Blue Flower

 
 
Lo que ha sucedido en la escuela de Carmen de Patagones no puede ser calificado de crimen, y menos de barbarie. La declaración del Ministerio de Educación –  que ha impartido la orden de su lectura y comentario en las escuelas - habla de asesinato, de irracionalidad, y sobre todo habla de su apuro por estar presente en los medios. Lo que ha sucedido pudo haber ocurrido en un shopping o en la calle. Pero parece no importar tanto  lo sucedido. Lo que sí es fundamental es que sigamos hablando de lo que nos gusta hablar: de nosotros mismos. Sociedad hipernarcisista que nunca deja de hablar de sí, que todo lo relaciona consigo misma, que cree cumplir una misión pastoral beatífica cada semana. Por que hoy es Carmen de Patagones, ayer Blumberg, mañana será en una cancha de futbol, y todo servirá para volver a interrogarnos sobre qué nos pasa a los argentinos. Nos pasa que estamos enfermos de una enfermedad educativa.
 
Existe un problema educativo en la Argentina, y no es el de los chicos, ni de los que estudiaron poco, sino de los que están bien alfabetizados, de los señores periodistas, el de los cronistas, los funcionarios de ministerios, intelectuales, políticos. Es la enfermedad de los que no quieren quedar afuera de la noticia, del regodeo en el dolor ajeno revestido de indignación, es la búsqueda de la primicia de sangre y de la imagen sádica, la del micrófono usado como arma y de la pérdida del mínimo respeto por el dolor del otro.
 
¿ Si esto pasa sólo aquí? ¿ Si  es un fenómeno mundial? Nada acontece sólo aquí y nada pasa por igual en todo el mundo. Sucede en lugares en que el pudor no vale nada y en que el oportunismo del poder económico y político valen todo.
 
Nos alimentamos de nuestras propias secreciones. El hecho poco peso tiene ante lo que se dice después. La opinión pública no es lo que dice ni siente la gente. Es una megaproducción diaria. En Argentina no sólo vivimos en una sociedad de espectáculo. Producimos un delirio interpretativo que impide pensar. Los jefes de la educación repudian la barbarie como si se tratara de un acto terrorista. Lo que sucedío en Carmen de Patagones no es lo mismo que los horrores de Rusia e Irak. Condenan el asesinato como si alguien lo festejara. En nombre de la tolerancia tratan de bárbaro y criminal al desvarío de un chico de quince años. Ni siquiera parecen darse cuenta de lo que dicen. Eso es vivir de las propias secreciones. Se usan palabras muy políticamente correctas aunque lamentables, y después se cree en ellas.
 
El delirio interpretativo exige buscar una explicación para todo. La cadena de argumentos no tiene fin, por eso se busca una respuesta total y definitiva. A quien resuelva el enigma de la violencia en la Argentina, le dan  la llave maestra. Pero no se puede explicar todo porque no hay un todo. Las sociedades no son bloques compactos, por el contrario, se organizan y desorganizan en tabiques separados.
 
Nuestra sociedad es sumamente pacífica, y tiene focos de violencia diferenciada. Llamo violencia a la racionalidad aplicada a provocar sufrimiento y destruir la vida. Por eso vincular irracionalidad y violencia es falso. No sería fácil encontrar otras regiones del mundo en las que después de lo que sucedió en nuestro país, la reacción masiva no vaya mucho más allá de dificultades de tránsito. Confiscar ahorros, echar a la calle a millones de personas, hacer de la mentira un orden establecido, provocar el descreimiento generalizado, puede acarrear consecuencias bastante más graves que las que hemos visto aquí  hasta ahora.
 
Las sociedades son entes quebrados. Las recorren esquizofrenias de supervivencia. Por eso podemos sentarnos todas las noches horas frente al televisor y ver horrores. Estamos en casa, a salvo, podemos ejercer las emociones del espectador griego frente a los dramas antiguos: miedo y compasíon. La diferencia reside en que ellos iban al teatro y la distancia que sentían y activaban se debía a que estaban frente a actores. Nosotros estamos ante periodistas que dicen entregarnos la verdad y frente al sitio del acontecimiento.
 
El juego actoral  de ayer es la pantalla de hoy, nuestra nueva escena.
 
Hay una forma de la violencia en Argentina que una vez que entra está para quedarse. Lo hemos llamado Plan Traficar. Se expande como un cáncer y ataca a los niños. Los usan como “ mulas” de traslado. Produce la drogadicción en los menores. De la cocaína rebajada al krack. En nuestro país siempre hemos actuado con extrema ignorancia respecto de este tema. Lo incorporamos a los prejuicios puritanos de nuestra tradición. Psiquiatras, moralistas y pseudo especialistas a sueldo de siniestros personajes hicieron de la adolescencia y la juventud un grupo de riesgo y sospecha. 
 
Los secuestros constituyen otra forma de  violencia, son redes de delincuencia criminal que penetró los aparatos de Estado. Toda violencia se organiza, se piensa y se paga. Lo que sucedió en Carmen de Patagones es otra cosa. No queremos aceptar que lo sucedido en el sur pudo no haber sucedido jamás.
 
Fue terrible lo del sur. Pero ha sido un accidente. Una locura. Algo imprevisible. Un dolor sin remedio. La batahola que se ha armado muestra la necesidad del negocio económico y político. Es una noticia que rinde, pero es una inversión de corto plazo, no más de dos semanas. Los intereses devengados por el dolor mediático no pueden cobrarse durante mucho tiempo, no conviene. Hay que hacerle lugar a otro dolor, y, por supuesto, a un nuevo placer.
 
Hace tiempo que no vivimos de otra cosa.  Es nuestro circo, a falta de pan, de auténtico pan. Ahora podemos lanzarnos a hablar de la inimputabilidad de los menores, opinarán juristas y psiquiatras con ideas de emergencia, crearemos un lindo ambiente para que Junior piense en suicidarse, nos haremos al fin una buena fiesta.
 
( octubre 2004)