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Recuerdos de la secundaria

    
   Egresé del Instituto Libre de Segunda Enseñanza en diciembre de 1965, institución pública adscripta a la UBA. Nunca más tuve noticias de mis compañeros de seis años de estudios secundarios.  Luego de cuarenta y dos años me reuní con tres de ellos en una confitería de la avenida Libertador. Dos ingenieros y el tercero dueño de una cadena gastronómica heredada de su padre.
    
   Me llamaron porque habían seguido algunas intervenciones mías en  los medios de comunicación y estaban interesados en hablar conmigo sobre cuestiones políticas.
    
   Quedamos en vernos a las 11.30hs de la mañana. Una vez instalados comenzó la charla con las inquietudes acerca del presente y futuro del país. Estaban  ansiosos y dispuestos a escuchar mi parecer. El mismo no fue dado durante las siguientes dos horas.
    
   En realidad, no dejaron de hablar entre ellos, y de nutrirse mutuamente con las habituales quejas acerca del mal del siglo. Se resumen en dos aspectos: los jóvenes, y los peronistas.
    
   Respecto de los primeros sostenían que tenían una mente sin contenido, hueca, llena de basura musical, sin horizontes de valor moral. Percibían que el diálogo que habían tenido con sus padres se originaba en un código ético común, un lenguaje compartido, y que este puente estaba roto respecto de las nuevas generaciones, de las que formaban  parte sus hijos. Dejaremos a los peronistas para más tarde.
    
   El turno del país no deparaba mejores apreciaciones. Les daba vergüenza, sentían rabia y asco por la política y los políticos y cada vez que respiraban, y me dirigían la mirada, al no obtener reconfirmación ni devolución alguna, arrancaban con nuevos ímpetus en la denostación global.
    
   Uno decía: “no tengo conocimientos especiales ni me dediqué a estudiar en profundidad el tema, pero tengo mis teorías”. Y las tenía bien largas y saturadas de bilis negra. El diagnóstico se distribuía según las tesis que cada uno atribuía a las causas del mal. Para uno existía una infausta Corporación que dominaba el país, pero no decía quienes la componían. Otro tenía las cosas más breves a la vez que más claras, el problema era la CGT, la dueña del circo. Un tercero, aquel que era mi compalero de banco y a quien yo estimaba como mi mejor amigo de la época, me dice: “Tomás, cuando te dije que me acordaba de que eras zurdito y sinuoso, espero que hayas entendido que me refería a cuando jugábamos al futbol”. Contesté que no habían pensado en otra cosa.
    
   Varias veces dijeron:“no es que yo esté de acuerdo con los militares del Proceso, pero hay que reconocer...” o, “no me parecieron bien algunas de las cosas que hizo Menem, pero hay que reconocer...”
    
   Respecto de la acción de las Fuerzas Armadas durante el Proceso, les criticaban no haber sido verdaderos militares como aquellos de  la camada de la Revolución Libertadora, que cumpliendo con la reglas castrenses, fusilaron según las normas establecidas por el código de guerra a los sediciosos que se levantaron contra las autoridades en 1956. Veinte años después habrían debido hacer lo mismo: identificar con nombres y apellidos a los subversivos, y fusilarlos, y no, como hicieron, usar el anonimato y borrar a los rebeldes sin pronunciamiento sumario correspondiente.
    
   Mi adláter de banco durante tantos años dijo que siempre había sido de extrema derecha, pero que consideraba que en su presente se acercaba más a posiciones centristas. Finalmente, a las 13.30, el que más interesado estaba en interpelarme y ante el anuncio de que me retiraba por compromisos previos, solicitó unos minutos más de mi atención.
    
   Me pidió que le  respondiera una pregunta importante para él. Quería saber si estaban dadas las condiciones para que en la Argentina, surgiera un estadista que tuviera una gran visión, como la que podían haber tenido Goebbels y Hitler en su época, visión malograda y negativa, finalmente, pero que en un inicio había tenido la grandeza de interpretar aquello que necesitaba su pueblo y llevarlo a cabo.
    
   La verdad es que no se me movió un pelo después de la frase aunque sentí una especie de turbulencia algo apagada, como si viniera de lejos, un rumor a galope de caballos que se acercaban de a poco, pero fue más fuerte mi parsimonia a la manera del personaje de Herman Melville, Bartleby, quien se negaba a cumplir las órdenes de su jefe con la repetida frase: “preferiría no hacerlo”. Yo prefería no contestar. Sin embargo y cumpliendo el preclaro gesto humanista de los hombres de buena voluntad, me puse la capa docente y les regalé un cuarto de hora de un curso edificante sobre la marcha del mundo, de la metamorfósis y el dinamismo de la vida, de la necesidad de no amargarse en la tercera edad con cuestiones dañinas para la salud, de las virtudes de la pesca y de los cursos de pintura para quienes necesitan paz y sosiego por las desventuras de la época, y que la búsqueda de un Jefe no era el mejor remedio para los males enunciados, que era posible que el jefe fuera difícil hallarlo tierras adentro, y que probablemente si no existía ya en Texas, irrumpiera por la Pampa Húmeda con palabras lusitanas y camisa verde-amarelo.
    
   Horas más tarde en mi casa comenzaron a llegarme ciertos recuerdos. La escena del mediodía no terminaba de procesarse y me aquejaba un cierto resquemor que derivaba de algo difuso. Volví a vivir. Había olvidado el aroma de aquellos dorados años sesenta.
    
   La pasé muy mal en la secundaria. Los dos primeros años fueron terribles. Había varias razones. Por un lado el fracaso de mi ingreso al Nacional Buenos Aires, me dejaba con una última oportunidad para resarcirme de lo que según mi severo y dominante padre era un fracaso a no repetirse jamás si quería seguir con la cabeza entre los hombros. Yo no sabía estudiar, mi primaria había sido casi doméstica, con la misma maestra en los últimos tres grados, los mismos compañeros de una escuelita de Flores, el guardapolvo blanco de los varones y el celeste de las niñas. Además de las “criollitas” con mate cocido en el recreo de las diez de la mañana.
    
   Era tartamudo crónico, hoy se dice disfluente, el hecho es que las palabras se arremolinaban en mi boca desde los cinco años, y para sacarlas necesitaba un forceps. Mis labios y cachetes se inflaban y las consonantes duras provocaban un estado cuasi epiléptico.
    
   El oral para un Abraham, el primero de la lista, el paso al frente del aula para dar cuenta de mi saber ante el profesor y el total de la clase, era un martirio. Cada vez que el profesor abría la libreta, mis manos sudaban, la orina pedía salida libre, y el pecho tenía algo clavado. Jamás me saqué más de cinco, compensado con el nueve del escrito, así me salvaba del castigo tan temido.
    
   Pero no todo este clima se resumía en esta minusvalía personal. El colegio de varones, tenía un sistema disciplinario calcado sobre un modelo policial, hoy en día podríamos calificarlo como policial o militar, pero en esos tiempos era lo que nos tocaba, no se lo juzgaba institucionalmente con analogías condenatorias, ya que policial y militar era el país. Por lo tanto era un colegio “serio”.
    
   Los celadores contratados, unos pocos eran vocacionales del último año, dependían del jefe de celadores, el señor Farías. Él estaba bajo la supervisión del subprefecto, el señor Toranzo, a su vez sobre él recaía el mando del Jefe de la Prefectura – con este nombre estaba grabada la chapa de la dependencia a la entrada del colegio una vez pasada la puerta giratoria – el señor Constantini.
    
   Este dispositivo de vigilancia dependía del Vicerrector, el señor Matharán – no es una broma, así se llamaba -  y en la cúspide de la pirámide, el Rector, el prestigioso decano, el doctor en psiquiatría, el emérito Osvaldo Loudet.
    
   En realidad más que un sistema disciplinario, era un sistema de castigo, y el mismo se basaba en suspensiones, a las cinco afuera, y amonestaciones, veinte y afuera. Las sanciones descansaban en lo más importante: el griterio. ABRAHAM, NO ENTIENDE QUE HAY QUE ESTAR QUIETO EN LA FILA....USTED CÁLLESE...QUIERE QUE LO MANDE A LA PREFECTURA?
    
   Todos gritaban, las consignas eran sopapos sonoros: de pié que entra la profesora a los gritos, a la clase de dibujo a los gritos, no puede ir al baño a los gritos, el salga al patio nos acompañaba con ese tremendo palazo vocal. Mis dos suspensiones con dos días de inasistencia las recibí en primer año, una por tartamudear en la fila, la otra por una travesura que hice para hacerme popular entre mis colegas, puse en el pizarrón antes de que viniera la profesora de francés, Madame Garay, la palabra: franchute, hoy mi segundo idioma.
    
   Escandilizada, en seguida preguntó quien había escrito semejante disparate, no había terminado la frase que yo estaba parado confesando mi delito. Durante dos días deambulé por las calles para que mi mentor armado, padre mío, no se notificara y me rematara de una piña. Lloraba de miedo en el subte. Jamás me hice la rata.
    
   ¿Cómo fueron los sixties argentinos? País fragmentado, un caleidoscopio de varias realidades, el poder político estaba en manos de las fuerzas armadas. Ellas estipulaban en qué momento se hacían las elecciones, quienes podían participar, y cúanto durarían los presidentes. Un golpe de Estado tras otro coronaba con éxito las continuas tentativas de bajar a un presidente de parte de sectores del ejército. El enemigo no era la subversión como en épocas posteriores, sino los peronistas, especialmente el peronismo obrero y sindical, el más reacio a encuadrarse sin condiciones, el único organizado, y capaz de movilizar a las masas.
    
   “Masa”, palabra que empleaba en textos y monografías la sociología de las multitudes, que en nuestro país circulaba en las nuevas ciencias sociales en su vertiente universitaria y liberal. Palabra inducida y aludida en las áreas urbanas como la ciudad de Buenos Aires, luego Córdoba y Mendoza, que definía así a los contingentes de “negros” manipulados por el Tirano prófugo.
    
   La clase media no era la de hoy. No era la ya habituada al consumismo de shopping, los viajes a Miami, la plata dulce y del suavismo macrista por lo linda que va a estar Buenos Aires. Ni la UCD ni Menem la habían pintado con las leyes del mercado, el peronismo con Ferrari y la sofisticación neoliberal de los Chicago boys. Del modisto Lagarrigue, más parecido a un dentista que a un diseñador, a Giordano y sus modelos, de los locutores austeros del momento que trasmitían la confiabilidad del producto a Sofovich y Tinelli, un mundo se abre y una cortina se tiende entre dos argentinas
    
   Todavía había una clase media de un puritanismo católico nacional, de una voluntad republicana de disciplina social, de un antisemitismo activo en expansión, y de una inquietud constante por el rigor en las costumbres.
    
   Muchachas vírgenes hasta el matrimonio, jóvenes masturbadores hasta el debut sexual con mucamas y putas de suburbio, eran parte de un escenario en los que los sacos azules, pantalones grises de botamanga ancha, mocasines marrones con medias bordeaux, y pelo engominado con porra, la moda Tacuara, la de los jóvenes neonazis que buenos cuadros le dieron al país a los pocos años, vestía a los personajes dominantes de un país, mejor dicho de una ciudad, que tenía islotes de modernidad.
    
   La lucha entablada hecha doctrina poco tiempo después con el general Onganía, tenía por blancos específicos a judíos, hippies y ateos.
    
   No quisiera agregar más tinta a la saturada sociología de los sesenta, me gustaría circunscribirme a mi entorno, el del colegio secundario y sus habitantes. Pero, claro, eran parte de la realidad circundante, nosotros también teníamos nuestros nazis, los que escribían las svásticas en las paredes, aunque con discreción y sin vocinglerío ni violencia explícita como en otros establecimientos de enseñanza. No se hacía política, los grupos estaban separados por afinidades, los futboleros por un lado, los tacuaras por el otro, los tragas por su lado, el puto siempre solo con un discreto amigo, una sociedad dividida y atomizada  bajo los aullidos disciplinarios.
    
   Por eso las convicciones ideológicas de mis ex compañeros me sorprendieron, no las esperaba porque en aquella época no se manifestaban a viva voz, labraban silenciosamente en sus cerebros lo que sus padres pensaban, y con el tiempo hociquearon el tufo de los tiempos hasta que los años les darían la oportunidad de llenar con palabras los sentimientos fascistas aún imberbes.