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Shylock

Por Tomás Abraham

 

(Primera  parte)

Haremos una lectura ingenua de la obra. La seguiremos de un modo lineal. Los acontecimientos determinaran nuestras impresiones con sólo seguir la trama.

Ingenuidad no quiere decir descabezamiento ni decapitación, y menos vaciamiento de ideas. No nos lavaremos el cerebro para dar a entender que jamás hemos oído hablar del personaje. Pero no discutiremos los argumentos que a lo largo del tiempo y en la dispersión de los textos, abundan sobre el significado de la obra.

Sólo nos interesa el “plot”, el guión y su composición.

Ingenuidad, entonces, porque no hay  apuro alguno en encontrarle un significado a la obra, ni a lo que su autor quiere decir. No sabemos qué quiso decir. Como tampoco sabremos de un modo explícito qué es lo que inquieta al primer personaje - Antonio - con el que comienza esta historia veneciana.

Una salvedad respecto de esta virginidad interpretativa es que la presentación que se hará  a continuación supone la lectura de la obra. Por lo que en este caso se trata de una relectura una vez finalizado el primer recorrido del texto.

Volvemos a leer para comentar por escrito.

Sin embargo, además de admitir que lo que aquí comienza, viene después de una primera lectura, también debemos reconocer que es imposible leer una obra de Shakespeare sin preconceptos. Sus piezas tienen el mismo alcance universal que la Biblia. Los nombres de Romeo y Julieta son tan conocidos como los de Caín y Abel, el de Otelo tanto como el de Moisés; quizás lo sea menos el de Portia, pero puede compararse con el de Agar – mencionada en el relato- .

Otro de los factores que dificultan la premeditada ingenuidad,  es el que encontramos en un mercader portador de un sentido previo que es la de ser judío. Y esta identidad lejos está de ser neutra. No lo es.  Está cargada de significado. Tantos judíos se han matado a los largo de los siglos, tantos se han incinerado en sucesivos pogroms, hasta llegar al genocidio nazi, que el hecho de que haya una obra en la que encarna los rasgos típicos con los que la cultura lo ha caracterizado siempre, nos predispone mal o bien en la lectura.

Ningún judío que se asume como tal lee esta obra con liviandad,  por el contrario, es posible que lo haga con una posición tomada que le permita concluir en que es un texto antisemita y su autor un odiador de judíos.

Además, el escándalo moral trasciende a cualquier feligrés afín por su religión al personaje; también una persona educada con valores universales y humanistas denunciaría el carácter racista de la obra.

Este enfoque parcial no sucede sólo en un escrito en el que un judío es el protagonista, se repite - en el caso del poeta inglés - cuando le toca a un moro como Otelo, a un ser primitivo como Calibán o a cualquiera de las mujeres que en diferentes fragmentos pueden ser despreciadas.

La literatura de género, la de minorías o la subalterna, tiene a sus propios buscadores en procura de frases que reflejen una mentalidad políticamente deleznable de algún inmortal que hasta la fecha descansaba laureado en el podio. Sobresale el intérprete que debajo de cada monumento encuentra un deshecho maloliente que exhibe ante la tribuna de algún recinto académico.

Dos lectores con autoridad opinan al respecto.  Uno es el historiador Tulio Halperín Donghi que a propósito del neorrevisionismo en la historia argentina, dice que se dedica a encontrar alguna miseria debajo de cada monumento; y Harold Bloom que ha sintetizado esta actitud llamándola “escuela del resentimiento”.

Por considerar – para emplear lenguaje futbolero - que poco interés tiene criticar los resultados del domingo con el diario del lunes, intentaremos despojarnos de nuestra identidad sexual, religiosa, biológica, política, y de todas las demás en la que puede apoyarse un negro, otro judío, una mujer o un homofilico u homofóbico respecto de sus semejantes de clase, género o fe,  para esta vez presentarnos sin ropajes, en carne y hueso, ante la primera página de la primera escena del primer acto de esta obra.

No haremos más que narrarla y trasmitir las impresiones que nos va causando.

La leemos en castellano en una versión del filólogo, filósofo, critico literario, historiador, erudito, Marcelino Menéndez y Pelayo, quien al morir dejó de herencia una biblioteca de cuarenta mil volúmenes entre los cuales varias ediciones de Shakespeare en lengua original sumadas a decenas de versiones traducidas a diferentes idiomas. Esta edición de la editorial Tayrona está ilustrada por Sir John Gilbert, afamado pintor británico del siglo XIX, quien dedicó al poeta pinturas y grabados de muchas de sus obras, una de las cuales, “The plays of William Shakespeare”, es un oleo en el que se ve a la mayoría de los personajes del poeta, uno al lado de otro, en sus poses características.  

Comenzamos. Antonio está triste, y no sabe por qué. Nosotros tampoco. Nadie lo sabe. Salarino, un amigo, nos acompaña en la ignorancia. Pero supone que si un comerciante tiene toda su riqueza embarcada en naves que recorren todos los mares de la tierra, no puede ni debe dormir tranquilo. No hay diarios, ni internet , ni teléfonos, en la Venecia del siglo XVI, que lo tengan informado al instante sobre la ventura de los cargamentos. Ni escuchamos hablar de compañías de seguro que garanticen que ante cualquier infortunio que pudiera ocurrir, tiene cubierto el costo del daño sufrido. No, Antonio está a la intemperie tanto como sus naves, a merced de los vientos, de las  rocas y de los piratas.

Salanio, otro personaje que redondea el trío de amigos, es partícipe de la supuesta preocupación que debería desvelar a Antonio. Las sedas y las especias pueden desaparecer bajo las aguas. Pero Antonio tranquiliza sus ánimos porque su fortuna está distribuida en muchas naves y ya sería no sólo una catástrofe sino una maldición divina que todas naufragaran.

Entonces Salanio hace una misteriosa y arbitraria afirmación. Le dice que si no es por el dinero en peligro que está triste, hay una única razón que explica su decaimiento. Debe estar enamorado.

La respuesta de Antonio es violenta, reactiva, malhumorada. Le exige que se calle. ¿Por qué? No sabemos, nunca lo sabremos, pero poco a poco algo raro husmearemos en este silencio que grita. Hay un secreto inconfesable pero sugerente a la vez.

Aparecen nuevos personajes. Basanio, el mejor amigo de Antonio, y Graciano, un ser extraño que tiene el hábito, para algunos el mal hábito, de filosofar. Al verle la cara a Antonio, imagina que se preocupa demasiado por los males que pueden ocurrir. El mundo no merece tanto cuidado. Estamos, en apariencia, en presencia de un neoestoico veneciano. Para él no hay que preocuparse en demasía por nada. Las cosas son como son. La respuesta de Antonio nuevamente es enigmática. Contesta que bien sabe cómo se mueve el mundo. Para él es un teatro en el que cada uno tiene su papel, y que el suyo es bien triste.

Indudablemente, este hombre no cambiará su actitud, está empecinado en su tristeza. Graciano dice que el papel que a él le tocó en suerte por el contrario, no es el que depara  la pesadumbre, sino el de gracioso. Pero no lo es, a nadie hace reír, se trata más bien de un charlatán que dice todo lo que pasa por su boca antes que por su cabeza. Es sarcástico y tiene un humor negro que sus amigos soportan, a veces disfrutan, algo inconveniente en reuniones sociales.

Además filosofa y se burla de la cara adusta de Antonio que le recuerda a los individuos silenciosos que posan de misteriosos como si fueran oráculos. Quieren que todos estén expectantes de las palabras no proferidas ya que se debe presumir que ocultan un gran valor. En fin, son para él unos necios sin importancia.

Basanio da por terminada la disquisición y dice que no vale la pena escuchar a Graciano; da demasiado trabajo entender lo  que quiere decir, y el resultado no recompensa el esfuerzo.

Una vez hecho este precalentamiento del va y viene de tristezas e ironías , entramos en tema. Basanio necesita plata porque está enamorado de una señorita que vive en Belmonte. Si alguien quiere ubicar geográficamente este sitio, perderá el tiempo. Es un invento del gran bardo. Pero existe aunque fuere en la ficción, porque ahí vive la hermosa doncella a la que cortejar cuesta dinero que Basanio no tiene y Antonio sí.

Basanio coquetea para que su amigo no crea que le pide dinero. Tan solo le expresa un deseo imposible de realizar y que arruina su vida, pero no importa, si debe sufrir de amor lo hará, o si no consigue soportarlo , morirá de soledad y melancolía.

Para sorpresa de todos por lo inesperado de la respuesta, vemos como Antonio le dice que de ninguna manera dejará que su amigo sufra de amor, porque él, Antonio, lo quiere tanto, pero tanto, que no hay precio que no pueda pagar para que su amigo conquiste su felicidad. Que para eso están los amigos, para dar, para sacrificarse en nombre de la amistad, para entregar bienes, honores, y hasta el cuerpo, sí señores, hasta el cuerpo, por el amigo.

Basanio no lo puede ver en ese estado ni que lo ame con tal desconsuelo, y quiere protegerlo del excesivo afecto que siente por él. Le dará una oportunidad de ser generoso. Ya le debe con anterioridad, dinero y favores, pero le comunica que si esta vez el platillo de la balanza se inclina a su favor, si la fortuna lo favorece, entonces, con el nuevo préstamo Antonio tendrá saldado no sólo el dinero fresco que ahora le ofrece  sino el ya devengado y gastado.

Por eso Antonio podrá gozar de una doble felicidad. Por un lado porque se le devolverá providencia mediante una suma pretérita y otra actual, y porque ya no deberá estar triste por su amigo, por el contrario, podrá compartir su contento de irse a amar a su querida en la ciudad de Belmonte.

Será feliz por la dicha de su amigo.

En realidad, Basanio no tiene asegurado el favor de su amada, ya que deberá participar de un certamen en el que rivalizará con otros candidatos que cotejan por la mano de una  misma belleza.

Pasamos a la segunda escena. Vemos al objeto del deseo con una criada. Portia y Nerisa. Sucede que la dama sólo puede desposar a quien descifre un artilugio ideado por su difunto padre. Como ella es una hija devota y considera que su padre era santo y sabio, se somete a la prueba y ha decidido entregarse al candidato que salga ganador de la contienda ya sea jorobado, con un ojo mocho, negro, sin dientes y con mal aliento, viejo, impotente o pobre.

Si inquirimos la causa por la que un padre deja en su testamento semejante mandato, erramos el bulto. Porque la respuesta es obvia: Shakespeare así lo quiere. Y nadie sabe las razones por las que un autor decide el curso del mundo. Hace lo que le place, nos guste o no. Es así. El padre de Portia no quiere que su hija se case de un modo tradicional, exige una prueba en la que los festejantes demostrarán su pericia.

Estamos ante un test curioso en el que se ponen a prueba simultáneamente el coeficiente intelectual y la probidad moral.

La prueba consiste en lo siguiente: hay tres cajas, una de oro, otra de plata y otra de plomo. En una de ellas está el retrato en miniatura de Portia. Quien adivine - de acuerdo a la interpretación que haga de una leyenda escrita en un pequeño papel dentro del cofre - en cuál de ellos está la imagen, la hará esposa. Quien no acierte, no sólo la perderá, sino que bajo juramento prometerá que jamás se casará con mujer alguna.

 O Portia o muerte.

La cortejada es famosa por su belleza. Tiene varios aspirantes. Todos le dan risa. Para ella el príncipe napolitano está enamorado de su caballo y no hace más que hablar de herraduras. El conde Palatino es afeminado, pusilánime, perdedor, melancólico, filosofante, aburrido.

El Caballero francés, parece que tiene un rasgo que lo elimina de entrada. La señora dice que tiene un cuerpo que no es el de un hombre. Nuestra imaginación es libre y puede volar por donde quiera. Puede ser un hombre con pechos, ancho de cadera y voz aflautada, con labios carnosos y calvo. No lo sabemos.

El desprecio de Portia por otros pretendientes es minucioso. Un joven barón inglés es rechazado porque sólo sabe hablar inglés. A un lord escocés se lo descarta, porque se humilla y es cobarde. A un joven alemán sobrino de un duque de Sajonia, porque a la mañana tiene un carácter podrido y a la noche se convierte en una bestia después de beber.

Luego recuerda a un joven veneciano que la visitó un día cuando su padre aún vivía, ese mozo llamado Basanio. Tanto la criada como su dama están de acuerdo en que era merecedor de los mayores elogios.

Al enterarnos de esto último ya podemos intuir a quien le corresponderá la suerte de tenerla en la cama.

Una vez esos pretendientes despedidos, las señoras están dispuestas a recibir a otros nuevos.

Pasamos a la tercera escena del primer acto.

Al fin aparece Shylock. Basanio le pide prestado tres mil ducados por tres meses con la garantía de pago ofrecida por Antonio. El mercader considera a Antonio un hombre honrado y buen pagador. Al ser invitado a cenar, rechaza el convite porque sabe que los cristianos comen cerdo. De inmediato se expresa con despecho sobre Antonio que le parece por su aspecto un recaudador de impuestos, que presta dinero sin interés en nombre de la caridad cristiana, y que en nombre de esa misma caridad lo insulta en público, lo patea y lo escupe.

Tres mil ducados que no parecen ser una suma exorbitante por lo que veremos poco  después, no dejan de poner a Shylock en la obligación de pedirle esa suma a otro judío de nombre Túbal.

Sigue una discusión entre Antonio y Shylock sobre los distintos modos de prestar dinero. Con o sin interés, por caridad  o por usura. El judío invoca escenas de la Biblia en la que se hacen negocios que justifican ese tipo de ganancia similar a la usura, pero Antonio replica que lo que las trampas que Dios permite a Jacob no le autorizan al mercader a aprovecharse de las necesidades del prójimo.

Si el dinero es materia inerte, estéril e infecunda, como dice Antonio, sacarle provecho es antinatural y sacrílego.

Es una discusión entre dos comerciantes, en la que a pesar de haber sido vejado, Shylock quizás reconfortado por su lugar de prestamista ante gente que lo abomina a la vez que lo necesita, intenta un arreglo en términos amistosos. Pero es en vano. Antonio dice que volvería a insultarlo y escupirlo cuantas veces pudiera. Y le propone un modo de pactar como el que se hace con un enemigo.

Shylock se sorprende por el enojo con el que Antonio negocia y conduce las tratativas, pero al ver que el tono hostil no ha de cambiar, sugiere un contrato al que define como “chistoso”.

En caso de no cumplir con lo pactado, Shylock tendrá derecho a cortar una libra de carne del cuerpo de Antonio del lugar que mejor le parezca. La retribución le parece irrisoria, de nada vale esa carne, no podría obtener ningún dinero, vale menos que una libra de buey, carnero o cabra.

El judío piensa que una sanción tan ridícula en caso de verse perjudicado, sólo puede templar la animosidad de su deudor. Se equivoca.

Primera escena del segundo acto.

Nuevamente pasamos a los aposentos de Portia. Pero antes resumamos nuestras impresiones de la primera parte.

Tenemos a un homosexual reprimido, a un farsante buscador de fortunas, a una petulante sometida a su padre, y a un comerciante judío vejado,  insultado, escupido, que presta dinero con la sola garantía de un pedazo de materia humana que no le sirve para nada.

El tildado de usurero presta sin interés. El cristiano caritativo odia al semita, está enamorado de su  amigo y le ofrece dinero para al menos no perder del todo el vínculo y tenerlo de deudor ya que no puede ser su amante.

Ahora recomienza el desfile de candidatos en pos de la bella dama que ruega que todos pierdan la apuesta. El primero es un príncipe marroquí de piel oscura, musulmán. Pero el autor nos mantiene en ascuas sobre el desenlace de la prueba y la interrumpe para pasar de inmediato en una nueva escena a Venecia. No es que importe demasiado lo que pueda suceder en Belmonte con las ridículas artimañas pergueñadas por el finado padre en supuesto beneficio de su ociosa hija.

Como si Shakespeare se hubiera acordado que la obra que escribe trata de un mercader judío en Venecia y no de un pretendiente veneciano que abandona a su enamorado bajo caución hipotecaria por una doncella caprichosa.

Se introduce en el mundo de Shylock. Aparece Lanzarote, su criado, y el padre del sirviente, un tal Gobbo. Los especialistas seguramente podrán explicarnos la razón por la que aparecen en escena tantos personajes secundarios que distraen de la trama principal sin que aporten nada valioso. Será porque el género así lo estipula, o lo permite, nos referimos a la comedia, al entramado de historias paralelas que en algún momento se juntarán para anudar todos los hilos sueltos hasta llegar al feliz desenlace.

Entre estos plebeyos, padre e hijo, se desarrolla una  escena breve llena de malentendidos, bromas sin gracia, que tienen el propósito de reforzar la imagen del judío como el de un patrón desgraciado, maltratador, aborrecible, sin que sepamos bien por qué. De lo que sí nos informamos es que Lanzarote quiere ir a trabajar a lo de Basanio porque dice que el judío lo mata de hambre.

Si así fuera, no nos explicamos el sentimiento de culpa que tiene el criado y las dudas que lo embargan para tomar una decisión cuya conveniencia es clara y distinta. Cuando Lanzarote se encuentra en la calle con Basanio y le pide empleo, éste le dice que en una ocasión, Shylock se lo había recomendado.

La tercera escena de ese segundo acto desovilla la madeja de a poco y nos presenta a la hija del judío, Jessica, una bella judía, tan bella que debe repetirse más de una vez que es bella y que es judía. Por ser tan agraciada no hace más que maldecir a su padre, avergonzarse de él, dolerse por estar ligada a él por la sangre aunque nunca por la fe ni por las costumbres.

Se ve que no sólo no ha leído los diez mandamientos, si lo ha hecho se ha salteado el cuarto, mientras jura que se ha de fugar con su amante Lorenzo y se convertirá al cristianismo.

La siguiente escena muestra una confabulación entre los amigos de Basanio con Lorenzo, para preparar la huída de Jessica. La señorita se disfrazará de paje y le hurtará a su padre una buena cantidad de joyas, monedas y piedras preciosas, para disfrutar con su novio de una buena vida, no en el sentido aristotélico ni cristiano, más bien veneciano.

En la quinta escena Shylock dice algunas cosas incomprensibles, musita frases dirigidas a Jessica en ausencia de su hija a la que aparentemente advierte que en casa ajena no podrá estar todo el día durmiendo ni comprarse cada mes un vestido nuevo, y se prepara para ir a casa de Basanio a una recepción a pesar de la dieta herética que consumen. Le pide a la hija que cuide la casa y eche llave a todas las puertas.

Despide a su criado que se va a trabajar a lo de Basanio, y lo hace sin rencor. Dice que en el fondo no es malo sino perezoso y comilón.

Le recuerda una vez más a su hija que cierre con llave las puertas, y una vez sola en su casa, Jessica se dice a sí misma que sólo una maldición puede llegar a evitar el momento en que tenga la dicha de no tener más padre.

En la sexta escena los amigos se impacientan ante la tardanza de Lorenzo para recibir a su disfrazada novia, lo que permite a uno de ellos, al filósofo Graciano, a hacer lo que mejor hace: filosofar. Dice que el tiempo es distinto para quienes aún no han saciado su sed que para los  ahítos y empachados. Unos se apuran, otros remolonean, y el mismo placer difiere del que está por iniciarse que del que ya es recuerdo.

Se les unen Lorenzo y Jessica, y Basanio, por su lado, aprovecha de los vientos favorables para embarcarse a Belmonte. Con esta doble llave que abre las puertas del amor, termina la escena.  

Ahora estamos en los aposentos de Portia en la que el príncipe de Marruecos dirime su destino. En el cofre de oro la leyenda dice: “quien me elija, ganará lo que muchos desean”. El de plata: “quien me elija tendrá lo que se merece”. El de plomo: “todo tendrá que darlo y arriesgarlo el que me elija”.

El noble marroquí no está dispuesto a darlo todo por plomo; respecto de los merecimientos que le exige el de plata, lo hacen dudar por el sistema de evaluación puesto en funcionamiento. Se queda con el de oro y pierde. Al abrir el cofrecillo se   encuentra con una calavera y en el hueco de sus ojos un rollo en el que dice: “no todo lo que reluce es oro”.

Portia respira hondo y espera que al menos los próximos candidatos tengan la piel algo más clara.

En esta ida y vuelta entre la ficticia Belmonte y la real Venecia, volvemos a la `Serenissima` en la que los amigos de Basanio cuentan como el judío enloquece al enterarse de que su hija se fugó con todo su dinero, y le pide al Dux que inspeccione la nave de Basanio pensando que podía estar allí con su amante.

Corre y grita por las calles en busca de su hija y su riqueza. Los señores comentan que hay rumores sobre naufragios de naves comerciales y ruegan que ninguno de ellos sea el de Antonio visto el estado incontrolable de Shylock que de no cumplirse el contrato parece capaz de cualquier cosa.

Recuerdan una escena en el puerto en el que Basanio al despedirse le promete a Antonio que volverá lo antes posible para reintegrar la suma prestada, y recibir como respuesta la mano tendida de su amigo, los ojos llorosos  y palabras de aliento y tranquilidad para que se tome todo su tiempo para obtener el amor que ansía.

Antonio sigue triste y desconsolado.

En la casa de Portia comparece el Infante de Aragón que decide descartar el cofre de oro porque elegir lo que todos desean lo harían parte de la multitud grotesca. Cree en el mérito y abre el de plata en el que aparece una cara de un estúpido con el cejo fruncido y una carta en que la sucesión de palabras confirman su imbecilidad. 

Finalmente, tenemos la suerte de pasar al tercer acto, a su primera escena en las calles de Venecia, en las cercanías del puente de Rialto en el que se reúnen los pasantes. Una especie de ágora sobre canales.

Recordemos que en el teatro isabelino los cambios de escena y  sucesión de lugares se hacen en un mismo espacio, un sitio neutro, sólo variable por el juego de palabras.

Se confirman las noticias de que algunas embarcaciones de Antonio se han hecho trizas contra las rocas. Salanio y Salarino se encuentran con Shylock y se burlan de su dolor por perder hija y dinero. Le comunican la desventura de Antonio y ven como el judío enfurecido les dice que mejor que Antonio haga honor a  su palabra porque no tendrá reparo en hacer cumplir al pié de la letra lo estipulado por el contrato.

Shylock se encuentra con Túbal que le cuenta que se ha enterado de que su hija gasta fortunas y vende joyas valiosas para comprarse un mono. El mercader vocifera de odio y jura venganza. Para él, Antonio y Jessica forman parte de un mismo entramado de humillaciones, de odios encarnizados por el sólo hecho de que es judío.

Es el momento en que clama por su dignidad de ser humano y dice que tiene los mismos ojos y orejas que el resto de los mortales, que cuando lo lastiman le duele como a todos, que se enferma como el resto de los hombres, y que si lo ofenden se venga como lo harían otros en su misma situación.

En la escena siguiente volvemos al ritual de Belmonte en la que se juntan la señora y el último pretendiente que no es más que el esperado galán veneciano.

Imaginamos a Kate Blanchet con aire arrogante y a un Errol Flyn con su bigotito recortado, allende las temporalidades del celuloide, urdiendo la trama de la adivinanza que puede unirlos para siempre o separarlos definitivamente. No hace falta esperar mucho para enterarnos de que la elección del cofre de plomo es la correcta mientras novia y novio exclaman “viva el amor!”.

Basanio no se ha dejado engañar por las apariencias, ni por el  brillo del oro ni por los encantos de la mercenaria plata. Portia no cabe en sí de gozo y felicidad, ha cumplido con su padre y con su libido, y en prenda de enlace le da su anillo con la promesa de que perderlo es perderla.

Por lo visto a la dama de Belmonte le gustan los certámenes.

Esta escena es importante porque en medio de la felicidad que embarga a los enamorados, llegan noticias desde Venecia que Antonio está en quiebra y que el judío quiere que se cumpla con el contrato a rajatablas. Esto significa la muerte del amigo, porque la libra de carne que se ha se cortar de su cuerpo es la que cubre el corazón.

Jessica que está con ellos en Belmonte y que no pierde oportunidad de maldecir a su padre, confirma los temores de Basanio al recordar palabras paternas en las que manifestaba su deseo de que no se le restituyera el dinero para así poder rebanarle ese pedazo de carne a Antonio.

Son tres mil ducados el monto de la deuda. Al escuchar esta suma, Portia se sorprende por el espamento que se hace por una cantidad que ella puede duplicar o triplicar si es que  tal acto puede llegar a moderar la codicia de Shylock.

Por lo que hay una cuestión en litigio que no nos resulta clara. Si el dinero que Basanio necesita para solventar su crucero del amor no es grande, si Antonio debe poner como garantía sus bienes en alta mar, si Shylock no cuenta con esa suma y debe solicitarla a Túbal, y si a Portia le parece poca, entonces debemos concluir lo siguiente:

Portia es multimillonaria. Antonio no lo es, y Shylock menos.

Hay un gradiente de riquezas en el mundo veneciano que tiene un entretejido más fino que el que divide a ricos y pobres. Y hay algo que no se comprende del todo. ¿Por qué Antonio busca como  prestatario a un judío usurero que carece de gran capital habiendo tantos ricos venecianos que ofrecen dinero sin interés de acuerdo a los preceptos de la caridad cristiana?

Una pregunta inverosímil que hurga en la intencionalidad del autor, pero que no carece de toda validez ya que se trata de la coherencia del “plot”.

Le llega al dichoso Basanio una carta de Antonio. Lo pone al día de sus desventuras. Lo ha perdido todo. Está condenado a la pena capital. No le pide nada a su amigo, dice que no le debe nada, le es suficiente poder verlo antes de morir, o que él lo vea en la hora de su muerte. Y agrega que si no puede, si prefiere quedarse al lado de su amada, que lo haga. Si estima que su amistad no vale el viaje, tampoco la carta valdrá lo que no vale su amor para un último encuentro.  

La tercera escena del tercer acto le agrega tensión al drama. De comedia de costumbres, equívocos, chanzas, personajes accesorios para alegrar al público, cambia el tono y pasiones más auténticas entran en colisión.

Los dos personajes más interesantes de la obra se enfrentan. Antonio pide clemencia. Shylock no ve la causa por la que debería sentir piedad por una persona que lo llamaba perro cuando no le había hecho ningún daño. El judío, por el contrario, puede estar contento, es una cuestión de poder y de dignidad.

El que lo escupía en público y lo insultaba le pide dinero, y ahora le ruega conmiseración. Le toca  a él decidir, es alguien, somete a su verdugo. No tiene pruritos en llamarse a sí mismo un vengador.

Cuando se había establecido el contrato, la prenda que exigía a pesar de ser cruel, por lo irrisorio de su posibilidad de cumplimiento, y, además, porque el deudor tenía casi asegurada la devolución del préstamo, nada hacía presumir este desenlace.

Pero, tampoco nada hacía prever que una vez firmado el contrato, el judío se vería vejado en su propia casa, robado por su propia hija con la complicidad de los amigos de su deudor.

Antonio acepta la decisión del judío y la explica por un recelo propio de su raza. El haber prestado dinero sin cobrar intereses le hizo perder clientes a Shylock, y es esa falta la que no perdona. No reconoce en él sentimiento alguno, ninguna humanidad, nadie a quien pueda dolerle la humillación o el desprecio de su hija, no puede dejar de escupirlo.

La autoridad del Dux es requerida para ver si se encuentra una solución alternativa. El problema es que la ley en Venecia existe para dar cuenta de una función primordial, que es la de asegurar las fuentes de ingreso del fisco, incrementar la actividad comercial, y no crear desconfianza en los poseedores de riqueza que invierten en la república.

Con la cuarta escena, el protagonismo de los personajes cambia de signo. Es Portia quien de ahora en más dirigirá la trama. Elabora un plan para salvar a Antonio. Nadie sabrá del mismo salvo su criada Nerissa. Se despide de todos mientras Basanio retorna a Venecia para acompañar las últimas horas de su amigo. Portia anuncia que se retira a un convento mientras espera a su amado.

Pide la asistencia de un famoso letrado de Padua al que le escribe una carta en la que le pide dos trajes de hombre y unos papeles. Se disfrazará de hombre e imitará el modo de hablar y la geticulación de un varón con autoridad.

La última escena del tercer acto, no es más que otro de los operativos de relajamiento y distracción antes de cobrar nuevo impulso para el desenlace final. Jessica, Lanzarote y Lorenzo,  juegan con las palabras y con la imaginación. Jessica le comunica al criado su determinación de convertirse al cristianismo, lo que asusta a Lanzarote ante la posibilidad de un efecto contagio que sin duda aumentará el precio de la carne de puerco.

Llegamos al cuarto acto en donde todas las cartas se muestran sobre la mesa y a partir del cual los personajes no sólo ven realizados sus deseos sino que desnudan sus pasiones y, para llamarlo de un modo quizás poco apropiado, sus ideologías.

Se trata del desarrollo del juicio en el cual Portia disfrazada de juez con Nerissa travestida de asistente, está dispuestas a hacer cumplir las cláusulas del contrato. Le piden a Shylock considerar el pago en dinero de la deuda y dejar de lado el castigo en libras de carne del cuerpo de Antonio.

Pero el judío es inflexible, no le interesa el dinero, sólo lo domina el odio.  El haber sido humillado y denigrado por pertenecer a una tribu maldita que vive de la usura, descendiente de falsos profetas y sectas corruptas que organizaron el deicidio, le muestra al tribunal que no sólo lo mueve la codicia y el afán de riquezas. Es su dignidad la que está en juego y no tendrá clemencia ante quienes lo odian y lo seguirán odiando haga lo que hiciere.

Ante la pregunta de qué beneficio obtiene al recibir un trozo de carne inútil en lugar de dinero, responde que ninguno. Aunque sí admite, hay uno: que hace lo que se le antoja según su antojo. El judío sostiene que tiene derechos a gobernarse a sí mismo del mismo modo en que lo hacen casi todos. Hay quienes no pueden ver un chancho, otros se espantan cuando pasa un gato y otros orinan cuando escuchan el sonido de una gaita. Ejemplo este último algo llamativo porque el caso más usual que estimula la micción es el ruido del agua.

Shylock quiere obtener su placer. Verlo sufrir a Antonio. Es su venganza. Pero no es un sentimiento perverso. Por el contrario la perversión destilará su programa de crueldad investida por un placer grupal, casi desapasionado, en otros personajes.

Graciano, filósofo silvestre, no puede evitar de citar, ante la actitud empecinada del judío, a Pitágoras y su doctrina de la reencarnación. Para él Shylock debe haber heredado el alma de un lobo sediento de sangre que se introduce en el vientre de su madre judía.

Portia en el hábito de juez hace lo suyo cuando se refiere a nobles tradiciones e invoca las preceptivas de la aristocracia republicana de Roma, e intenta convencerlo con la  sabia lección que diferencia clemencia de fuerza. Gran dignidad hay en la templanza, porque es una dádiva de los fuertes, un gesto de grandeza de los poderosos. La justicia es implacable pero la piedad la suaviza porque la hace comprensiva y atenta a las debilidades humanas.

Nada altera la determinación de Shylock, ni siquiera la oferta de Basanio de saldar el pleito con el doble o el triple de la suma adeudada, maniobra desestimada por el mismo juez Portia ya que infringe las leyes de Venecia y sería una ruina para el Estado.

Vencido el plazo, todas las partes involucradas se disponen para la ejecución de la sentencia. Marcan la zona del corte, que debe ser cerca del corazón, buscan una balanza para pesar la carne cercenada;  Portia sugiere que se busque un cirujano para evitar en la medida de lo posible que Antonio se desangre, propuesta discutida por Shylock ya que no figura en el contrato.

Se le pregunta a Antonio si tiene algo más que alegar antes de la ejecución de la sentencia. Le dice a Basanio que ha tenido la fortuna de ver que su sacrificio lo hace feliz porque su amigo puede estar con su amada. Le envía saludos a Portia  – a quien cree ausente, recordemos que está oculta bajo su vestimenta de juez – y que le cuente el modo en que murió y el modo en que amó. Su morir de amor.

Basanio le responde que ama a su mujer más que a su vida, pero que no ama menos a su amigo que a su mujer.

En ese instante, Portia interviene con una frase algo extraña en boca de un juez. Dice que seguramente, la esposa de Basanio en caso de estar presente, no hubiera escuchado con agrado tal entrega amorosa de su esposo.

Nerissa agrega lo suyo, refuerza la reflexión de Portia imaginando que una situación como la que se observa haría de la casa de los esposos un infierno insostenible.

Este paréntesis que permite la explicitación del erotismo de cada uno y la manifestación pública de sus tendencias sexuales, se interrumpe para volver al centro de la escena, cuando Portia, en un arranque de genialidad, se detiene en la letra chica del contrato, un punto que nadie ha considerado.

La sanción que estipula el contrato habla de una libra exacta de carne sin sangre. En caso de sangrado el peso aumenta y viola la cláusulas del mismo. De ser así, de no respetar lo pactado por una mala ejecución del contrato, Shylock verá confiscados todos sus bienes de acuerdo a las leyes venecianas. Sorprendido ante la novedad, el judío queda satisfecho con el ofrecimiento de Basanio. Cuando el dinero está a la vista para ser entregado, Portia detiene el procedimiento, e inflexible exige que debe cumplirse el contrato a rajatablas. Y si la balanza muestra que hay más de una libra cercenada, Shylock no sólo perderá sus bienes sino también su vida.

El mercader judío decide renunciar a su demanda y que el infractor se quede con todo, pero Portia que ha pedido clemencia hacía un instante, es la justicia misma, es ciega. Nada de eso, no hay retiro posible, se cumplirá con la ley, y la misma dice que es el Dux que tiene el poder de decisión sobre la vida de Shylock por haber atentado contra la vida de un ciudadano veneciano. El judío será despojado de una mitad en favor del dañado, y el Estado se hará acreedor de la otra mitad.

El Dux le concede la vida pero se hará justicia con la distribución total de bienes. Entonces Antonio muestra sus virtudes cristianas y propone que si el estado veneciano se abstiene del cobro de la mitad de los bienes confiscados, por su parte se eximirá de cobrarlos, siempre y cuando Shylock se convierta al cristianismo y designe como herederos de sus bienes a su hija Jessica y a su yerno Lorenzo.

¿Qué responde el judío? Que acepta y está satisfecho. Y pide retirarse de la audiencia porque se siente enfermo.

Una situación con tal tensión, necesita de un aterrizaje suave. Shakespeare lo lleva a cabo en dos tiempos. Antes de terminar la primera escena de este cuarto acto, Basanio le dice al juez que desea retribuir con algo su extraordinaria labor. Portia no pide nada salvo un reconocimiento simbólico como el par de guantes y el anillo que lleva en el dedo.

Basanio duda porque la sortija era una prenda de fidelidad hacia su amada con la promesa de conservarlo porque de perderlo la perdería a ella también.

Pero alentado por Antonio que le dice que si bien debe considerarse su amor por Portia, tampoco hay que desmerecer el valor de la amistad y el servicio recibido que salvó la vida de su amado amigo.

Y así pasamos al último acto que comienza con esos pasos de comedia que el bardo disfruta para entretener a la audiencia. Y qué mejor que jugar con las palabras mientras los enamorados pasean por la alameda que conduce a la casa de Portia en Belmonte .

Jessica y Lorenzo miman una disputa en la que se acusan mutuamente de recíprocos engaños. Pero ante la aparición de Lanzarote cesan sus diatribas y esperan nuevas y reconfortantes noticias.

Es tal el bienestar que sienten ante el feliz desenlace de los acontecimientos, unidos por el amor y por las riquezas, que Lorenzo se vuelve ensoñador y contempla el firmamento. Escucha música celestial sideral, es la armonía de la que hablaban los antiguos. Jessica que por lo visto tiene un temperamento que no agota su bilis en el aborrecimiento de su padre dice que la música le molesta.

Lorenzo, feliz, paciente, y poético, le dice que esa armonía no es musical y sonora en sentido literal sino en un significado más abarcativo.

Es la coordinada semejanza entre el micro y el macrocosmos, la maravillosa correspondencia de todo con todo, en animales, flores, estrellas, eso es la armonía, y quien no la siente no es capaz de obrar bien.

Entran en escena Portia y Nerissa ya con su identidad de mujeres, y novias. La dama de Basanio, y la criada y amiga del gracioso Graciano

Recién llegados de Venecia Antonio y Basanio se unen al grupo. Ya están todos los que han esquilmado al judío. Los dos anillos entregados a los novios a cambio de la promesa no están en los anulares, y entre excusas y recrimaciones, todo se aclara cuando las dos mujeres revelan sus anteriores identidades y sorprenden a los mozos con sus artes del disimulo y sus habilidades retóricas.

Además, Portia trasmite la noticia de que ha llegado una carta que informa que Antonio ha recuperado parte de sus riquezas porque tres de sus barcos cargados de mercadería han llegado a puerto seguro.

Nerissa agrega que tiene una buena nueva para Lorenzo, se trata de una escritura por la que el judío le dona todos sus bienes cuando fallezca.

El yerno de Shylock que no carece de humor, no precisamente judío, exclama, que esa noticia le llega como maná del cielo al pueblo hebreo.

Fin de la obra. Recapitulemos. Portia y Basanio, juntos y riquísimos. Nerissa y Graciano, juntos pero de clase media. Lorenzo y Jessica, juntos y ricos. Antonio, rico y solo.

Shylock, empobrecido, cristianizado, humillado.

Considero que esta no es una obra antisemita. Se trata de una obra perversa. El perverso no es Shakespeare, el autor de las mil máscaras. Nada tiene que ver con racismo ni con la homosexualidad. Shakespeare no es un ideólogo. Usa la ideología ambiente para romper la cáscara social y mostrar el veneno pasional. El mundo del asco, el del pensamiento primario, bajo y crudo, antes que el del discurso socializado. No desconoce esa cosa primaria que caracteriza a los seres humanos. A Shylock lo vuelven loco. Le sacan lo peor que tiene de sí, que se parece a lo peor que tenemos todos.

No es objeto de simpatía, no es agradable ni interesante, ni encarna valor alguno, ni positivo ni negativo. No hay posiciones proShylock o antiShylolck. En todo caso, si se quiere abundar en dictámenes sociológicos, el poeta de Strattford nos muestra  el mundo vincular de Venecia, el de una ciudad en que el comercio manda y sus valores reinan. 

Y cuando la moneda de intercambio y atesoramiento tiene como efigie en sus caras y cecas la imagen de cupido, la perversión es su ley.