1 - La prisión conyugal
Parte 1 - La prisión conyugal
Es emocionante escribir sobre Kierkegaard. No es como otros filósofos. En realidad no hay un filósofo que sea parecido a otro. Pero hubo pocos que se expusieron personalmente en sus escritos como él lo ha hecho. Situación extraña ya que casi siempre escribió con pseudónimos. Debe ser una costumbre rara pero de todos modos no exclusiva del filósofo danés el carácter intimista a la vez que disimulado de sus libros. Lo hace a la manera de Nietzsche que dice Ecce Homo!, y señala para otro lado.
Sin embargo, hay que reconocer que Kierkegaard no es sólo un escritor emotivo, en realidad su pensamiento llega con frecuencia a un grado de abstracción digna de los grandes escolásticos. Hasta tal punto de complejidad lleva sus elaboraciones teorizantes que el lector se pierde con facilidad. Es que Sören da tantas vueltas alrededor de sí mismo que nos deja a nosotros también mareados y en el mismo lugar.
Lo emotivo en Kierkegaard no radica en que pone sentimiento en su prosa, su juego de acercamiento y distancia impide los apegos – recordemos que es un seductor – tampoco se debe a una alta dosis de intensidad melodramática. Tiene buen gusto, y al estar hecho a la medida del personaje del dandy, de moda en aquellos tiempos, se cuida de no ser vulgar.
Abstracción e intensidad no se contraponen en Kierkegaard, así lo resumía TheodorAdorno:
“ ella ( la espiritualidad absoluta) no es el ser, cuyo sentido habría que esclarecer ontológicamente, sino una función que involucra un sentido. En cuanto tal se llama, no por azar, con un nombre que recuerda el carácter dionisíaco de la naturaleza: pasión”.
Pero esta pasión es concreta. El impacto emocional proviene de su desesperada necesidad de expresarse y de buscar sin tregua la forma adecuada para su manifestación escrita.
Kierkegaard es un escritor, a pesar de ser una vocación que declara extraña, inconfesa, comprometida con el mal, hija de la vanidad pecaminosa de un hombre tentado por la fama.
Georges Bataille escribió un ensayo llamado La literatura y el mal, los ejemplos del entramado instalado por el autor entre inocencia y culpabilidad de quien escribe, de Emily Brontë a Baudelaire, Jean Genet y Sade, bien podría haber agregado a Kierkegaard, culpable por vocación literaria.
La categoría de filósofo no le cuadra, la rechaza, jamás se le ocurriría pertenecer a la galería de los especuladores del concepto. Pero se hace filósofo.
No es un poeta, por el contrario, el poeta es su interlocutor negativo, representa la voz del esteta, del diletante impotente adicto al brillo formal. pero se hace poeta.
No es un místico, para Kierkegaard la racionalidad es indispensable ya que pone en funcionamiento el entusiasmo diurno, la insaciabilidad del hombre disconforme, del buscador de la verdad. Sin embargo, su revuelta incesante persigue la unidad y desea la fusión.
No es un pastor religioso, los credos no son más que protocolos de un ceremonial nefasto, el más sombrío de todos, porque se enmascara con la divinidad. Pero el sermón atraviesa sus escritos, el púlpito le sirve para declamar, y el más allá de Dios es su emblema.
Ni filósofo, ni poeta, ni pastor, pero sí actor. Hay algo de un actor en Sören Kierkegaard. Su postura autoral es, en realidad, actoral. La pseudonimia es parte de esta vocación. Su afición por travestirse, por cambiar de tono, multiplicar las formas, el estilo de interlocución y monólogo característicos de un show unipersonal, su modo de interpelar al lector como si fuera un espectador de teatro, muestran a un comediante. Todas estas son formas de quien está dotado para la representación dramática y la escritura escénica.
En esta vocación, en este insistente llamado teatral, hay dos notas salientes. Una es la conciencia del juego. La otra es la conciencia de la falta de autenticidad en toda actuación. No son dos fases de la misma conciencia, no se unen por el filo de una moneda, ni son las dos caras de una única pieza, están separadas y pueden alternarse sin una bisagra que las ensamble.
El juego es la matriz de la actuación. La conciencia de lo que se hace es plena. Nada es espontáneo en su desarrollo, sin embargo, la imprevisibilidad define el hecho de jugar. No hay juego con un resultado programado y con los gestos automatizados. El juego deja de serlo cuando lo absorbe la técnica y la norma lo determina.
El juego tiene reglas pero deja un lugar a la inventiva y al talento sin los cuales el jugador se convierte en una marioneta. De ahí que haya placer en jugar y que se diferencie de lo que es trabajar. La intriga, la acechanza, el disimulo, la apropiación del tiempo, la necesidad de un adversario, el desafío en controlarlo y vencerlo, estas peripecias lúdicas son parte de lo que Kierkegaard llama “seducción”. Son conocidos sus textos “ Diario de un seductor” y “ Cartas de un noviazgo”.
Entre las figuras literarias y sociales por las que transita la pluma de Kierkegaard nos encontramos con ésta, la del “novio”. Ser novio y comprometerse con una sola y única mujer.
Además tiene especial interés por las formas de la seducción y la figura del Seductor. Los personajes de Don Juan y Fausto, son parte de su galería de personajes filosóficos. Plantean problemas existenciales. Acabamos de transcribir la palabra santuario de la filosofía kiekegaardiana, por la cual ocupa un lugar en el panteón de la filosofía contemporánea: existencia. Pero no nos detendremos aquí, por ahora seguimos nuestra ruta.
A muchos podrá interesarles la versión que ofrece Sören de la conquista amorosa. No podemos culparlo por ser algo antigua. El seductor como cazador y la niña como su presa. De todos modos destacaría lo siguiente. Hay quienes se sienten a gusto con los procedimientos estratégicos en el rubro del amor. La frialdad planificadora, la trampa ideada para que caiga el pichoncito, le da al gavilán la sensación de poder. En la seducción activa se expone de un modo claro y distinto el modo en que el amor y el poder pueden conjugarse juntos.
Seducción activa, ya que resulta del pensamiento de uno de los protagonistas con un objetivo y un deseo explícito, y no de la seducción como forma mágica del encanto amoroso. Hoy diríamos que la seducción activa es una avanzada erótica de acuerdo a una estrategia de mercado.
En los tiempos de Kierkegaard la conversación “ interesante” y el ser interesante, eran productos codiciados siempre que esuvieran ayudados por un linaje respetable. Regina, la presa de Sören, no es aún Emma Bovary. Sören era un señor de buena familia, un heredero burgués con las costas pagas y la prestancia de un joven caballero a la moda de Copenhagen.
La idea del Seductor es la de dominar a su presa con el menor uso posible de tácticas amorosas. El verdadero triunfo lo tiene quien no le demuestra afecto alguno a su elegida, ni siquiera le pronuncia palabras de cortejante. Debe armar situaciones que permanentemente atraigan la atención de la doncella, que la desconcierten, que la hagan cautiva de un misterio, que la lleven por el laberinto del deseo indomable. Así, de a poco, gradual pero inexorablemente, sin recurrir al sentimiento, con una calculada frialdad se hace dueño de su porvenir.
Escribe: “ Por medio de sus finísimas facultades intelectuales, sabía inducir de forma maravillosa a una muchacha a la tentación, ligarla a su persona incluso sin tomarla, sin desear siquiera poseerla, en el más estricto sentido de la palabra.
Imagino perfectamente cómo sabía conducir a una muchacha hasta sentirse seguro de que ella iba a sacrificarlo todo por él. Y cuando lo había conseguido, cortaba de plano”.
Cordelia es el nombre de la presa, invocación de la leal y devota hija del Rey Lear. Él se llama Johannes, autor ficticio de este Diario de un seductor, que un caballero anónimo encuentra casualmente. Juego de espejos, autoría disipada en los reenvíos especulares. Un seductor no siente nada en su corazón, lo tiene congelado. Sus válvulas se abren y cierran de acuerdo a un ritmo cerebral. Nada lo altera. Es un estoico perverso. Sabe que su libertad depende de su poder sobre sí mismo y del dominio de las circunstancias en las que se desenvuelve. Necesita dominar para ser. Se siente vivir cuando acecha. Le gusta esconderse y espiar. Es un voyeur, un fóbico, un histérico, puede tener todos los atributos que se nos pueda ocurrir de acuerdo a los historiales clínicos y a las elaboraciones teóricas del doctor Freud. Pero no ensanchan el horizonte de nuestra comprensión. El mundo de los sentimientos es un guisado, hay de todo y las formaciones psíquicas pueden osificarse pero en identidades fuera de especie.
Dice Johannes que le gustaría entrar como un sirviente en una casa en la que hay señoras jóvenes. Son fantasías cortesanas. Los salones de las relaciones peligrosas. En el mundo del cine Gerard Philippe y John Malkovich mostraron el arte del embaucador de alcobas. Pero en Kiekergaard hay un resistencia al acto sexual. No se consuma el deseo. El dispositivo de humillación puesto en juego en la seducción no incluye el coito. Es un erotismo sublimado y contenido. Hay que irse con el deseo a otra parte. El premio no es el goce sexual sino el goce de la libertad, el poder no querer. El goce de la abstención.
Más allá del placer vulgar hay otro refinado. El seductor dice pertenecer a la escuela de Cuvier, tiene mirada de botanista, mira los piececitos de Cordelia con curiosidad científica. Todo en él es mirada de detalles morfológicos, por lo general en diminutivo: carita, manitas, piececitos, deditos, extremidades, languideces, palideces, nunca un buen trasero, jamás una seno gordo y blanco. Estamos en Copenhagen, hace frío, la gente abrigada va a la ópera y la gente decente camina por una vereda y la voluptuosas actrices de Boulevard por la otra. Lo suculento es ordinario.
Estoico perverso en lucha contra dos maldiciones de la Babilonia ilustrada: el aburrimiento y el azar. “Maldito azar! Tú, mi único amigo íntimo, único ser que creía digno de confianza, de mi alianza y de mi enemistad, siempre inestable y siempre igual a sí mismo, siempre incomprensible, eterno enigma!”
El spleen, el hastío de la gran ciudad, la desesperación del dandy. Pero hay algo más en esta entrega de Kierkegaard que un cuadro de costumbres y una escena epocal. Si nada nos interpelara la mera fuerza del texto no superaría los encantos del exotismo.
Enamorarse es una cosa y saberse enamorado es otra. La reflexión anula la intensidad emotiva. Kierkegaard es un filósofo para quien el modelo de la crítica kantiana, el de la reflexión analítica, así como el de la especulación dialéctica, son obstáculos que impiden el acceso a la verdad. El volver sobre sí con el pensamiento nos aleja de la realidad del objeto y adormece la verdad del sujeto. Partícipe del movimiento romántico, su pensamiento gira alrededor del ideal del conocimiento intuitivo y de la inmediatez del Absoluto.
No es con la reflexión ni con el entendimiento categorial con el que se accede a la plenitud de un saber que es ser a la vez, sino con la facultad de la imaginación reelaborada en una teoría estética y una nueva valoración del Arte. Y amar también es un arte.
La inevitabilidad de la escisión del que siente y sabe, la imposibilidad de mantenerse en la completud de la pasión amorosa, la maldición de la razón que todo lo separa y objetiviza, no le deja otra alternativa al seductor que hacer del desdoblamiento de la consciencia amorosa, un arte amatorio. Extremar la doblez y fijarla en un canon.
“ Cuando una muchacha, no despierta en nosotros desde la primera mirada una impresión tan viva que cree una imagen ideal de sí misma, generalmente no es digna de que nos tomemos el trabajo de buscarla en la realidad ”.
De un cuerpo se proyecta otro cuerpo, los orientalistas dirían un cuerpo astral o un aura, sólo que este espectro no queda en suspenso en el aire sino que penetra nuestra mente y se convierte en nuestro propio fantasma, nos posee, hemos hecho de la sensación una imagen poderosa. Un ideal. Hay algo más grande que nosotros. El amor romántico ha marcado nuestra sensibilidad. La amada o el amado debe ser un espejismo. Nos gusta ser engañados. Creemos en la trampa. Queremos soñar. No nos asusta el universo mágico. Nadie se enamora de un ADN pero sí de una foto. El cuerpo del otro es un molde que segrega nuestra fantasía y modela nuestra percepción.
Carlos Correas en su prólogo a las Cartas del noviazgo dice que el lenguaje de la seducción es mítico. Su sentido es hechizo. Escribe: “ Regina es lo que le pasa a Kierkegaard; un nuevo objeto como retrato mítico, cuyo correspondiente “saber” pertenece al registro de la contemplación estética y de la verdad de la existencia como interioridad”.
Una de las formas en que se manifiesta el ideal es la repetición, concepto casi inasible e intraducible de Kierkegaard. Repetir no es reproducir un hecho pasado sino proyectar el actual a un futuro. Rememorar para adelante. El futuro anterior: yo habré amado.
Gracias a la repetición, la actualidad amatoria se tiñe de melancolía. Pero no se evoca aquello que no fue, rasgo propio de la melancolía que la distingue del mero extrañar.
Con un breve paréntesis, proponemos la siguiente ecuación: la angustia es al miedo lo que la melancolía es a la nostalgia. Mientras se teme algo y se extraña lo que ya no es, en la angustia se tiene miedo de nada y en la melancolía se extraña lo que ya no será.
Gracias a la repetición, el presente se rodea de un contorno poético que nos permite sublimar el cuerpo carnal y hacerlo espíritu con el ideal del amor. No hay como extrañar a quien sigue presente ahí y llena los ojos de hoy.
Se sale del hechizo y de la prisión mítica evitando el enamoramiento. Es decir, convirtiéndose en un seductor. Pero no todo es engaño y trampa. El seductor le dice a su muchacha que él la hará mujer, le mostrará lo que puede llegar a sentir, la dominará desde un saber secreto que la transfigurará. La muchacha no sabe lo que es capaz de hacer. Desconoce su “potencial”. Ella se entregará al maestro. La figura del seductor romántico es diabólica. La poseerá con su inteligencia. La dirigirá como un director de escena y barrerá con los escrúpulos y los miedos de su frágil inocencia. Su mayor triunfo es que la doncella confíe totalmente en él, y que se le entregue sin condiciones.
Su materia prima es el pudor femenino, su trabajo es convertirlo en desenfreno pasional y se corona la tarea con el abandono y la aflicción de la seducida. Pero la gloria es poder asegurarse la posteridad, que la muchacha no deje de adorarlo y que el seductor viva en su recuerdo. Es la venganza del zángano.
Dos figuras románticas se alternan en el amor de aquellos tiempos, el enamorado torpe, sufriente, dolorido, que padece un amor desdichado y se suicida, un Werther. El otro es un Fausto o un Don Juan, los conquistadores de Elvira de la ópera Don Juan de Mozart, y Margarita de El Fausto de Goethe.
Don Juan tuvo en sus brazos a 1003 mujeres, para una carrera con dedicación exclusiva a la fornicación no debería figurar en el Guinnes Record. Elvira es presa de la ambigüedad, odia a Don Juan, le exige pruebas de amor, la domina la indecisión pero no puede desprenderse del hechizo. Kierkegaard en sus estudios estéticos, la llama “la amiga de la pena”. El filósofo dice que la domina “ la paradoja”.
“Me ama no me ama”, dice por otro lado la dulce Margarita invocando al Fausto, al seductor de una sola doncella. Fausto es un hombre problemático. La insaciabilidad de Don Juan no es su característica anímica. No es un adicto. Lo atormenta la densidad asfixiante de la vida. Todo le parece ua segunda versión. Vive un mundo de duplicaciones. La comedia social le impide siquiera sentir. La pompa pensante succiona su espíritu. Desea la inmediatez, el contacto directo. No es un animal, no es un ser con la automaticidad y los reflejos de los seres instintivos. Por el contrario segrega pensamientos excesivos. Es un escéptico. Demasiado humano.
No le alcanza con el placer de los sentidos, necesita la inmediatez del espíritu. Fausto no cree en nada, sólo con el contacto del “abrazo amoroso” se convence de su existencia. Descansa con la plenitud de la inocencia y de la ingenuidad de Margarita. Sólo ella está afuera de la duplicidad de las costumbres. Únicamente ella es capaz de evitarle el agotador ejercicio de la mordacidad. Le permite soñar con la alegría pura, caudalosa e impecable del alma femenina. Ella admira en él a un ser superior, un escéptico que en nada se parece, agrega Kierkegaard, a “esos batarates vanidosos que se dan importancia dudando de lo que los otros creen”
Pero la mujer de Kierkegaard es la conocida Regina, no es ni Cordelia, ni Valeria ni Margarita, sino una de las pocas que pueden estar asociadas al nombre de un filósofo. Puede ubicarse en el panteón junto a Jantipa y Heloísa. Es cierto que no dejó testimonio alguno, no escribe ni tiene la estatura intelectual de Heloísa quien fue la única que puede adjudicarse haber logrado vencer en un duelo argumentativo a su amante y maestro. Ni tiene el carácter de Jantipa que bien conocía las debilidades de su marido y quien es recordada por grabados ilustres con su palangana de agua sucia echándola sobre la cabeza de su terco y ocioso marido. Regina fue más astuta y convencional, en el sentido de haberse finalmente casado con un conocido de Kierkegaard, su preceptor, el señor Fritz Schlegel, y amoldarse a la pacífica vida matrimonial.
El señor Schlegel es nombrado en un alto puesto político en la Guyana danesa y Regina lo acompaña. Y así como Nietzsche pudo haber venido al Paraguay si aceptaba la invitación de su hermana, un apasionado Kierkegaard de haberse desesperado y arrepentido, podría haber recalado en el Caribe. Misterios de la contingencia y de la fortuna no permitieron que los dos filósofos más intensos de la contemporaneidad no disfrutaran de la gayuaba con ron y son caribeño y del borí borí con yerba mate en guaraní.
Kierkegaard conoce a Regina a los veinticuatro años cuando ella tenía diez menos. Se compromete formalmente con ella y el noviazgo dura tres años. Luego por un ataque de pánico – para usar terminología actualizada – decide, sin que nadie comprenda las razones, provocar la ruptura. Para prevenir un estado de desconsuelo terminal, decide facilitarle la tarea, tornándose en un ser desagradable e interpretando una serie de roles seleccionados entre las conductas que le resultaran más repulsivas a su ex novia. Cuando ella le pregunta si a pesar de romper el compromiso piensa casarse alguna vez, responde. “ me casaré de viejo con una señorita de sangre caliente que me excite”. Finalmente, Regina se resigna, se cansa, y se va con Fritz.
¿Por qué el filósofo decide no casarse con su amor? Por miedo. Se asusta. Cree que la vida doméstica va a matar su vocación de escritor. El ruido hogareño, los berrinches de cuna y las interferencias conyugales no las concilia con la vida del poeta. Es un romántico. Se entrega al Absoluto. La literatura pide todo. Tanto terror le da esta decisión finalmente basada en la vanidad que deberá revertirlo y justificarlo por motivos más puros. Era un gesto arriesgado y recriminable pero no tanto, quizás no sólo se sostenía por este amable y comprensible vicio narcisista, pero de todos modos no podía evitar percibirlo como un comportamiento acechado por el fantasma de la autocomplacencia y el deseo de gloria. La reconversión estará inspirada en la teología de la renuncia. Interpretará su acto como un sacrificio en pos de un ideal. Dirá que Dios exige lo máximo y las pruebas de una auténtica devoción.
A la manera de su antecesor Abelardo, pero sin la mutilación por aquel sufrida, decide no someterse al yugo marital.
Lo cierto es que luego de este escándalo social comentado por los círculos de la pequeña Copenhagen, Kierkegaard viaja a Berlín para escuchar las clases de Schelling y escribir la primera de una serie de obras que comienzan con su O Uno o lo Otro. Su energía pensante y amatoria fluirá en sus escritos hasta el final.
2 - El enojo de Hegel
Parte 2 - El enojo de Hegel
La tesis para obtener el diploma de Magister Artium se llama Sobre el concepto de ironía. Es larga, repetidas veces se vuelve tediosa, y otras concentra nuestra atención. No hay por qué pensar que los filósofos geniales son siempre geniales. A veces lo mejor de sí lo dan en cuentagotas y debemos descubrirlo en medio de rellenos eruditos y de referencias monótonas e interminables.
En el caso de las tesis académicas, el tesista está obligado a dar cuenta del estado de la cuestión del tema seleccionado y no puede omitir a los que lo antecedieron en las elaboraciones del problema.
El hecho de haber elegido la ironía como núcleo teórico de su trabajo muestra que el danés estaba bien al tanto de lo que se discutía en el ambiente filosófico de su tiempo en los últimos años del siglo XVIII y los primeros del siguiente. La filosofìa alemana había llenado todos los casilleros de la filosofía. El protagonista casi exclusivo del nuevo pensamiento era Hegel, monarca universitario y referencia obligada de todos los aspirantes a filósofos.
Desde los primeros años del siglo XIX hasta mediados del siglo, Hegel dirige las mentes ya fueran en su favor o en su contra. Neohegelianos, posthegelianos, antihegelianos, nada podía enunciarse sin mencionarlo. Una gloria en el firmamento hasta que a un músico como Wagner se le ocurrió difundir el pensamiento del oscuro Schopenhauer y al joven Marx abandonar a su país para estudiar economía política inglesa, desde la música y la economía, entonces, se intentó soltar amarras y navegar para otros rumbos del pensamiento.
Fueron cincuenta años de dominio, poco tiempo desde el punto de vista de un fenómeno histórico de larga duración, pero marca sostenida y vigorosa que resistió al embate del olvido.
Cuando domina un pensamiento en el océano cultural se tiene la tranquilidad que da un horizonte a los navegantes, un límite y un encuadre a su ruta. Hay una dirección. La dificultad reside en que la tierra al ser redonda, nos da un horizonte englobante que no fija posición. Todo es igual, infinito y sin salida.
¿Cómo salir de Hegel una vez que se ha entrado en él? Su peso e influjo parece mayor que el de otros filósofos que han hecho historia. Al menos es lo que dicen los que lo han padecido. Es frecuente que una vez que se entra a una filosofìa, como si se ingresara a un continente de superficie desmedida, el viajero lector se pierda y no pueda más volver a sí. La filosofìa con marca propia nos lleva de las narices, tal es la ambición hermenéutica de su discurso que nada quiere dejar sin explicar. Decirlo todo de todo es una tarea ciclópea que a la filosofìa clásica le resultaba necesaria para ser considerada rigurosa y sistemática.
Sin sistema no hay filosofía, afirmaban los idealistas alemanes, sin voluntad de sistema ni siquiera habría nacido la filosofía en Grecia, insiste Heidegger. Sistema no es cierre o clausura del pensar, sino proyecto de relacionar aquello que está disperso e impensado.
Hegel explicitó el sistema de relaciones de la cultura a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Encontró una llave para crear un diagrama comprensible que le evitara la mera enumeración de sucesos. Relacionar no es juntar ni amalgamar sino mostrar la necesidad que tienen las partes de evocarse las unas a las otras, de enlace y enhebración, de identificarse justamente como partes.
Hegel llama dialéctica a la necesidad de confrontación que tienen cada una de las fases de la historia humana, a su inacabamiento, al carácter abierto de sus ciclos y al engarce de cada sección con una nueva argolla de la cadena del determinismo universal.
Todo está abierto en el Todo por el trabajo de lo negativo. La totalidad es un proceso sin sujeto que permite el desplazamiento temporal progresivo, y simultáneamente, da inicio a una recuperación de la memoria histórica. Como decía Sartre - uno de los últimos hegelianos - ciento cincuenta años despúes, el método de la dialéctica es progresivo-regresivo.
Hegel regresa. Cada momento de la historia desarrolla hasta sus últimas posibilidades su energía histórica. Extrema su potencialidad hasta que desova su momento contrario que nace por la negación. Es cada uno de los “en sí” que se hace “para sí” en el momento siguiente. Para desovillar la madeja de la historia y encontrarle el sentido de totalidad traducido en el “ en sí-para sí” del conjunto, se debe estar en una posición de privilegio. La filosofìa especulativa recupera aquello que en la historia los hombres hacen pero no comprenden. Es el filósofo quien comprende porque integra lo dado en el tiempo en la globalidad del sistema. Está autorizado porque los límites de los tiempos se han ensanchado hasta su mayor ángulo de mira. Lo hace la filosofía y no la religión ni el arte, porque la Ciencia con mayúscula, es el saber que explicita el sistema completo de determinaciones.
La perspectiva hegeliana coincide con el advenimiento de la razón universal encarnada en el Estado mundial. Razón y Estado convergen en la figura mítica pero real de Napoleón Bonaparte. Luego del escándalo revelador de la venida de Jesucristo es el Corso quien cierra el sentido de la historia y corona el autoconocimiento del Absoluto.
Éste es el desvarío de la omnisapiencia hegeliana. Nace la filosofía especulativa, la que refleja la instancia de lo real. El discurso transparenta lo real: todo lo racional es real, todo lo real es racional.
Con una erudición impresionante, disponiendo de los recursos del saber de su tiempo, la Ciencia filosófica despliega las determinaciones del orden concreto del Absoluto. Lo absoluto es la Totalidad saturada de mediaciones. Nada queda afuera, todo tiene su lugar. Incluso Kierkegaard.
Pero hay algo que la filosofía hegeliana jamás podrá explicar, ya que no es un fenómeno inteligible, la revelación. Es un escándalo de la historia - descubrimiento que Kierkegaard repetirá en toda su obra - la venida de Cristo al mundo. Que Dios se haga hombre como nosotros lo somos, con nuestro cuerpo, con nuestros dolores y con la muerte que llevamos en nosotros, no tiene texto descifrable. Es esta venida al mundo que ha cambiado no sólo el sentido de la historia sino la de la existencia. Pero este misterio al que no accederemos directamente, hace necesario otro acceso para desligarse de las ataduras especulativas, necesita un maestro antes que un Salvador.
¿Por qué los griegos? ¿ Por qué los románticos? Estos dos interrogantes deben agregarse a la aparición y hegemonía de la filosofía hegeliana.
La filosofía griega había demostrado su poder creativo por haber sido la matriz de la antigüedad, y, a través del platonismo y del pensamiento aristotélico, ser la fuente de la elaboración del cristianismo agustiniano, de la escolástica medieval, de la filosofia árabe instalada en el Andalús, y del Renacimiento.
La revolución científica del siglo XVI produce una mutación de paradigmas, y la filosofía extrae las consecuencias de la ciencia galileana con el cartesianismo más Spinoza y Leibniz. La filosofía política produce su propia ruptura con el pensamiento político-moral clásico. Con Hobbes y Locke se construye el pensamiento político de la modernidad ( a pesar de esta ruptura, hay quienes subrayan la permanencia de la filosofía clásica en la base del pensamiento moderno como el historiador de las ciencias Alexandre Koyré, y su pertinencia filosófico-política como lo hace Leo Strauss).
Ya no es el saber el que guía la política sino la libertad, el derecho natural y el contrato social. No es una elite de sabios, ni un monarca divino, los que deben gobernar a los hombres, sino un Estado parlamentario que represente al “común”, a los hombres ordinarios. La filosofía política moderna no piensa el poder en términos de verdad sino de conveniencia.
Dice Hobbes: “ cualquier imbécil sabe en dónde le aprieta el zapato”, frase con lo que da inicio a los tiempos modernos.
De ahí la sorpresa del retorno griego luego de los tiempos de la Ilustración y de un acontecimiento decisivo como la revolución francesa.
Es el idealismo y el romanticismo alemanes los que vuelven a los griegos. Hay un movimiento reactivo frente al cosmopolitismo kantiano. La idea de ciudadano del mundo, de una asociación mundial de Estados, la integración de todas las particularidades de raza, religión y lengua, en la razón ilustrada, es la base de la idea de “civilización” del iluminismo. Una idea francesa retomada por Kant a partir del ideario revolucionario de los derechos del hombre.
La reacción romántica reinvindica la vigencia del suelo, del localismo, de las etnias, de las voces populares, el folklore, de lo que llamaron “ kultur”. Será la base de la nueva idea de “nación”, ya no solamente territorial sino cultural.
El mundo griego es la imagen ideal de una sociedad que a pesar de ser una fuente lumínica para la civilización cristiano- romana, era el fruto de una comunidad unida por fuertes lazos linguísticos, de una asociación política con protagonismo directo del pueblo, de un sentimiento comunitario y un espíritu localista.
La serenidad griega, su ideal de armonía y moderación, oculta la pasión dionisíaca, campesina, mágica, excesiva, volcánica. Los románticos descubren la otra cara de Grecia, la de la danza, el frenesí y la tragedia.
Con este retorno inesperado, los románticos inician un tipo de especulación que tiene un objeto teórico por excelencia: el arte. Ya no es la sabudiría de los grandes hombres del panteón filosófico los que inspiran los nuevos modos de pensamiento, sino la música, los mitos, la poesía. A través de estas expresiones tanto lo local como lo popular, solidifican la unión entre el genio y el pueblo, pero además, constituirán el punto de partida para dos conceptos que determinarán a la nueva filosofía del idealismo: subjetividad y absoluto.
Volver a los griegos sin dejar a Cristo, será la tarea del idealismo. Los románticos aportarán una nueva zona de reflexión: la poesía, el espíritu poético, la idea de que desde la literatura se puede pensar una nueva situación del hombre en el mundo, una conversión de sí, un nuevo arte de vivir. La literatura no es un género sino la culminación de lo que puede dar el arte, es el “Absoluto literario”, como lo definen en su estudio preliminar a los fragmentos escogidos del Athenaeum de Federico Schlegel, Jean Luc Nancy y Philippe Labarthe.
La tesis de filosofía de Kierkegaard se inscribe e interviene en este panorama filosófico. Está informado e interesado por el nuevo pliegue del pensamiento posrrevolucionario, no sólo por estar al tanto de modo directo con la filosofía de Hegel y de Schelling, y con la obra canónica de los hermanos Schlegel, sino por ser espectador de este debate trasladado a Dinamarca ( ver estudio de K. Brian Söderquist, “ Kierkegaard contribution to the Danish Discusion of `Irony´ ”, in Kierkegaard and his contemporaries, The culture of Golden Age Denmark, edited Jon Stewart )
El tema de la ironía es central en esta avanzada del romanticismo y del idealismo alemán. En Dinamarca nombres como los de Helberg, Sibbern, Tryde, Moller, que habían escrito específicamente textos sobre el tema, eran conocidos por Kierkegaard.
La ironía es un tema romántico. Se vincula al arte y a la subjetividad, pero su origen es moral, y su fundador es Sócrates. Que este mítico señor vuelva a ser un interlocutor de los filósofos de Hegel a Nietzsche, nos habla de su enormidad simbólica.
Sócrates inventa la moral porque su posición es la del individuo frente a las asociaciones parciales y el Estado. Corruptor de menores y hereje de los dioses, son la familia y las instituciones político-religiosas las que lo condenan al suicidio inducido. Es el primer suicidado de la sociedad, como se definió en nuestra era a su sucesor Antonin Artaud y a su epónimo Vicent van Gogh.
Su posición es subjetiva, habla en nombre de la libertad de pensamiento. Hegel lo condena por su arbitrariedad y por no respetar lo que llama el sostén de la “eticidad” del mundo griego. Aquel ideal de una comunidad por completo identificada con sus símbolos y sus instituciones. Sócrates es el ángel exterminador, el veneno de la Polis, quien introduce la insistente pregunta sobre la legitimidad del poder, y se arroga el derecho a la disidencia y la rebeldía.
Las palabras de Sócrates tienen una doble faz: conócete a tí mismo...sepárate de los otros!
La moral subjetiva para construirse necesita de un modo particular de interpelación. Educado en un ambiente sofístico, apadrinado por los grandes maestros de la retórica y la dialéctica, Sócrates sabe que la moral además de mostrarse con acciones debe declararse con palabras. No es la mayeútica lo que Kierkegaard rescata de la metodología del diálogo socrático sino la ironía. El “sólo sé que nada sé” no se explica únicamente para justificar la gratuidad de su enseñanza, nadie le paga a un maestro por lo que no sabe, sino por los efectos que produce en la subjetividad.
Sócrates maltrata y seduce a sus discípulos e interlocutores. Desbarata sus argumentos, muestra que sus convicciones se basan en razonamientos contradictorios, saca a la luz la impostura y la arrogancia de sus actitudes, los deja sin nada, y luego se va. Crea un vacío, ahueca el mundo en el que viven y los deja caer por el pozo del desconcierto. Por eso lo aman, los deja anhelantes, deseantes, insatisfechos. Los deja pensando, pero sin respuestas.
La posición irónica pone entre paréntesis el mundo, lo despoja de significado, es nihilista. Combate las certezas colectivas y reinvindica los derechos del individuo contestatario. Ante el espíritu de seriedad que decreta que lo verdadero es verdad y que lo falso es falsedad, mezcla las aguas, contamina el ambiente, y crea zonas de incredulidad.
Sócrates es cruel, porque es seductor, no se deja atrapar por las tentaciones de los jóvenes como Alcibíades que todo lo intentan para debilitarlo. El maestro es imperturbable, “está de vuelta”, como lo están las almas y los hombres que saben leerlas.
La eficacia del discurso socrático no se agota en las declamadas virtudes de una sabiduría de quien tiene el oficio de parir almas, ni de quien ha visto lo que nadie ve. Por el contrario, aquello que “ve” Sócrates es lo que está más cerca y más visible, como el “ hombre de la carta robada” de Poe y Lacan. El maestro de la ironía es terrestre, no hay tema ni problema ni objeto que le parezca menor. Kierkegaard subraya este rasgo socrático: “ Sócrates jamás consideró que un fenómeno fuese tan humilde como para no tomarse el trabajo de ascender, a partir de él, a la esfera misma del pensar”.
Ante el bullico y la avidez de los sofistas, la modestia del maestro. Frente al egoísmo y la vanidad de la declamación, el arte de la conversación. A diferencia de los explicitadores de ideas, él sólo las indica. El sistema es infinitamente elocuente, dirá Kierkegaard, la ironía infinitamente silenciosa.
Contra el Estado, el sistema y la especulación, la ironía succiona el contenido aparente y deja el vacío de la forma. El filósofo danés compara a Sócrates con Sansón por derrumbar los cimientos del saber. El ironista cautiva de manera irresistible con su encanto y seducción. Combina disimulación, misterio y comunicación telegráfica provocando dolor en el enamorado. Siente beneplácito en la destrucción.
Sócrates, dice Kierkegaard, paraliza con su mirada de reojo “ que al instante perforaba sus almas como una puñalada. Era como si Sócrates hubiera interceptado el diálogo íntimo de sus almas”. Una vez que la mirada del maestro capturaba las demás, una vez que un “ relámpago iluminaba por un segundo el universo de sus conciencias”, cuando el entorno giraba alrededor de ello con la aceleración de un instante, los dejaba.
Extraño pedagogo, fulmíneo, inasible, difícil de entender. La ironía cumple la función de vaciamiento. Marca una distancia con la certidumbre que nos orienta por el mundo. Perfora una brecha sin la cual es imposible pensar y permanecemos en lo ya sabido. Nos da una idea del funcionamiento del saber en el nivel subjetivo. El saber no se conforma con datos que almacenamos en una caja cerebral. El saber tiene connotaciones emotivas y afectivas. No nos interesamos por las cosas con naturalidad. Así como queremos saber también queremos olvidar, así como nos concentramos también nos distraemos.
Años más tarde, Nietzsche proseguirá con esta encuesta con la finalidad de mostrar que el deseo de verdad como el de saber no es esencial a la naturaleza del hombre, sino más bien a la condición animal, cerca de la voracidad, de la voluntad de manipular y destruir, de no soportar el enigma.
Ironizar es trazar un territorio que inmoviliza al sabio. Decreer de la autoridad que habla en nombre de lo que es y será. Son los derechos de la subjetividad los que aquí están en litigio.
Los románticos pensaban a la ironía como una de las manifestaciones en que el artista juega con los signos. El arte es juego, hay una vertiente lúdica que el espíritu dionisíaco conjugaba con el espíritu trágico. No hay composición de formas sin la alternancia de máscaras a la manera del dios Proteo.
El espíritu romántico mucho le debe a Kant. Fue a gracias a su interpretación del arte en la Crítica del Juicio que la imaginación es convertida en la facultad creadora por antonomasia. Es por ella que la razón se manifiesta en lo sensible, es por ella que lo sublime es plausible de ser representado en la producción artística. Fue por su pensamiento detallado y riguroso que el arte adquiere legitimidad filosófica.
El artista ironiza con la “necesidad objetiva” del mundo. Hace algo más que ponerlo en duda, ya que dudar se restringe a la fugacidad e inaprensibilidad del objeto frente al intento de conquista del sujeto. En la ironía es el sujeto quien quiere apartarse del objeto, consciente de que no tiene realidad alguna.
Es el reclamo de lo que en lenguaje hegeliano definen como la subjetividad negativa. Aquella iniciada por Sócrates, y que para el danés, continúa con la filosofía de Kant y de Fichte. Una subjetividad a la que hay que reconocerle su valor positivo porque nos aleja de todo lo relativo, hay un entusiasmo en el ironista, sólo que su entusiasmo no lleva a nada. Hay una dignidad de combate en la ironía que la diferencia con nitidez de las estrategias liberadoras y salvíficas de la sabiduría oriental. En esto también, en esta defensa del yo, Kierkegaard se acerca a Nietzsche, mejor dicho éste al primero aunque aparentemente no lo conociera.
Para Kierkegaard el misticismo oriental pregona la extinción del deseo y la anulación del yo en pos de un relajamiento de la fuerza muscular del alma y de la tensión que la constituye. Los orientalistas toman partido por el opio dulce y la quietud vegetativa. Nuestro filósofo está del lado de los griegos, la otra tradición, en la que reconoce una versión de la consciencia como locomoción, voluntad de obrar y como aspirante a un cielo elevado y abierto y no plano y opresivo. Dice: “ la consciencia no busca macerarse en líquidas determinaciones, sino endurecerse cada vez más (...) Por eso mientras el oriental quiere retroceder por detrás de la consciencia, el griego quiere avanzar en el proceso de la consciencia. Pero ese algo totalmente abstracto hacia el que tiende, es la nada”.
Sin embargo esta defensa de la ironía tiene corto alcance. Kierkegaard confiesa que en la ironía hay una negatividad limitada. La subjetividad finita torna vano y vacío el mundo mediante la ironía, pero se salva a sí misma. Entre la ambigüedad y la indiferencia, el sujeto irónico tiende a la frivolidad. La travesura de la ironía carece de la gravedad suficiente frente a las pretensiones del misticismo y de la filosofía especulativa.
Papá Hegel está enojado. La ironía helénica destruyó la eticidad sustancial, la sociedad integrada desde las familias hasta el Estado. En nombre de la individualidad orgullosa y de la moral soberana puso en marcha la negatividad infinita. La subjetividad debe ser castigada por abstracta e irreverente. La ironía no sujeta la consciencia a la comunidad unida, sino que la hace vacilar. Ha perturbado la unidad armónica de la bella individualidad. No ha extraído las consecuencias evidentes del juicio a Sócrates. No fue suficiente, a la manera de Platón, con luchar contra el particularismo sofista, por su uso espúreo de la razón en defensa de intereses sectoriales. La palabra socrática no hace más que inaugurar el universalismo de la subjetividad, con efectos disolventes.
El niño Sören se arrepiente, teme represalias, redecora su tesis de doctorado con un homenaje a la autoridad, aunque tiene un pedido de consideración, dice así: “ ...nunca podremos terminar de reconocer los grandes méritos de Hegel en la concepción del pasado histórico. Pero la realidad es también para el individuo una tarea que hay que realizar. Cabría pensar que en este aspecto, la ironía resulta beneficiosa.”
3 - Ser marido con plata
Parte 3 - Ser marido con plata
Sin embargo, hay más interesante que la ironía: Finalmente ésta si bien recupera los derechos de la subjetividad, no deja de ser amarga, un lamento y una desilusión ante un mundo que no ha correspondido a nuestra espera. El humor es más humano y menos soberbio, permite una reconcilación con la debilidad. El humor encierra un escepticismo más profundo que la ironía – dice con inteligencia JeanWahl - , no gira alrededor del hecho de ser finito, sino del hecho de ser culpable. Es la sonrisa que podemos tener luego de un desbarajuste que nos deja mal parados ante los otros y nosotros mismos.
Kierkegaard dice que en el cristianismo, ya sea por la compasión, o por la paradoja y el absurdo que define a la fe, la comprensión sonriente por la falta es posible. En lugar de hacernos irónicamente más grandes con el escarnio, nos hacemos más pequeños con el sentido del humor.
Incursionemos por otro ángulo en el camino que Kierkegaard debe emprender para desatar lo que no podrá ser liberado, nos referimos a la tensión entre la estética y la religión.
El libro Aut Aut o Enten-Eller, ha sido traducido por “ O lo Uno o lo Otro” o por “Alternativa” o por “ Ética y Estética en la formación de la personalidad”, vemos que ya desde los títulos las opciones se multiplican. Este es uno de los primeros escritos de Kierkegaard que tenía treinta años en 1843, firmado con el pseudónimo de Victor Eremita.
Con la palabra “estética” el filósofo danés está bien al tanto del idioma filosófico de su tiempo. El concepto pasa de ser una categoría de las facultades de la sensibilidad y la imaginación a ser una noción del pensamiento sobre el arte. Se desplaza de la filosofía crítica al romanticismo. Sören le da una nueva vuelta de tuerca, ahora es el hombre quien puede ser estético.
La estética es una puerta de entrada el novedoso tema de la “personalidad”. Ser una personalidad interesante es un nuevo ideal derivado de las filosofías de la subjetividad. Buscar el modo de ser singular, autor de la propia vida, original en la obra.
Mientras en Kant el placer del arte era “desinteresado”, Federico Schlegel reinvindicaba los derechos del aprecio subjetivo de la belleza. Luego, desde 1830, se aplicó la categoría de lo “ interesante” a los efectos estéticos que buscaban los románticos para concitar la atención y suscitar nuevas expectativas.
Sin embargo, esta tarea puede convertirse en un espejismo y en una trampa. Una persona estética es la que busca el placer inmediato. Vive al instante y en el instante. Hoy la calificaríamos en el rubro del maníaco del consumo. Todo lo quiere comprar, es esclavo de las grandes marcas y siervo de la imagen. Se desvive por aparecer en la televisión y se arrastra por conseguir quince minutos de fama. En aquella época no era el consumismo el denuesto adecuado para condenar una de las formas de la la frivolidad, sino el dandysmo de boulevard, la pose en el palco del teatro, la vestimenta llamativa, y la personalidad excéntrica.
Sostenía esta presentación social la moda de la filosofía alemana, la poesía romántica y un actitud ante el mundo de descreimiento, distancia burlona, ironía mordaz, y crueldad erótica. ¿ Crueldad erótica? Quizás el atributo sea exagerado, pero se trata de juguetear con las mujeres, hacerlas desear, abandonarlas en el amor, y huir de su deseo de conyugalidad.
Estas formas diabólicas de la tentación social era bien conocidas por Kierkegaard, además de atraerle lo suficiente como para arrepentirse con método.
Gozad de la vida!, es la consigna del hombre estético, nos dice, una fierecilla que hay que domar. El hombre del instante no puede detener la rueda de los placeres. De la excitación a la languidez, su alma salta de los goznes y rebota contra los objetos. Nada le es suficiente. Todos los fantasmas que acechan al hombre arrepentido, la liturgia pastoral de las morales de la abstención, salen de su pluma. Hombre arrepentido que vuelve sobre sí con demasiada insistencia. Pero Kierkergaard avanza algo más allá del mero espíritu luterano.
El dandysmo agrega una nota a su reservorio de cualidades. Es la melancolía. Un hombre festivo y triste a la vez, el rufián melancólico, figura romántica que el filósofo interpela ya que no está satisfecho con la supuesta elegancia del hombre de la mirada lánguida.
La melancolía nace cuando nos damos cuenta de la vanidad de nuestra vida sujeta a la inmediatez, cuando percibimos la inutilidad de los vacuos placeres, después de tanto brillar nos cansamos y el mundo pierde color. Nada nos atrae ya, todo se vuelve gris.
Sin embargo el hombre hastiado no sale de su aburrimiento, se queda en la inmediatez pero sin disfrutarla, está detenido y ya no quiere nada, su personalidad se empobrece y no encuentra salida.
El hombre melancólico es pusilánime. Kierkegaard dice que la melancolía es la madre de los todos los pecados, es el estigma del hombre que no quiere nada ni profunda ni sinceramente. Una enfermedad. El hombre melancólico, dice Jean Wahl, el lector más devoto del danés, tiene la esperanza detrás y el recuerdo por delante.
Para despegarse de la pastocidad triste es necesario saltar, es el salto de la desesperación para terminar con la caminata del rumiante meditativo. Sólo una pasión nos cura de otra pasión. A la indolencia se la combate con la risa burlona de la desesperación. Una carcajada diabólica nos restituye al mundo de la posibilidad, pero no es el aut aut del hombre estético que prueba todos los sabores, sino de quien busca lo absoluto y no lo encuentra, quien se siente decepcionado y malherido por la vana búsqueda de la plenitud, pero que no entristece sino que grita y ríe. Festeja la ausencia, dibuja la forma del abismo y se hace dueño de la falta. Lo que Artaud llama “ un teatro de la crueldad”, Nietzsche “ espíritu de la tragedia” y antes, Spinoza, “pasión alegre”.
Por la desesperación salimos del placer inmediato. El arrepentimiento no es un ejercicio del entendimiento. No es un acto tranquilo. Tampoco una duda cartesiana ni una especulación abstracta. No nos permite permanecer en la zona de lo impersonal. Dice Kierkegaard: “ la duda es la desesperación del espíritu, la desesperación es la duda de la personalidad (...) La duda descansa en la diferencia, la desesperación en lo absoluto”.
Pero la desesperación asusta, no nos lleva a ningún lado. Por la rejilla podemos adivinar la locura. Kierkegaard no es Baudelaire, no hay haschich, ajenjo, amores descarriados, persecución por la censura, maldición eterna, falta de Dios. En realidad, hay falta de Dios, en este vacío reside la grandeza filosófica del danés que sostiene la creencia sobre la nada. Eso será más adelante, cuando salga de la desesperación con el clamor por un nombre divino, por ahora la desesperación no tiene destinatario, sale de sí, sacude la melancolía, sin rumbo.
Gracias a Dios, bueno, a Dios todavía no, existe la ética, es decir la sociedad y sus normas. El individuo en carne viva desespera, es necesario vestirse con roles, ejecutar funciones, hacerse cargo de otros, ser responsable ante los demás, ser esposo y padre.
“Es hermoso que un hijo pueda arrepentirse por culpa del padre”, nos dice. Es conocida la anécdota del padre de Sören que ante la desdicha maldijo al Señor, como lo hizo Job. Esta maldición está en los anales de la historia kierkegaardiana, aquella maldición ha tenido un enorme peso incluso en el hijo. Como si el enojo del Todopoderoso se volcara con toda la ira a través de las generaciones. El hijo debe expiar al padre, ¡ qué hermoso!, sostiene, la unión de las familias es la base de la ética, lo dijo Hegel, como lo es el Estado. Ser esposo es parte de la tarea, en realidad no hay más que tareas. Se sale de la indolencia con la desesperación, y de la desesperación con la familia y el trabajo.
Ser burgués, hay que tener coraje para ser burgués, un ser limitado por la vida, acotado en el tiempo, cargado con labores, con identidad específica, miembro de la comunidad y par de los otros. Uno más en la muchedumbre, un casillero más en el palomar de lo general.
“Todo el mundo debe casarse” nos dice el solterón arrepentido pero no tanto. El que vive éticamente no desea ni está sujeto a la inmediatez del placer, sino que “quiere” y deviene. Dice Nietzsche en su Genealogía de la moral: “el hombre es el único animal al que le es lícito hacer promesas”. Prometer es dar la palabra y responder por ella.
El hombre que quiere es el que pone su voluntad a disposición de su palabra, y el tiempo a disposición de su voluntad. Responde por el futuro. Se compromete por lo que vendrá. Ni el placer, ni la inmediatez, ni el olvido o los cambios por conveniencia, podrán violar al hombre del deber y del querer.
El hombre de vida ética se casa porque no lo asusta el sacramento del matrimonio. Tiene hijos para asegurar la posteridad y la repetición de lo mismo. No busca la diversidad. Perfecciona la contingencia, con esto Kierkegaard se refiere a que cada uno de los deberes sociales puede realizarse cada vez mejor. Cada día mejor marido, mejor hijo y mejor trabajador.
Por eso dice que no se trata sólo de qué se elige sino de la intensidad con que se lo hace. Al hombre ético no le interesa ser un ilustrado. El librepensador abre las puertas del infinito histórico y siembra el escepticismo a la vez que debilita a la ética. Por la historia todo parece posible, o por la misma todo se justifica. Ya sea por necesidad o contingencia, la historia no es una buena consejera moral.
Dice el filósofo danés que el dinero es la condición sine qua non de la felicidad. Lo dice de un modo un poco diferente pero no menos taxativo: el dinero es y será la condición absoluta para vivir.
Cuando dice dinero no dice lo mínimo indispensable sino lo suficiente para tener lacayo, cochero, ama de llaves y personal de ayuda doméstica. Lo mínimo vital para un soltero que además le gusta ir al teatro y hacer regalitos a las actrices. Subraya: “las historias de fragilidad campestre cansan rápido, es mejor tener dinero y leer los poemas bucólicos”. Sabe, y así lo expresa, que sin dinero se deja el patriciado y se puede caer en la condición plebeya. Pero, recuerda, no hay que ofender a quien no tiene dinero, es un uso cruel de las posibilidades que nos ofrece la tranquilidad material. Además, hay que tener una cierta elegancia y sabiduría en el uso del dinero, saber emplearlo. Lo que ha acarreado entre sus intérpretes discusiones respecto de la aplicación del precepto en su propia vida.
En el año 1813, el mismo de su nacimiento, Copenhagen es bombardeada por fuerzas antinapoleónicas, y se produce una aguda crisis financiera que Kierkegaard padre – un hombre que antes se había dedicado a la industria y al comercio textil, por lo que a Sören de chico le decían “soquete” - supo desviar en su propio beneficio. Se hizo de un muy buen dinero. Sus hijos aprovecharon esta ventaja, Sören también, a pesar de las quejas paternas por un dispendio abultado y un uso negligente de las rentas familiares. Cuando el filósofo muere, a los cuarenta y dos años, ya le quedaba poco.
4 - La Locura Religiosa
Parte 4 - La locura religiosa
El libro Temor y Temblor es desde nuestro punto de vista el mejor escrito de Kierkegaard y el más dramático. Tiene una particular intensidad. Este texto es el que probablemente haya marcado el siglo XX con su indeleble impronta sobre la filosofía de la existencia, o en lo que se ha llamado existencialismo, para identificarlo con fuerza.
La idea de existencia, de singularidad, de individuo, de paradoja, y, fundamentalmente la de absurdo, se leen en esta historia. Es el libro más seductor del danés, el más emotivo, el más tramposo.
Contra la especulación mediada de Hegel, embistió con Sócrates, contra la subjetividad negativa del maestro ateniense, atacará con Abraham y Job. El hombre de la resignación infinita y el rebelde.
La historia es simple, es el comentario del episodio bíblico de Abraham, Sara e Isaac. En el nuestrario de héroes legendarios de Kierkegaard ya estaba el enigmático Judío Errante : Ahasverus. Un ser que como un Yeti o el monstruo del lago Ness, era visto por los hombres en circunstancias fantásticas e incomprobables.
Abraham quiere decir padre de pueblos, fundador de estirpe, la “H” es importante para esta resignificación del nombre. Abraham debe matar a su hijo. La prueba de la fe del profeta se decide en esta encrucijada. Quien mata aquello que más quiere para honrar y demostrar la fe en Dios, es quien será merecedor de la posteridad. Este relato es tomado al pié de la letra por Kierkegaard y ve en él la matriz de lo que será su pensamiento religioso. Es la gran novedad del filósofo danés. El creyente debe probar su fe con un acto. Este acto viola las leyes de la convivencia humana y todos los códigos de ética. Matar a un hijo porque sí, al hijo esperado desde siempre, para sentirse individuo, un ser singular, en contacto con el absoluto, eregirse en un ser absoluto por la decisión y la intensidad de la creencia, sólo puede ser una metáfora. Una imagen de lo que es la fe. No por eso todos los hombres deben salir con una daga y un haz de leños para llevarse de los pelos al hijo y acuchillarlo con la esperanza de que aparezca un ángel y le obstruya el envión de la mano.
Kierkegaard no pregona el filicidio, simplemente nos quiere decir que ser un buen esposo y un buen padre, no alcanza, que lo que llama “ generalidad ”, el mundo de las convenciones, de la sociabilidad, de la Iglesia y del Estado, que la buena conducta a la manera hegeliana, la ética, son relativas, que no son absolutas, que lo que ganan por un lado lo pierden por el otro, que lo que muestran de generosidad lo recuperan en mezquindad, que por eso jamás saldremos del cepo de la moralidad cumpliendo con los otros. La verdad pura exige más, la construcción de sí en cuando singularidad nos obliga a otro salto, hacia arriba, fuera de todo, sin garantías de seguridad, sin protecciones ni premios, un salto que temple nuestra voluntad, que le tome el pulso a nuestra capacidad de entrega.
El hombre que tiene fe está dispuesto a perder todo, sinó es un farsante. El que cree en algo tan sagrado como Dios, no se guarda nada para sí. Dios es la eternidad, pero no está Allá, no se ve, es invisible, cuando vino a la tierra se volvió a ir, ahora nos espera cuando todo termine. Debemos estar dispuesto a que todo termine.
Abraham es el ejemplo del que todo lo da. Desde el punto de vista de la moral es un criminal, desde el de la religión es un elegido. Para la ética se trata de un crimen, para la religión un sacrificio.
¿ Pero qué clase de Dios es aquel que pide eso? ¿ Qué divinidad hay que honrar que nos ordena matar el hijo amado? ¿Por qué obedecerle a una divinidad así? ¿Por miedo? No, no se puede tenerle miedo a lo que no se conoce. Pero hay una voz, esa voz que le dice a Abraham lo que teme pero debe hacer.
Kierkegaard cita el capítulo XIV, 26, del Evangelio de San Lucas, el párrafo que se denomina Condiciones para ser discípulo: “ Si uno quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y su madre y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío”
Dice Sören que hay que tener coraje para reconocer lo terrible de las palabras cristianas. Ser un buen cristiano no es posible, o se es cristiano o no se es cristiano. No hay medio cristianos ni buenos o malos. Un fanático mata en nombre de Dios, pero el caballero de la fe mata en su propio nombre. Para salvarse, para ser eterno, y mata lo que más le duele, se mata a sí mismo en lo que más ama.
Todas las religiones exigen rituales de iniciación y un gesto repetido de renuncia. Manda no ser más lo que se ha sido. El monje budista se rapa y pierde identidad, todos los fieles se parecen vestidos con la misma túnica y la misma apariencia. Debemos perder la humanidad, porque es una falsa humanidad, artificial, convencional, engañosa. Es el engaño de la dignidad, debemos perder el falso orgullo, arrodillarnos, ofrecer el cuello, olvidarnos de nuestro nombre. Lo sabían los nazis en los campos de exterminio. Perder vestido y cabello alcanza para extraviar al hombre y hacerlo animal.
Está más cerca de Dios el animal que el hombre, la humanidad es mentira. Es lo que decía Diógenes el Cínico. Ser nuevo, absoluto, hacerse a sí mismo a través de una entrega total a Dios, ¿ pero dónde está Dios?
Dios es parte de una frase performativa. Kierkegaard ha inventado el pragmatismo místico. Es creyente quien actúa como tal. Creer es decir que algo existe. No existe para ser creído, existe porque es creído. El hombre que cree en lo que no conoce es un hombre de coraje, un cruzado. Esa quien extrema la verdadera esencia de una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, la que permite superar el instinto de conservación animal, y superando al animal deja lo humano y se hace divino. Más que la muerte, hay algo más que la muerte, pero sólo el hombre que la enfrenta podrá salvarse.
Tema romántico, escena de la dialéctica del Amo y del Esclavo en Hegel, finalmente Kierkegaard le agrega un pliegue más a este mito filosófico. El caballero de la fe es un nuevo amo, un autoengendrado, el hombre que se hace a sí mismo y se entrega a Dios.
Dios es el nombre que hace al hombre nuevo.
El acto encomendado a Abraham es absurdo, no tiene sentido moral, por eso el sentido que hay que hallarle es otro. Cuando el sistema moral está en crisis, como lo está desde comienzos del siglo XIX, como también lo está desde que la civilización occidental no pudo hallarle sustituto a la trascendencia monoteísta, desde que las morales laicas no pueden salir de la convención y de la arbitrariedad que conlleva todo lo político, ni con los derechos humanos, ni los ideales Ilustrados, ni el comunismo, positivismo o el liberalismo, desde el momento en que las ideologías políticas no han podido establecer sus promesas redentoras, a partir de la crisis de la modernidad en la que los valores se discuten y no dejarán de hacerlo hasta su misma raíz al ritmo de los sacudones de la ciencia y de la técnica, desde ese momento el sentido moral está fisurado. Nadie baja del Sinaí.
Es la consecuencia que han extraído los existencialistas, Sartre y Camus. Esta filosofía dominante un siglo después de Kierkegaard, es conocida como la filosofía del absurdo a la vez que de la libertad. Hacerse a sí mismo desde el absurdo, sin una moral delegada ni un mundo que nos justifique, fue el emblema de una filosofía reconocida por su ateísmo. Nuevamente Sartre y Camus, este último en su maravillosa y breve novela El extranjero le hace decir a Mersault condenado a muerte por una muerte no intencional en la escena en la que lo visita un cura para la confesión final, lo agarra de la solapa y le grita “ nada tiene importancia”, frase que evoca lo que Kierkegaard describe como condición de la fe: la resignación infinita.
En su lecho de muerte, Sören también rechaza la extremaunción.
Dice León Chestov: “ No sólo el pensamiento resulta conservado en lo Absurdo, sino que adquiere en él una tensión hasta entonces insospechada; recibe, por así decirlo, una tercera dimensión totalmente descnocida para Hegel y para la filosofía especulativa, y en ella radica el carácter distintivo de la filosofía existencial.”
Kierkegaard es el filósofo que inspiró la más encantadora y talentosa filosofía atea moderna que le agregó la fenomenología de la consciencia. Esto se debe a que la religiosidad del danés es un hecho estético. Es cierto que la escritura filosófica plantea algunas cuestiones de género arduas de comprender. El hecho de que un filósofo escriba no lo hace escritor. Hay un rasgo en la filosofía que la hace difícil de encasillar. Por un lado ha pretendido hasta Kant ser una ciencia. Primero una sabiduría en los tiempos griegos, un remedo aproximado de la palabra de los viejos sabios como Parménides, Heráclito, que escribían con máximas o poemas alegóricos. Luego de la revolución galileana se escribe según el more geométrico o de acuerdo a las reglas de un discurso de tipo jurídico.
Entre una escritura pastoral, una jurídica y otra poética, el estilo filosófico alterna sus apariciones retóricas. Pero su finalidad ha sido siempre cognitiva y moral, incluso en un filósofo atípico como Rousseau, o en un meditador escéptico como Montaigne.
Con Kierkegaard la función de escribir se vuelve más intrincada aún. Por un lado el filósofo danés escribe todo lo que puede escribir y no deja de preocuparse por la calidad de su prosa. Por el otro cambia de estilo, a veces es un sermón, otras una carta, una glosa, un comentario exegético sobre un texto bíblico, una tesis universitaria, una parodia cuando escribe falsos prólogos que hemos conocido en nuestra lengua con Macedonio Fernández, textos orales en el que se reconoce al declamador, y otros de forzada y difícil composición escrita como los de la angustia y la repetición.
La variedad de la propuesta literaria llama la atención. Sin embargo, no es del todo literatura porque no quiere encantarnos con una historia sino que no deja de trasmitir un deseo de reforma moral. Como bien dirá Nietzsche en un futuro no muy lejano de Sören, la filosofía desde el mismo momento en que se propone y se enuncia como texto, es evaluativa y moral. No puede escaparse del juicio.
De ahí que cuando se lee a Kierkegaard nos cuestionamos sobre la validez de lo que dice, ya que sus palabras no se satisfacen por sí mismas sino que impulsan a determinada acción.
Por eso podemos preguntarnos si en el libro Temor y temblor y con su lectura del sacrificio de Isaac, hay una lección de vida que podamos extraer, si sugiere un tipo determinado de acción y si hay una ponderación y jerarquía de conductas. Nos preguntamos aquello que en un libro de literatura, prosa o poema, no nos preguntamos.
Kierkergaard no sólo escribe sino que nos induce al sacrificio, a no casarnos, a dejar a la novia sin decirle nada, a romper el juguete más querido, a ser cristianos como lo han sido los apóstoles, a buscar algo más allá de la relatividad moral y social, a arrepentirnos en silencio, a sentir que nada es comparable como el amor a Dios, y que ese Dios al que amamos no es más que nuestra decisión de amarlo.
Kierkegaard es un romántico que pone en crisis el romanticismo, en especial al romanticismo de Jena de los hermanos Schlegel, de su canon enumerado en el Athenaeum, y a la filosofía del arte que se escribe tanto en Schopenhauer como en Schelling. También ataca la idea de que hay un absoluto literario autopoiético, sin embargo, al mismo tiempo culmina el proyecto del absoluto literario.
Una nueva ecuación: Kierkegaard es a Federico Schelgel lo que Artaud fue a Breton. Un hombre sin programa ni manifiesto de principios que extrema la intención normalizadora de una visión del arte.
Es con Kierkegaard que la teoría se construye como una literatura, y luego con Nietzsche es con quien alcanza una cima difícil de superar. Ellos son los que han inaugurado un modo de escribir la filosofía que hace eco a su origen literario en los diálogos platónicos: género literario, con escenas imaginadas, para un público indiferenciado, como los definía Giorgio Colli.
El filósofo danés nuevamente pone en relación al conocimiento con la vida, elabora un nuevo arte de vivir en base a la escritura de sí, pero sin el optimismo de la razón de los antiguos, por el contrario, con el pesimismo de su ocaso.
Así como Pascal es la parte negra de Descartes, Kierkegaard se instala en la soledad del instante frente a la temporalidad circular y saturada de Hegel, frente a la especulación dialéctica confronta el silencio de la fe.
En Hegel, dice Kierkegaard, pensar lo absoluto en mí, es el pensamiento de sí mismo de lo absoluto. La filosofía dialéctica afirma que hay coincidencia posible entre lo real y lo racional, y autoconocimiento. Kierkegaard es el filósofo del abismo y del salto. No hay nada entre el Absoluto y yo, del otro lado del precipicio tampoco hay nada, es el salto lo que puede llegar a ser absoluto.
Un pensador extremo, una radicalidad tan intensa, es sospechosa. Sartre en su crítica al ensayo de Bataille La experiencia interior dice que pertenece a la tradición del “ensayo mártir”, es la que escritura la que sufre para el goce de su autor. Una pose intensa para un juego estético. El pensamiento de Kierkegaard parece algo impúdico. Sartre decía que Bataille mostrabasus llagas, decía: mirad mis llagas!, se desnudaba con letras. Es una escritura patética, beethoveniana, pero con palabras, por eso el riesgo es mayor.
La filosofía existencialista se inspiró en Kierkegaard. La problemática de la angustia retoma las intuiciones del danés. La angustia nos dice en su texto El concepto de angustia, tiene que ver con la libertad. El primer hombre no conocía el pecado. No sabía que podía pecar. Se enteró de su transgresión luego del hecho. Por lo tanto no es culpable, nadie puede serlo en desconocimiento de la Ley.
La angustia no deriva de la consciencia del pecado, es el revés. Se tiene angustia porque se puede pecar, repetir el acto adámico pero ya con consciencia de la Ley. No se trata de que Dios nos tiente, como tampoco tentó a Adan. El Señor no es un estratega que juega con los hombres y les tiende una trampa. El primer hombre ni siquiera tenía conocimiento de la tentación, al no tenerlo del mandamiento.
Era inocente, y la inocencia, para Kierkegaard, tal como la describe, es un estado de sonambulismo, de flotación, de bruma. Un cierto extravío existencial caracteriza al hombre que no conoce lo que divide el bien del mal. La angustia proviene de que todo parece posible, que no hay sendero trazado y el caminante se pierde en la maleza.
Esta idea que adosa la angustia a la libertad es retomada por Sartre, sin patetismo, sin llagas, en un nuevo héroe ateo que asume su condición de bastardía existencial.
Kierkegaard no tuvo una buena recepción como la que tuvo su desciendiente heterodoxo Sartre. El ateísmo de Sartre no era escandaloso a pesar de las modas de la época. Mientras la religiosidad de Kierkegaard lo fue bastente más. Los cronistas y biógrafos hablan del escarnio que sufría en los periódicos de la época. Lo trataban de jorobado, mal vestido, le tiraban piedras en la calle y se divertían burlándose de él. Parecía el destino de un pastor maldito.
Ni siquiera la posteridad le fue tan fácil. Su comentador más dedicado, el profesor Jean Wahl, señala que se lo tildó de epiléptico, onanista e impotente. En la historia de la filosofía hay filósofos que han recibido infinidad de diagnósticos. Sabemos del misterio que para los especialistas encierran las obras y vidas de Rousseau, Nietzsche, y Kierkegaard.
Hace años Foucault escribió sobre estas cuestiones que atañen a la relación entre locura y obra. Antes Jaspers había incursionado en el tema del genio y la locura. Problema espinoso, quizás incomensurable, de un puntillismo algo cargoso.
Lo que está escrito tiene la forma y la composición de la gramática, que no es loca sino todo lo contrario, es la misma humanidad en acción. Puede haber un lenguaje loco, quizás, pero la palabra loco nada agrega a lo dicho, como tampoco lo hace la palabra sano o cuerdo o normal.
Jamás se nos ocurriría, creo, decir que la prosa filosófica de Kant es sana, menos aún la de Hegel. El problema es más bien cultural que neuronal. Para Kierkegaard la vida ética comienza con el matrimonio, y cree que la mujer nos hace comerciantes en lugar de poetas, héroes o santos. No pudo fusionar, agrega Wahl, los dos aspectos de su vida: el religioso con el erótico, hacerlo lo hubiera confinado al plano ético.
Kierkegaard tenía vocación de escritor, ese era todo el mal, su llamado a la fe es literatura a la vez que filosofía. En su libro traducido como Mi punto de vista por editorial Aguilar y que tiene otros nombre que nos obligan a darlo en danés: Synspunkiel for min foraftterwirksomhed...único escrito en que cesa la polinimia y lo firma con su propio nombre, el filósofo se explica a sí mismo, a la manera de Raymond Roussel, diciendo la verdad sobre una obra de ficción sin dejar de prolongar el inevitable engaño.
En este libro Kierkegaard afirma que le fue indispensable engañar. El engaño es un método que llama “ indirecto ”. Dice: “ no se debe empezar directamente con la materia que uno quiere comunicar, sino comenzar aceptando la ilusión del otro hombre como buena ”.
Se define como un escritor religioso que emplea criterios estéticos. Su finalidad es religiosa: comunicarle a los cristianos que no lo son aún sino que deben devenir cristianos. Necesita disimular su propósito. Juega al escondite con los pseudónimos, desconcierta a sus compatriotas, cambia de disfraz para desconcertar, da una falsa imagen de sí.
Se hace el dandy mundano para ocultar que vive en el aislamiento en el que plasma su obra. Va con frecuencia al teatro, llega cuando la función termina y se muestra con ostentación, para que se diga que es frívolo y diletante. Extraña vida la de este escritor religioso. Quiere todo lo que no puede, puede lo que no le alcanza. El absoluto le es inaccesible porque está mediado por su reflexión. “ Yo soy reflexión ”, dice. Sabe y cuida sus dotes intelectuales que resume en imaginación y capacidad dialéctica.
No es todo, pero no es poco. Se sintió en falta, el luteranismo no le dió respiro. Esta falta de oxígeno la sentía con la filosofía de su tiempo, la de Hegel, que tenía el poder de tragarse todo en la panza de la totalidad. Por eso para Kierkegaard la existencia, su concepto rector, se define como un “ estar afuera ”.
Su idea de construcción del individuo frente a lo que avisora como “ catástrofe histórico mundial ”, la idea que a partir de 1848, no hay otra salvación que la de una nueva fe, lo reafirma en su búsqueda.
Da un paso más con una nueva presencia de la religión en la cultura moderna. La Fe por sí misma, la fe por la fe, ya no la fe en Dios, sino el peso ético del hombre de fe. Fe en nada. Un nihilismo cristiano.
Fenómeno interesante, un nuevo paso algo diabólico luego del punto de partida del maestro Kant. Con el filósofo alemán la religión se convierte en una creencia razonable, una conveniencia moral. Con Kierkegaard esta razonabilidad se vuelve loca, hasta bella.