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Segunda breve historia de la filosofía 86

Kant, una no vida

 


   El encuentro de un lector con un filósofo es un misterio. No se explica por una causa ni por un único motivo, a pesar de que algo lo debe determinar ya que no existen los milagros, al menos no con abundancia. Los encuentros no están predeterminados y menos predestinados. Tenemos la posibilidad de reconstruir una serie de circunstancias que nos permitan hallar una razón suficiente para explicar un encuentro. Pero el hueco no se llenará, un encuentro con otro ser además de seguir un circuito de necesidades, incluye al azar.


   Durante cuarenta años no leí a Kant. No lo hice sin dejar de hablar de él, de comentarlo, criticarlo y citarlo. Gracias a una escena que me actualiza el gombrowiczida Juan Carlos Gómez, una vez que le preguntaron a Gombrowicz si había leido a Borges, respondiò: “ naturalmente que no, con la pobre opinión que tengo de su obra”.


   A estas extrañas cuestiones la semiología las llama paratexto.


   Con muchos filósofos tenemos una relación indirecta. La historia de la filosofía muestra que los filósofos se nombran entre sí, son parte de una tradición, forman alianzas, enfocan en la mira a sus adversarios, intentan despojarse de influencias asfixiantes, producen rupturas tanto como algunas continuidades, son parte de un mismo entramado de problemas, en suma, hay un país llamado filosofía con sus habitantes en comunicación continua y cruces permanentes.


   Además hay una tribuna, es la formada por el mundo de comentaristas bibliográficos y de lectores eruditos que se multiplican no sólo cada año sino cada mes. Esto hace que para el aficionado a la filosofía la presencia de un clásico como Kant no sólo es accesible sino inevitable. Nos formamos una idea de un filósofo sin haberlo leído. Mejor dicho, esto no siempre es del todo cierto, lo leemos fragmentariamente, en pequeños trozos, tanto en textos propios como en las citas que hacen los intérpretes.


   Además, hay que incluir en la selección que hacemos de nuestras lecturas un asunto relacionado al temperamento del lector. O se es nietzcheano o se es kantiano, esto es lo que yo creía desde que circulo por la aldea filosófica. Estaba totalmente convencido de que o se martillaba con la voluntad de poder y la creatividad, con esa voz solitaria de un nómade de los Alpes, o se era un burgués académico en buenos tratos con el poder de turno. Kant se presentaba como otro exponente del lema Paz y Administración, y Nietzsche, su antípoda, un clandestino más de las memorias del subsuelo que insufla en nuestras neuronas rebeldía y energía disolvente.


   Leer la biografía de Nietzsche escrita por el humanista Stefan Zweig, es una muestra de esto último: una vida congelada en el único gesto de un filósofo subido a un peñasco frente al infinito mientras mira altivo la lejanía. Otra biografía, esta vez brillante, quizás la mejor sobre Nietzsche, la de Werner Ross, se llama El águila angustiada, no hace falta decir mucho más para intuir que no se trata de la vida de un panzón con cadenita de oro.


   Nadie está a salvo de los esteoreotipos. Es una sabia medida de nuestra inteligencia saber y aceptar que no somos inmunes a cualquiera de las variedades de la estupidez humana, o para ser más comprensivos, del candor que pervive en nuestras astucias.


   Panza con chaleco y cadenita no da angustia...melena al viento, bigotazo y ojos encendidos, sí da poeta. Si no fuera por el empleado de aduana Pessoa y el empleado de seguros Kafka, el niño demonio Rimbaud aún tendría el monopolio de la imagen del artista.


   Vayamos a las vidas escritas sobre Kant. No dicen nada. La única que intenta penetrar en su casa, hablarnos de sus costumbres y de sus hábitos cotidianos es la de Thomas de Quincey, Los últimos días de Emanuel Kant, basado en los recuerdos de Wasianski, el amigo y discípulo de Kant. ¿Qué podemos rescatar del escrito? No mucho más que los avances de su senilidad retratada en los indescifrables nudos que se hacía con el lazo que debía ceñir su bata de dormir, la importancia que le daba a sus almuerzos con amigos, el placer del que disfrutaba al mirar por una ventana por la que contemplaba el campanario de la Iglesia de Könisberg, el oficio de escribir que comenzaba temprano a la mañana, los entuertos con su mucamo, la gastritis, su ceguera progresiva...


   En fin, la vida de cualquier viejo que vive solo. No hay niños, no hay mujeres, amigos anónimos, no hay negocios, engaños ni deudas, a veces alguna hermana. Si nos remitimos a otros libros, los títulos nos tienden una trampa: La maison de Kant ( La casa de Kant) de Bernard Edelman que trata de su propia casa mental y un recorrido por la historia de la filosofía, la soledad y la locura, otra vez esos grandes temas de hoy y de siempre ajenos a Kant; o el libro Emmanuel (esta vez con dos “m”) Kant, une vie ( una vida), que sólo habla de su obra.


   O sea que Kant no tiene vida sino dos o tres anécdotas, no es ficcionable, no da el perfil para una aventura. Ni siquiera se han puesto de acuerdo los fisionomistas que eligieron durante más de dos siglos una única escena para dar cuenta de la existencia metódica de Kant. Los vecinos ajustaban sus relojes cuando Kant salía de su casa. Nunca falló la rigurosidad y la puntualidad de su caminata. Para unos fueron las cinco, para otros las tres. En todo caso, como ya lo dijimos en otro episodio de esta historia de la filosofía, el día que demoró su paseo, fue porque se quedó leyendo el Emilio de Rousseau.


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   La insistencia de la razón


   La división que hace Gilles Deleuze de los filósofos entre quienes son edificantes y los que denomina sísmicos, deja un tercer lugar que es lo que estimo que ocupa Kant, el de ser un edificante desesperado. Mi amigo el profesor Alejandro Rússovich me dijo hace años que Kant lo hacía llorar, a mi me hacía reir, no Kant sino Rússovich. que tenía el talento de las bromas sabias. Pero no es mentira, lloraba de verdad, lo sé porque lo conozco, y ahora que sí he léido la obra de Kant entiendo lo que lo compungía. Hay una desesperación kantiana de un tipo no gimiente ni altisonante. Kant es el guerrero de la razón. La dicotomía de la que hablaba entre Nietzsche y Kant no es válida, no hay paz en Kant, su combate es incansable. La razón no cede, insiste.


   Creer que la obra de Kant es la de un jurista o el de un legislador salomónico no es exacto, el equilibrio kantiano es el de un equilibrista de circo sin red. Intenta mantener el orden, la especificidad de las facultades, la danza entre intuición, entendimiento y razon de un modo clásico, es un director de escena obsesionado para que nada quede afuera, se fija en todos los detalles, es minucioso como un miniaturista, modesto como un orfebre, compone sus piezas sin dejar blancos, todo una obra para decirnos que los hombres, los seres racionales, no pueden dejar de preguntarse enigmas que no podrán responder.


   Un edificio sólido como una roca en el que las categorías ordenan los datos de la sensibilidad de acuerdo a las cantidades, las calidades, las relaciones y las modalidades. El entendimiento que ordena y coordina, una imaginación que asocia y cimenta, la intuición que recibe un afuera llamado espacio y una interioridad disolvente llamada tiempo, el andamiaje constructivista sobre el que se asentarán los cimientos fisurados de la gran torre de la racionalidad filosófica moderna. El sujeto escindido es la gran creación kantiana, no es la escisión del sujeto lacaniano derivado de las trampas deseantes, sino el fraccionamiento del sujeto por la impotencia de la razón.


   En el armado kantiano sentimos por la intuición, conocemos con el entendimiento, y pensamos con la razón. La imaginación, por su lado, parece una señora alocada que van de un cuarto a otro de las citadas facultades como una mensajera en apuros por sus exigencias.


   Kant funda la filosofía llamada “crítica” que interviene para reformular y juzgar las pretensiones de la ciencia, el arte y la moral. Crítica quiere decir análisis de las condiciones de posibilidad de la experiencia. No hay conocimiento sin experiencia, esta afirmación kantiana es el homenaje que le hace a Hume a quien le reconoce haberlo despertado de su sueño dogmático.


   La experiencia no es sólo algo que existe sino que se tiene. La experiencia remite a una subjetividad, afecta a un sujeto. Son los sentidos los que reciben los datos y lo hacen de un modo inmediato, por una intuición a priori. El tiempo y el espacio son condiciones subjetivas de la aparición de los fenómenos.


   Con Kant el viejo idealismo que separa apariencia de esencia, deja de ser dual y se convierte en una problematización sobre el modo de aparición de las cosas, que por el hecho de su aparecer son fenómenos. Aparecen para un sujeto.


   El sujeto son dos, uno es el trascendental y el otro el empírico, uno es estructural y el otro actor. Alguna vez el filósofo André Glucksman escribió un ensayo crítico en los años sesenta sobre el auge del marxismo estructural de Louis Althusser, al que llamó estructuralismo ventrílocuo. Hay dos voces, la que se escucha y la muda que invierten su forma de aparición. Quien habla no mueve la boca y quien no habla la abre.


   Foucault en el capítulo “El hombre y sus dobles” de Las palabras y las cosas entrega un magnífico trabajo sobre este juego dual que no es un dualismo de trascendencia con su más allá y el acá, sino la constatación de una fractura no soldable que conocemos por “finitud”.


   Kant es dificil, encantadoramente difícil, nos exige, pero es generoso. En el Prefacio de la Crítica de la razón práctica, uno de los textos más admirables de la historia de la filosofía, nos dice: “ forjar palabras nuevas, allá en donde la lengua posee expresiones para determinados conceptos, es adoptar un esfuerzo pueril, para diferenciarse del vulgo”. Kant es tan claro como Bach, como un cristal. No entiendo a quienes dicen que no escribe bien, es un escritor fino, riguroso, económico. Respeta como el más fiel de lo discípulos el principio de “la navaja” de Ockham: simplicidad y agudeza. Kant es duro como su mismo nombre.


    


   Segunda breve historia de la filosofía 88


   La dialéctica trascendental


   Con Kant el enemigo de la verdad deja de ser el error para llamarse “ilusión”. La diferencia no es sólo nominal sino funcional. El error hay que disiparlo, a la ilusión no se la elimina. Somos inevitablemente sujetos de ilusión, a lo sumo lo que el entendimiento puede llegar a producir es claridad respecto de los mecanismos que nos ilusionan, al menos impedir que la vía que nos confunde no abuse de nosotros.


   Kant nos recuerda que el mar nos parece más elevado en el horizonte que en la orilla. Conociendo el por qué de este fenómeno no nos dejamos abusar por él. 


   La dialéctica trascendental - última parte de la Crítica de la razón pura – impide que nos engañen los juicios trascendentes pero no podrán disipar la realidad de esa apariencia. Seguiremos viendo al mar elevado.


   La trascendencia sitúa a los fenómenos que aparecen en el espacio y en el tiempo en un más allá sustancial que oficia de causa. Nos hace creer en la cosa en sí. Por medio de proposiciones que tienen la apariencia lógica pero que sólo lo son por una forma engañosa, convierte a una necesidad subjetiva en una necesidad objetiva. Kant llama a este tipo de proposiciones “paralogismos”, son sofismas.


   Lo que distingue a las proposiciones dialécticas de las sofísticas es el reconocimiento de que las apariencias son inevitables y que a pesar de no confundirnos siguen provocando ilusiones.


   Kant llama “método escéptico” a una especie de combate epistemológico no para promulgar en cuál de los bandos de una disputa se encuentra la verdad, sino para buscar si el objeto no es sólo una ilusión.


   Kant nos dice que el idealista escéptico es un benefactor de la humanidad porque nos obliga a abrir los ojos. No es un realista trascendental que cree que las cosas son cognoscibles independientemente de nuestra experiencia subjetiva, ni un idealista empírico que niega la objetividad.


   Con sus análisis de las antinomias de la razón pura, Kant nos había mostrado que son falsas contradicciones, en realidad, indecidibles. Que el mundo sea o no sea limitado, o que la materia pueda ser divisible hasta la mínima simplicidad, son tesis indemostrables. La necesidad de la razón de extenderse hasta lo incondicionado la lleva a plantearse interrogantes acerca de la totalidad de lo que es, de su unidad y de su causalidad.


   La razón por naturaleza tiende a lo incondicionado, llenar esta falta, esta carencia de conocimiento con un dato mayúsculo, llámese Alma, Mundo, o Dios, es el primer abuso de la razón.


   No son objetos de conocimiento, no les corresponden juicios asertóricos que añaden predicados para explicitar a un sujeto, nada de lo que se diga de estos entes sustanciales agregan conocimiento. No se puede demostrar la existencia de Dios porque no puede corresponderle una proposición sintética. El juicio sintético debe ser extensivo, particular o contigente, produce conocimiento.


   Este problema de la demostrabilidad de la existencia nos remite al famoso ejemplo de los táleros – la moneda de plata alemana - . Digamos dólares. Imaginarnos un millón dólares o tenerlos no se diferencian en el dominio de la existencia, los dos son, existen, pero no es lo mismo un bolsillo que la mente. La verdad es que este ejemplo de tan didáctico siempre me resultó algo misterioso.


   En todo caso con sus táleros Kant arremete contra Anselmo, Descartes y Leibniz, quienes argumentaban que pensar algo deriva de una existencia o que la posibilidad de un ser conlleva a su efectuación.


   Dice Kant: “ la idea de conjunto que hipostasiamos deriva de que convertimos dialécticamente la unidad distributiva del uso experimental del entendimiento en unidad colectiva del todo de la experiencia. Así se da la marcha natural de la razón humana. Se persuade a sí misma de la existencia de algún ser necesario. Decide ( subrayado por mí) la idea de un ser Supremo (unidad absoluta de la realidad perfecta)”.


   Los razonamientos dialécticos tienen una utilidad negativa. Nos permite saber que “ toda discusión sobre la naturaleza de nuestro ser pensante, y de su unión con el mundo de los cuerpos, sólo llena las lagunas de nuestra ignorancia con los paralogismos de la razón, transformando pensamientos en cosas e hipostasiando, afín de construir una ciencia imaginaria”.


    


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   La fisura kantiana


   Todo la corriente de pensamiento del denominado estructuralismo francés de la década del sesenta, desde Althusser a Lacan, desde la lógica del fantasma en Freud al análisis del fetichismo en Marx, giró alrededor del análisis de los mecanismo estructurales productores de apariencias, de los efectos de estructura en la superficie, de las formas de aparición de los objetos, de la necesidad de la ilusión, y de la verdad de las ficciones.


   Todo esto sin nombrarlo a Kant y remitiendo las fuentes a Marx, Nietzsche y Freud, los padres de la revolución hermenéutica. El motivo de este silencio “sintomático” fue compensado con algunos textos como el de Kant con Sade de Lacan o el capítulo IX de Las palabras y las cosas – El hombre y sus Dobles – y de sus trabajos sobre la Ilustración en Kant, de Foucault, trabajos de interés pero respecto de temas adyacentes y no en relación a la articulación entre fondo y superficie, estructura y formas de aparición, lo latente y manifiesto, lo simbólico e imaginario, etc, que desvelaron a los autores de la época.


   La idea de que la razón “ por su naturaleza” tiende a producir espejismos, y que la tarea de la crítica es advertirnos de este hecho inevitable, fisura a la razón occidental.


   La crítica kantiana a lo que llamaba dogmatismo, es decir a la metafísica clásica inaugurada por Descartes y perfeccionada por Liebniz, provoca un derrumbe en el edificio filosófico moderno.


   Kant dice que la razón humana es arquitectónica porque considera todos los conocimientos en tanto pertenecientes a un sistema posible. El derrumbe que provoca la crítica kantiana mediante la distinción entre pensamiento y conocimiento, el pasaje de la verdad al ideal, de los teoremas con pretensiones demostrativas al conjunto de paralogismos y antinomias, muestra que detrás del edificante Kant hay un pensador sísmico, y que el legislador salomónico oculta a un dinamitero de fina puntería.


   Kant produce un corte a partir de sus tres críticas del que fluirán las intensidades románticas y la teología de la desesperación de Kierkegaard. Aún el alejamiento de los dioses de Hölderlin y el Dios ha muerto de Nietzsche es un derivado de la afirmación kantiana de la imposibilidad de conocer la cosa en sí y de que el todo no es cognoscible. Hasta el análisis de Marx de que las mercancías se nos aparecen como inevitables espejismos, o su análisis de las formas de aparición de la plusvalía en salario, dinero y renta, como velámenes de la verdadera distribución del valor, su tesis de que la opacidad de la formación social es estructural, es decir necesaria, lo hace acreedor de Kant. Todos ellos son hijos de Kant. Hijos de un padre no reconocido.


   Para Kant es posible mediante el adecuado uso de la razón impedir el abuso al que nos destina su naturaleza. Por una lucidez dialéctica podemos estar al tanto de las trampas que de todos modos se seguirán presentando. No se trata de un error provocado por los sentidos sino de de ilusiones de una razón que totaliza y unifica a partir de un origen hacia un fin. Es inevitable que la razón lo haga, está en su misma naturaleza, no puede dejar de plantear el problema del fin de la existencia, de los límites de la vida, del sentido de las cosas y del mundo, y de la creación del universo.


   El problema de la inmortalidad del alma se desprende del malestar y la angustia que produce que la muerte del cuerpo sea una respuesta final al hecho de vivir; la necesidad de un sentido y de que el mundo tenga unidad significativa, nace del rechazo a que los elementos que componen el universo no sea más que agregados yuxtapuestos de una serie no totalizable; y la necesidad de suponer un Creador nos da una respuesta al hecho escandaloso de una realidad universal sólo fruto de un azar oscuro impenetrable.


   Además, la idea de que hay un Yo también es una ilusión necesaria ante lo que no es más que una consciencia dispersa en lo que Kant llama sentido interno, es decir la disolucion del sujeto por obra del tiempo destructor. No tenemos conocimiento del Yo, nos dice, como sustrato fijo, en realidad no es más que un acompañante de la representaciones cuyo flujo es irrefrenable. No hay unidad del sujeto.


   La psicología, la cosmología y la teología trascendentales, mediante las operaciones dialécticas y el escepticismo – al que Kant define como un principio de ignorancia artificial y científica - forjan los ideales. Pero los ideales a partir de la revolución kantiana, no tienen, como él mismo lo dice, la fuerza creadora asignadas por Platón, ahora son fuerzas prácticas que funcionan como principios reguladores y que sirven de perfección a ciertas acciones.