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En esta década nace una nueva Argentina. Esto no quiere decir que el país que surge nada tiene que ver con el anterior. No sólo las revoluciones comunistas son las que anuncian la llegada de algo radicalmente nuevo. Hay novedades radicales que sin anuncio altisonante ni promesa de una justicia total refundan una nación. Refundan o refunden en este caso. 

En las postrimerías del gobierno de Alfonsín el país no era gobernable. Las instituciones que sostienen el andamiaje republicano estaban pulverizadas. Los tres poderes representativos no sólo no representaban al pueblo sino que eran ignorados por el resto de la sociedad. 

Todos mandaban y nadie gobernaba. Los sindicatos decretaban su sucesión ininterrumpida 

de huelgas. Las fuerzas armadas se hallaban en estado de insubordinación respecto del poder ejecutivo. Los que manejaban el poder financiero decidieron sacar sus fondos de los bancos. La policía contemplaba cuando no organizaba el asalto a los hipermercados. El país vivía un estallido hiperinflacionario que licuaba el valor de la moneda. La Iglesia veía caer en el pozo del infierno un nuevo intento de soberbia laica y librepensadora. Se terminaba un nuevo sueño, el sueño europeísta que quería colocarnos junto a la Italia moderna y a la España moderna en pocos años. 

Pero junto a ése sueño también se terminaba una realidad. Lo que había mostrado el 89 era que el mundo también había cambiado. El socialismo de Estado había decretado su derrota y la ideología revolucionaria comunista se había quedado sin antecedentes históricos. Las utopías pertenecían al mundo de los espectros. 

Freud hablaba de los restos diurnos que se instalan en los sueños. Argentina vuelve a soñar en los 90, sueña con Ferraris, con Miami, con electrodomésticos, con un producto bruto que se infla anualmente, con estabilidad de precios, con modernización tecnológica, con teléfonos que andan, con créditos inmobiliarios, con consumo. Hay una reforma cultural por la cual la riqueza se desculpabiliza y los millonarios tendrán su salvoconducto. 

A los ricos se los hace pasar con sus camellos cargados por el ojo de la aguja para que tengan su lugar en el paraíso. 

Argentina, país de los milagros, seguía vivo, un nuevo milagro era la prueba. Los traicionados del sistema, los que habían votado a Menem pensando que con él se restauraba el poder nacional y popular, o el resentimiento progresista que no sabía donde colocar su hocico, contemplan impotentes la euforia menemista acompañada por la simpatía popular. 

Pero del sueño hubo un despertar. Ocurrió a fines de 1994. Se llamó Tequila. Los argentinos descubren una realidad que ya le habían inoculado hacía un tiempo: la globalización. El sueño sólo se había sostenido en una entrada de capitales especulativos que succionaban ganancias gracias a una paridad monetaria que coexistió dos años con tasas de interés elevadas. Una población que desconocìa el crédito aceptaba pagar intereses de un 40% anuales a moneda constante. El salariazo prometido era, en realidad, un endeudazo.A éste fenómeno financiero se le agrega la privatización de un aparato de Estado que se diluye en monopolios privados. Luego la fisura. La desocupación crónica y policlasista. 

Los expertos cuyo saber se sostenía en severos argumentos, diagnósticos inapelables y terapias rigurosas, escondieron sus carpetas y se dispusieron a tejer nuevos sofismas. 

El gobierno que había hecho todo bien recibía los embates de afuera, pero no era el viejo imperialismo sino la globalización. Y en este nuevo fenómeno económico y financiero se distinguía del anterior en que no se basaba en el modelo de la conquista. No se trata de un Imperio que chupa las riquezas de la colonia. La globalización es asunto de metereología. Los capitales son los nuevos sujetos del poder y tienen la conducta de los vientos. Van y vienen de la mano de nadie. Un nuevo buque fantasma. 

La empresas argentinas cierran sus puertas porque los financistas internacionales retiran sus fondos de Malasia, las constructoras nacionales detienen las obras porque Yeltsin decreta un `default´, las automotrices despiden obreros porque Cardozo devalúa el real. Los efectos son nuestros pero las causas son ajenas y lejanas, y, además, circulares. Es una cadena de irresponsabilidades diagramada por un abogado judío nacido en Praga llamado Kafka. El imputado quiere saber cuál es el crimen del que se lo acusa. Pero siempre lo atiende un secretario. 

El espacio de la globalización se nos aparece como un laberinto. Se pierde en el infinito. La política se vacía, es mera palabra. Depende del azar metereológico. Retorna el espìritu trágico, todo depende de los dioses, de sus decisiones. Sólo que la leyenda de Moira, el destino según los griegos, ya no es cantada por los poetas sino calculada por peritos mercantiles que se visten como futuros `big men´( ver Lucien Freud, su cuadro Big Man). 

Es el mundo del realismo trágico. Pero el argentino inerme ante el destino tuvo su compensación. El país cultural refuerza su tradición pastoral. La gente encuentra en el periodismo a sus portavoces ecuménicos que le hablan y hablan por ellos en nombre del Bien. La inocencia se generaliza en la medida en que se nombran culpables. En una comunidad en la que todos acusan la pureza es endémica. Hay quienes proponen luchar contra la corrupción mediante el arte de la pedagogía. Van a los colegios a decirles a los chicos que si se machetean terminarán como Dromi. 

Entre una economía trágica y una ética pastoral, los argentinos se enfrentan con el mismo desafío que los griegos hace dos mil quinientos años: deben inventar la política.