nuestra mujer se olvidó de llamarnos a la hora señalada? Qué extraño es que se la vea tan contenta. Sin embargo, cuando le propuse el viaje no mostró ninguna emoción. Qué raro.
Tanto la hipocondría como el amor celoso constituyen un arte de la lectura de los signos. Ningún signo es confiable en última instancia. No hay pasión por la verdad como la que tienen el paranoico en cualquiera de sus expresiones.
Hay quienes buscan la verdad, y hay otros que quieren encontrarle sentido a todo. Búsqueda que no tiene fin. El sentido se opone al vacío de sentido, a la no forma. Trabajar el vacío, modelar el agujero existencial, es dar sentido. No puede clausurarse el desparramo de significado a que nos somenten las contingencias de la vida. Lo inexplicable y lo absurdo insisten. Si comprendiéramos el mundo, dice Pontalis, no formaríamos parte de él.
Buscar la verdad hacia adelante nos lleva al infinito. Cerrar el sentido en una totalidad nos remite a nuestra propias limitaciones mal elaboradas. Los antiguos crearon el arte de la memoria. Qué placer es recordar...pero no la verdad sino el acto mismo de hacerlo. No son los recuerdos los que son placenteros sino el hecho mismo de rememorar. El placer intenso del reencuentro consigo mismo. Saber que el pasado no ha muerto y que estoy vivo. Los recuerdos son paquetes de ficción con la misma sobredeterminación que los síntomas.
Habla de la melancolía, del decurso entre dos muertes del melancólico, de las personas fundamentalmente malas. Diferencia al sádico del malo, éste último ni siquiera necesita un partenaire, le basta con hacer daño. Pasa de una escena mínima a otra de un libro divido en pequeños capítulos de dos a tres páginas.
Pontalis despierta particular interés cuando en 1964 escribe junto a Jean Laplanche un artículo en LesTemps Modernes, la revista fundada y dirigida por Sartre, llamado El fantasma de los orígenes y los orígenes del fantasma, que se convirtió en un texto anticipatorio de las venideras preocupaciones de los discípulos de Jacques Lacan. Laplanche y Pontalis escribieron juntos el clásico Vocabulario del psiconálisis. Fue parte del comité de dirección de la revista de Sartre, al tiempo que trabajaba los senderos del pensamiento lacaniano. Esta ubicuidad la tiene un hombre especial, alejado de los dogmas y de los sectarismos de capilla. Por eso puede pensar así. Con humildad, dejando impresiones.
Afirma apostar a las fuerzas de la vida. Es médico, se pregunta: ¿ Seré más médico de lo que creo? Sin embargo, no se siente impulsado por la necesidad de curar sino por algo más fuerte: hacer soportable la vida. Hacer lo posible para que el otro se sienta y quiera estar vivo.
No se trata de querer el bien de nadie, no es el bien, sino confiar en lo que hay de vivo en cada uno. Finalmente dice: “ no sé muy bien qué significa esto para mí. No me importa demasiado.” |