Breve historia de la filosofía 90
La filosofía del descarriado
Una mínima incursión de parte de un aficionado a la filosofía al pensamiento judío medieval nos deja perplejos. Es lo que decía Maimónides, quien escribió La guía de los perplejos en el siglo XII, con el objeto de orientar a los espíritus inquietos, despiertos, por las sendas del saber. Es posible que el gran sabio si volviera a la tierra en nuestros días, ante el espectáculo de tantos descarriados que no han encontrado respuestas ni quietud, se sienta decepcionado por la inocuidad del paso de novecientos años entre la publicación de su texto y nuestro actual desconcierto.
Se ha traducido el libro al castellano de modo diverso: Guía para los perplejos, Guía para los descarriados, o los indecisos.
Filosofía judía, ésa es la cuestión. Para guiarnos hacia las puertas de Maimónides elegimos un trabajo de Leo Strauss que se llama: “Cómo empezar a estudiar la Guía de los Perplejos”, escrito en 1963.
Esta ayuda para incursionar en el mundo del que pretende disipar la perplejidad, nos deja perplejos al cuadrado, es decir perplejos ante las incertidumbres de la vida terrena frente al misterio celestial, perplejos ante la lectura del texto del sabio medieval, y ahora, en, realidad, triplemente, gracias al texto de Strauss. Me corrijo entonces, perplejos al cubo.
El filósofo alemán nos dice que el texto medieval es una caja de muñecas rusas varias veces sellada y que debe leerse de acuerdo a un orden complejo y con reenvíos no menos arduos para descifrar la lectura que hace Maimónides de los textos sagrados.
Pero hay algo que ha llamado nuestra atención en lo que dice Strauss. Señala que toda la Guía está destinada a comprender el texto del Antiguo Testamento del profeta Ezequiel. Las secciones a interpretar son la 1 y la 10, referentes a la visión del Carro.
A pesar de la opinión de los eruditos que han editado La Nueva Biblia Española - una edición maravillosa por la calidad de su lengua y la seriedad de las fuentes y referencias históricas - que sostienen que el escrito de Ezequiel – o de la escuela discipular que escribe en su nombre – no tiene ni la belleza ni la concisión de los testimonios de Isaías y Jeremías, una lectura por parte de un lego nos asombra por la intensidad y la fuerza de sus imágenes.
Ezequiel es un alucinado. El Carro es una visión terrible por lo monstruosa. Se abren los cielos y cuatro seres vivientes con caras humanas, cuatro alas cada uno, pezuñas de novillo, juntados de dos en dos caminando de frente, caras partidas en rostros de hombre, león, toro y águila, brillantes como el fuego...esta descripción sólo es una esbozo de los ocupantes del Carro que a su vez merece un detalle no menos facetado. Sobre la cabeza de estos seres vivientes se yerguen plataformas, sobre la misma un zafiro gigante, y por encima....
Leo Strauss no nos aclara el significado de esta visión, ni lo intenta, supone que Maimónides debería hacerlo, pero a la vista de un lector normal el intento es imperceptible. Digo lector normal porque la numerología, la cabalística, la ciencia de los signos secretos y los miembros de las sectas herméticas, seguramente han traducido la visión profética en augurios de mala espina, o en mensajes que nutren la paranoia astrológica. Pero no hay que ser prejuicioso, basta con la humildad de no entender, es decir, de mantenerse perplejos.
Strauss dice que la Guía es un libro judío para judíos. Confirmo al lector mi identidad judía, en este caso descarriada, que me destina a ser el lector elegido de un pueblo elegido. Por otro lado, Strauss recuerda la antigua premisa de que ser judío y ser filósofo era algo incompatible, con lo que nuestra confusión aumenta. Cuando los límites del pensar están determinados por lo que se llama el “biblismo”, en el que cada palabra debe someterse al tribunal de la Ley mosaica, la guía se convierte en lo que su misma palabra indica, un riel, y, para usar una figura algo vulgar, quien se desmadra, también se queda sin Padre, se convierte en un bastardo.
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Filosofía para desterrados
¿Qué es ser judío? Es no tener una tierra de pertenencia, ser miembro de un pueblo originado en un tiempo mítico, adorar a un Dios invisible, y seguir a la letra los mandamientos de un Libro Sagrado. La única identidad congregante es un Libro.
Este es el ser judío del los tiempos medievales, dejamos los agregados históricos y psicológicos de una identidad que se forja luego del Genocidio y de la creación del Estado nacional de Israel.
Los judíos luego de la destrucción del templo por Tito en el 70dc, comienzan su errancia y a depender de pueblos dominantes. Pero qué es creer en lo que no se ve, creer sin imagen? Los musulmanes también creían sin espejos, provenían de la voluntad iconoclasta, pero tierra les sobraba, la de Bagdad, pasando por Constantinopla y Marrakesh, hasta Córdoba, Granada y Sevilla.
No tener un cuerpo al que referirse, una divinidad hecha a nuestra semejanza, un proyección humana, no tener sustitutos del Innombrable, ni fetiches, ni estampas, sólo letras, hace a un pueblo de la escritura sin tierra.
Una de las primeras cosas en las que concentrará su atención Maimónides es la afirmación de la incorporeidad de Dios. Dios no “está”, es, y es lo que es. No hay Meca, el Tabernáculo es un santuario móvil, se desplaza como el alfabeto de una frase.
Ezequiel, el profeta, el de las visiones, cuenta: “Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un rollo. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito en el anverso y en el reverso....Abre la boca y come lo que te doy...”. Sí, Ezequiel se comió la biblia.
No hay nada para ver, nada hay afuera, Dios está en nuestras entrañas, el Dios de Abraham, quien le mandó sacrificar a la razón de su vida, a su hijo, no se presentó en cuerpo, era Voz y mandamiento, sonido y grafo.
“Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel”. ¿Pero qué somos frente a Él? Dice la Biblia que los hombres hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. `Selem” en hebreo es imagen, pero no es apariencia, es esencia. La esencia que nos semeja es lo que los árabes han llamado Intelecto. Cuando en el Génesis se nos dice que el Señor prohibe comer el fruto del árbol del bien y del mal, ése árbol, dice Maimónides, es el de la opinión, el de los vicios y de las virtudes, pero no el del Intelecto.
Aristóteles tiene razón cuando dice que los cuerpos celestes tiene vida e inteligencia, y que merecen más que el hombre ser imágenes de Dios. Pero no es el cuerpo en cuanto tal, sino la Forma, la esencia. La corporización es para el vulgo. Hay dos modos de acercarse a la Ley, una para los entendidos, la otra para la gente común. Los entendidos son los que están descarriados, son ellos los que se necesitan para traducir y guiar al pueblo. Maimónides pretende guiar a los guiadores.
Dice: “ Preferí dirigirme al inteligente solitario, despreciando el anatema de la multitud, me ha parecido mejor sacar a ese hombre inteligente de su turbación y esclarecerle la causa de su perplejidad de modo que pueda alcanzar la perfección y paz de su alma”.
La Ley no se demuestra, ni se la vive con la fe. Las visiones de la Ley se basan en `percepciones especulativas´, las que corresponden a las palabras que nos han legado los Profetas.
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La vida interior
Maimónides lleva a cabo un trabajo lexicográfico. El significado de las palabras debe develarse ya que están encubiertas por una mala lectura. La primera idolatría es la de la letra mal comprendida. Si Dios escribió la Torá no debería haber malentendidos, pero la palabra profética y la voz mítica de los inicios habla a imagen y semejanza de la lengua humana.
Por eso es fundamental depurar el sentido, porque una misma palabra no tiene un mismo valor cuando se aplica a Dios que atribuída al hombre.
Dice Maimónides: “no hay nada en común, en ningún sentido, entre los atributos que se predican de Dios y los que se refieren a nosotros”. Hay sólo afinidad de palabras. Descubrir el sentido oculto de la lengua es descubrir el misterio de la Creación. En esta misma época aparece la Cábala, el instrumento que opera con los signos divinos y le da al hombre la llave del misterio.
En el orden del razonamiento hay que ser tan cauto como en el de la lengua. Nunca sabremos qué es Dios, pero podemos acercarnos a su esencia eliminando aquello que no es. Dice Maimónides: “sólo los negativos son los verdaderos atributos de Dios. Los atributos positivos encierran el error del politeísmo”.
Afirmar que Dios existe es declarar la imposibilidad de su no existencia. Prosigue: “Cada vez que de manera probada se establece la necesidad de excluir algo con referencia a Dios, tu conocimiento de Él se perfecciona. En cambio, cada vez que afirmas una nueva característica positiva, te lanzas en pos de tu imaginación y te alejas del verdadero conocimiento de Dios”.
En la misma época, otro pensador – no sabemos como llamarlo, teólogo, filósofo, comentarista bíblico – Bejaye Ibn Pakuda escribe el libro Doctrina de los deberes de los corazones. Bejaye nos remite a un problema crucial para la religión judía.
Es una necesidad para un pueblo sin tierra regirse por un poder que al no ejercerse en un territorio tenga una autoridad Real. Los hebreos nómades inventaron la Palabra circulante y el Dios invisible. Una vez que llegaron a su esperado destino construyeron el Templo, pero fue destruído. Volvieron a su antiguo errar, a su estar de tránsito y a soldarse bajo un imperio legislativo, es decir un orden sostenido por la Ley y la palabra. Y la palabra es minuciosa, práctica, canónica y jurídica. Pero creer por obediencia no es suficiente. Bejaye nos dice que en la religión judía así como hay deberes prácticos también hay deberes por amor.
Por ejemplo, entre los deberes prácticos hay seiscientos trece deberes relativos al cuidado del cuerpo. Hay cientos de deberes ordenados por ritos, periodizados en festividades, efemérides, recordatorios, que mantienen unido al pueblo, refuerzan su identidad – mejor dicho, luchan sin tregua contra el olvido de la misma -, fortalecen el alma, dan vigor y coraje a los perseguidos y oprimidos que recuperan la dignidad subrayando su pertenencia, pero no por eso cubren las necesidades y la realidad del creyente.
Hay deberes del corazón, no tienen número, no tiene escansión ni ritmo ni compás, son continuos, sin embargo, deben nombrarse y estudiarse. En la misma Torá hay una ciencia de la religión interior. Son deberes positivos del corazón creer que un Creador creó el mundo de la nada; profesar su Unidad y proclamar que no es comparable a ningún otro ser; adorarlo con nuestros corazones; meditar sobre las maravillas de su creación; humillarnos delante de Él; temerlo; vigilar cada uno de nuestros pensamientos y someternos al Señor en obediencia visible y en sumisión interior.
Hay que cumplir la Ley con amor. Vale más el cumplimiento de un mandato con fe y entrega que todos los restantes sin verdadera devoción.
Una vida obediente no es aún una vida pura. Dice Isaías citado por Bejaye: “Desdicha a aquellos que esclavos del vino, del tamboril y de las flautas en sus banquetes, no contemplan la obra del Señor”.
El libro está dividido en capítulos llamados `Pórticos ´. El octavo Pórtico se llama Examen de Consciencia. Dice que hay treinta métodos para practicarlo. Llama la atención entre todas las citas bíblicas a las que remite, una que nos envía nuevamente al profeta Ezequiel, en este caso es la Parábola del Niño abandonado, en medio de su propia sangre. Es la sección 16 versículo 6, ahí nos dirigimos para comprobar que no es un niño sino una niña. Dice el arrebatado Ezequiel, mejor dicho, pone en boca de Dios el siguiente arrebato:
“Pasando yo a tu lado te vi chapoteando en tu propia sangre (...) Creciste y te hiciste moza...tus senos se afirmaron y el vello te brotó, pero estabas desnuda y en cueros. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre tí mi manto para cubrir tu desnudez; te comprometí con juramento, hice alianza contigo y fuiste mía”.
Pero el resultado fue el siguiente:
“Fornicaste con los egipcios, tus vecinos, de grandes miembros, y a fuerza de prostituirte me encolerizaste...Fornicaste con los asirios sin saciarte, volvías a fornicar con ellos y todavía no te saciabas. Sin cesar fornicaste en Caldea....cuando hacía todo eso, lo que hace una ramera empedernida..., hembra adúltera!...prostituta...te aplicaré las penas de las adúlteras y de las homicidas descargando sobre tí mi furor y mi rabia...”
El Señor la maldice, a ella, a Jerusalem.
La Fe deriva de la Tradición y tiene el auxilio de la Razón, Bejaye le agrega la Ciencia Interior, la del Corazón, y en el examen de consciencia que nos impone aparece el alucinado del desierto que nos comunica la voz tronante de la maldición ante la tentación de la lujuria. Mujer.
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La Suma Cristalina de Santo Tomás
Llegué a esta lectura de la Suma contra los gentiles por una frase aislada de Paul Veyne que se sentía impresionado por el texto. Me llamó la atención esta acotación de parte de un erudito del que se desconoce afición medieval alguna.
El texto del doctor Angélico – como se lo llama a Santo Tomás de Aquino – tiene la precisión de un miniaturista, arte medieval por lo demás. Recuerda a Kant por la modestia con la que acomete su labor. No deja nada sin explicar, no se saltea ninguna dificultad, tiene una entrega pedagógica que privilegia por encima de otras habilidades, y una confianza en la fuerza argumentativa y su poder de convicción que permite que la fe no sólo sea fe en Dios sino en la Razón.
Contra los gentiles quiere decir contra los mahometanos, ya que es a partir de ellos que el debate religioso y las justificaciones filosófícas de una nueva teología llegan a Occidente. Es también por ellos que Aristóteles se convierte en el referente indiscutible de la escolástica y la fuente una y mil veces citada en el despliegue demostrativo. Tomás lo llama El Filósofo, sin más agregados.
Pero también esta lucha teológica tiene como enemigos a los herejes, en especial a las diversas sectas maniqueas, que interpretan el cristianismo a partir de restos gnósticos. No dejamos de lado que el dominico Tomás intenta salvar – contra agustinianos y neoplatónicos - la posibilidad del conocimiento racional de Dios, que aún aceptando sus límites, ofrece al hombre una posibilidad de acercarse a la perfección sin renunciar a los bienes de este mundo.
Todos estos adversarios le exigen la construcción de un edificio sólido, una base segura que permita el ascenso a lo celestial aún sabiendo que frente a los primeros principios el hombre ve la Luz con ojos de lechuza o de murciélago, como recuerda Tomás que sostiene Aristóteles en su Metafísica.
El conocimiento del hombre se basa en los sentidos. Nada se puede conocer sin esta entrada al mundo del conocimiento. Por eso no es posible fundirse en la luz de Dios. El cuerpo no es una prisión sino un peldaño. Sin embargo no podemos tirar la escalera mientras subimos. Es nuestro apoyo, gracias al mismo ascendemos y nos perfeccionamos. Por eso podemos ser más felices ya que la felicidad se nos depara por estar más cerca de la bondad divina.
Es bueno querer saber, también lo es estudiar el legado de la sabiduría. En los textos de El Filósofo encontramos un armazón y una herramienta útil para guiarnos en la contemplación de la Obra del Autor y Creador del universo. Aristóteles comprendió la factura del mundo aún sin tener conocimiento de la Buena Nueva, sin saber que el uso de la razón que con excelencia practicaba, derivaba de una gracia del señor.
Por eso llamó Motor al Autor al iniciador del ser, por eso sostuvo que el Motor Inmóvil movía el mundo de acuerdo a un mecanismo concatenado de esferas de la más perfecta a la más imperfecta. Afirmó que este movimiento es perpetuo y cíclico y que los seres estaban jerarquizados de acuerdo a su vecindad con el Motor fijo y eterno. Aristóteles decía que los cuerpos celestes tenían vida ya que vida es sinónimo de movimiento, a la vez que de forma.
Es lo que no se ve, la forma o la organización, el acto que determina el hacer de lo que espera ser movido, es el que da la vida. Por eso el mundo está divinizado, movido por el Inmóvil y separado, y espejo de su determinación.
Pero esta Sustancia fija y separada no es de este mundo, Tomás al hacer del Motor un Autor lo separa de la Obra. La creación es ex nihilo, viene de la nada, y la nada era el silencio de Dios.
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Los problemas del sabio
Tomás se enfrentaba con varios problemas y con más de un adversario. Proliferaban los despreciadores de la Creación quienes dejaban en manos de un Demiurgo primordial la tarea impura de haber creado este mundo. El otro, el verdadero Dios de los gnósticos, no es creador, no se le adjudica voluntad alguna de no querer estar solo ni de buscar compañía a su imagen y semejanza, es Contemplador e indiferente. Nada vale la pena en la tierra y toda mejora es ilusoria. Para estos neomaniqueísmos el desprecio de la matería era extrema y la conducta alentada era no sólo permisiva sino transgresora. El suicidio era un gesto coherente con la voluntad de nadificación material, y el amor libre y no conyugal una protesta contra la mentira papal de querer bendecir la carne y la cópula.
Dignificar este mundo y esta vida pero con la mirada puesta en el cielo era la voluntad gótica del Angélico. Filtros vitriolados para que atraviese la luz, piedras grises, los representantes del diablo con sus rostros aullantes y salamandras monstruosas, quimeras, caras bufonescas que acechan en las penumbras, ojivas reticuladas, arcos y arbotantes que sostienen las agujas, la voz coral que sube, un mundo que todo lo incluye en su dirección hacia lo alto.
El creador de la iconología, el historiador del arte Erwin Panofski fue quien pensó el sistema de homologías entre imagen y palabra, entre arquitectura gótica y suma teológica en un mismo dispositivo de trasparencia y luminosidad.
Tomás dice que la tarea del sabio es crear un orden. La arquitectura es para él un arte rector. Un sabio es quien ordena de acuerdo a un conocimiento del fin de las cosas. El estudio es necesario ya que la disposición de las cosas en la verdad es la misma que en el ser. Entre ambos hay una relación de amor que se traduce en un sistema de semejanzas que el lenguaje del sabio debe desentrañar.
El orden divino no se puede conocer por intuición ni por un acceso inmediato. Los efectos no se igualan a las causas. La causa excede al efecto, no cesa con su manifestación y este sobrante óntico es inaccesible aunque aproximable.
La aproximación se puede realizar por la construcción de un lenguaje analógico adecuado. Se llama “eminencia” al reconocimiento de este exceso de la causa respecto de sus efectos. El excedente causal se encuentra en los efectos de alguna manera pero lo hace según otro modo y de acuerdo a otra naturaleza, esto determina que a la causa se la denomine “equívoca”.
Tomas lo ilustra con pequeños ejemplos como el de que el calor generado por el sol no equivale a la virtud activa del sol. La palabra “calor” es equívoca y se aplica mal cuando se lo hace de un mismo modo a una sustancia y a su accidente.
Por eso nada puede decirse “inequívocamente” de Dios y de las otras cosas, sólo podemos acercarnos a la esencia por analogía de predicados. No hay nada que pueda superar la dificultad impuesta por los límites del lenguaje. Dice Tomás: “Algunos de los nombres predichos ( los referidos a la perfección divina) importan perfección sin defecto, en cuanto a aquello que se quería significar al imponer el nombre; más en cuanto al modo de significar, todo nombre es con defecto”.
Refuta la prueba de la existencia de Dios de Anselmo. Afirma que no es forzoso que el conocimiento de la significación del concepto de Dios sea una manifestación de su existencia. No hay un paso necesario entre el orden conceptual y el orden de lo real. De la ratio a la essentia. Un predicado puede pertenecer a la esencia del sujeto y serle atribuído siempre, pero de ahí no se deduce que deba existir en la realidad.
El lenguaje es una galería de espejos. Muchas cosas se disfrazan con palabras y el malentendido es un puente comunicativo de tránsito pesado. Existen, agrega el Angélico, proposiciones condicionales con antecedentes imposibles, por ejemplo: “si un hombre vuela, es porque tiene alas”. Verdad cierta para una inexistencia confirmada, además de una deseo gótico.
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Dedicación exclusiva
No todo el mundo puede dedicarse a la filosofia. Se requieren condiciones externas e internas. Tomás habla de las causas que privan la búsqueda de la verdad. La primera es que no debe haber dificultades en la disposición de la complexión de la persona. No nos dice a qué se refiere, pero sabemos que uno de los personajes que aparece entre los escolásticos vedado a la sabiduría es el idiota o el insensato.
Tomás dice,por ejemplo, que ni el idiota ni el ángel llegan al conocimiento directo de los principios divinos, los dos grados extremos de la capacidad de acceso a la luz. Agrega al rústico, pero con los rústicos puede haber excepciones.
La otra imposibilidad que obstaculiza el acceso al saber tiene que ver con el tiempo terrestre, el otro tiempo, el metafísico, es un problema diferente relativo a la eternidad. El tiempo en el sentido ordinario es llamado por el Angélico “cosas de familia”. Señala que es preciso que haya entre los hombres algunos que se dediquen a la administración de los bienes temporales para que otros puedan gastar su tiempo en “el ocio de la inquisición contemplativa”.
El siguiente obstáculo es la pereza. La filosofía no nace de un arrebato ni brota de una disposición natural, es el resultado de años de fatiga ya que la vía regia hacia la sabiduría tiene múltiples paradas en un trayecto sin fin. Las mediaciones son intrincadas y la paciencia es necesaria. La oscuridad del claustro, la soledad de la lectura y el silencio ininterrumpido, no son ambientes favorables para espíritus distraídos y excitables.
Además, el hombre dedicado a la filosofía no siempre tiene el premio que su esfuerzo merecería. El arcano de la justicia divina está sellado y la combinación que lo abre es un secreto para siempre guardado. El conocimiento natural requiere la dedicación del erudito, pero el mundo del Señor lo excede. Existen los fenómenos sobrenaturales como la curación milagrosa de las enfermedades, la resurrección de los muertos, la inmutabilidad maravillosa de las esferas celestes, y, lo que es más admirable aún – añade Tomás – el hecho de que la gente sencilla e ignorante plena del don del espiritu santo, consiga al instante la máxima sabiduría y elocuencia.
La gracia de Dios es inextricable. Así como en un rústico nace por decreto misterioso la visión beatífica, el filósofo asciende paso a paso por el difícil camino de las razones demostrativas para depurarlas de las probables y de las sofísticas, alentado, es cierto, por el hecho de que se dirige hacia una verdad al que lo conduce el deseo de reencontrarse con lo conocido.
El sabio es quien ha asumido la responsabilidad de concretar por su propio esfuerzo el mandato providencial de llegar al fin último y al bien más alto. El premio reside en que a cada paso que da en este camino de nobleza, perfeccionará su alma, mejor se sentirá, más feliz será.
El razonamiento filosófico consiste en llegar a la verdad razonando a través de la semejanzas que se hallan en los efectos y mediante el método de la remoción o privación sobre diferencias negativas que permiten llegar a la definición de lo propio.
Trasvasar el nivel de la materia que es el de la extensión, el del número, el del “cuánto” dice Tomás, revertir el camino al `no ser´ que es el de la corrupción al de `el ser´ que es la generación, llegar por la división a la simplicidad que distingue a la esencia de la sustancia divina, es una apuesta de fe en el saber. No es sólo fe en Dios sino fe en la sabiduría. Con Averroes como con Tomás, la fe en lo que ofrece el conocimiento es lo que sostiene la vida de las bibliotecas. El contexto lo requiere ya que son tiempos de batallas ideológicas que exigen de los contendientes que se armen para la disputa teológica. La verdad y el espacio erudito que Tomás necesita diagramar para demostrar que Dios está “sobre” su creación, contra los que dicen que está “en” ella, o “fuera” de ella, para sostener que Dios no resulta de una abstracción de lo que es común en todos los seres sino una realidad eminente previo a los mismos, le impone la tarea de la precisión en el enunciado de la predicación analógica.
Partir de la criaturas para llegar a Dios no sólo demanda una labor sino una decisión. Si nada que se dijera de Dios pudiera escapar de los enunciados “equívocos” que señalan el fracaso de cualquier comparación entre órdenes del ser, no valdría la pena llegar a argumentación alguna. De Dios nada se podría decir, ni siquiera que existe. Tomás dice que hay Algo Único, y todo debe dirimirse y compararse respecto de Él. Es optimista, cómo no ha de serlo si las últimas frases de su tratado – tan cuidadosamente editado en castellano por Ismael Quiles - demuestran que Dios es feliz.
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