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Tomado de www.sevensheaven.nl
 







 

Richard Sennett: dignidad y dependencia en el nuevo capitalismo

Me referiré a los últimos libros de Richard Sennett: The corrosion of character - The personal consequences of work in the new capitalism ( 1998) , Respect in a world of inequality ( 2003), y The culture of new capitalism ( 2006). Las tres obras se han traducido al castellano. En estos textos se manifiesta una continuidad en las investigaciones de Sennett. Sus interrogantes se inscriben en una misma preocupación. 

Es un sociólogo que ha incorporado a la disciplina la aproximación antropológica y el pensamiento filosófico. Su instrumental metodológico se compone de entrevistas, la recopilación de datos incluye el cara a cara y el archivo de desgrabaciones, lleva a cabo un análisis de la cultura entendida como formas de vida, el estudio de los efectos psicológicos que producen en los individuos los cambios de la estructura social, e incluye el cuestionamiento moral. 

El período que le interesa problematizar es el del nuevo capitalismo, un modo simple de definir el diagrama del sistema económico mundial desde que se ha globalizado. Podemos decir que Sennett analiza los efectos que tiene en la vida cotidiana de un asalariado el acuerdo conocido como Consenso de Washington. En la década del noventa se le dió legitimidad política a un dispositivo en pleno funcionamiento desde hacía unos años. A partir de la década del setenta en la que el acuerdo del Bretton Woods en las postrimerías de la guerra mundial tiene fin y el dólar deja de ser convertible al oro, con la explosion de los petrodólares en el mismo período que quintuplicó los depósitos bancarios en pocos años, hasta el canon de Washington que sacralizaba la desregulación, la libertad de circulación de capitales, la disciplina fiscal, las privatizaciones, la liberalización de las tasas de interés, toda esta historia de tres décadas hizo que el mundo cambiara. 

Vivimos tiempos revulsivos. A estos cambios de la dinámica del sistema económico mundial, le han correspondido mutaciones políticas revolucionarias como ha sido el desmoranamiento de los sistemas socialistas de Estado. Es una época la que parece haber llegado a su término. Desde 1870 en adelante, las potencias europeas y los EE.UU sientan las bases del capitalismo social. Desde la Alemania de Bismark, los laborismos y los Frentes Populares, al New Deal norteamericano, el sistema estatal stalinista y los variados fascismos, un sistema económico estrechamente vinculado a la organización estatal domina en todo el mundo. 

En estos tres libros Sennett está interesado en el análisis comparativo de las consecuencias culturales que el sistema vigente hasta la década del setenta y el que comienza desde entonces, tienen sobre la persona que trabaja. Es la palabra “work” la protagonista de su relato sociológico. 

En su libro The corrosion of character dice que lo que más incide en la vida de las personas en este nuevo capitalismo no es la velocidad comunicacional de las nuevas tecnologías, sino la inédita y angustiante viviencia del tiempo que tiene la gente que trabaja. La “jaula de hierro”, el término weberiano con el que se designaba a la estructura burocrática del capitalismo social, imponía un uso racionalizado del tiempo. No sólo imponía una escansión temporal regular, sino que permitía la previsión, la anticipación, la planificación, y una espera basada en certezas. Las preguntas que hace Sennett son: “ ¿ cómo pueden proyectos de larga duración sostenerse en sociedades de corto plazo? ¿ Cómo pueden establecerse relaciones sociales duraderas? ¿ De qué modo puede un ser humano desarrollar una narrativa identitaria y una historia de vida en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos” ( pag 26). 

A nadie se le ocurriría, señala, pensar que el tiempo calculado, el monótono goteo horario, la rutina, constituyan un logro personal y un bien atesorable. Sin embargo, así como la rutina descompone un tiempo laboral, también puede componer una forma de vida. 

Sennett nos habla del tiempo, y no tiene una visión poética del mismo ni otra derivada de los últimos avances de alguna rama de la astrofísica. No saluda a la fugacidad y al remolino temporal, al vértigo y a la dispersión, al nomadismo y a la desterritorialiación, no lo hace con un himno de libertad, no cree en este tipo de aurora. Hombre de la Nueva Izquierda norteamericana de la década del sesenta, observa que la historia ha confirmado los deseos de su generación, pero lo ha hecho de un modo perverso. 

No es un nuevo éxito de la astucia de la razón hegeliana, porque no es una concepción de la historia que cumple sus designios tejiendo con su hilo providencial el rumbo que transitamos. No hablamos de “necesidades objetivas y racionales” que determinan la existencia. La perversión reside en que efectivamente se ha hecho real el sueño ansiado, y que su vivencia bien puede ser una pesadilla. 

Flexibilidad, plasticidad, desplazamiento continuo, creatividad incesante, capacidad de mutar, metamorfósis al día, desaparición del Big Brother y libertad para el pequeño hombre dueño de su destino, son capítulos de la nueva época. Le siguen la delegación del poder burocrático a la pequeña comunidad, el trabajo sobre la personalidad, el sí mismo como tarea de transformación, las loas al potencial humano, un compendio virtuoso que en resumen es la retórica de los grandes negocios hecha carne en la interpretación de la subjetividad. 

La desorganización del tiempo no es una aventura a lo matrix. Incide en las relaciones humanas. La palabra sustentable ( sustained) también puede aplicarse a lo vincular. Lo no duradero no remite necesariamente a lo inventivo. La vieja ética del trabajo se basaba en la autodisciplina y en el control del tiempo por la voluntad. Postergar la satisfacción, trabajar duro y esperar, demorar la gratificación. Esta posición moral jerarquizaba el empeño, la regularidad, la lealtad. Los tiempos del nuevo capitalismo son los de la plasticidad, la invocación a la integración grupal, la autoridad concebida como mediación. En este libro Sennett da una señal de alarma. No hay vuelta atrás. Pero sí puede haber una nueva mirada hacia un atrás denostado con demasiada facilidad. La vida fragmentada, descompuesta en episodios, interrumpida por puntos suspensivos sin continuación, no sólo impiden un relato épico, sino la misma posibilidad de entramar una experiencia de vida. De tener una voz. 

Para construir un relato hay que unir cabos sueltos. Se necesitará algo más que una actitud personal para construirlo. El deseo de comunidad, como lo llama Sennett, debe dejar de ser un acto defensivo, de autoprotección, ante un alien. “Nosotros” es un pronombre peligroso, asegura. Salvo que se lo oriente en una nueva dirección. Por eso vuelve a preguntar: “¿ Qué destino puede llegar a compartirse para resistir, pero no para huir, sino para resistir la nueva política económica?” ¿ Qué clase de relaciones personales sustentables en el tiempo pueden darle contenido a la palabra `nosotros´?” ( pag 139) 

Con este interrogante termina esta primera etapa, enunciando la pregunta que lo remitirá a la fase siguiente. Se inicia en el nosotros, y se propone analizar el por qué en estos tiempos, “ depender”, es algo vergonzoso. 

Respect in a world of inequality tiene componentes autobiográficos. Sennett vivió en un barrio pobre de Chicago planificado y subsidiado por la comuna. El Estado de Bienestar se ocupaba de la gente que necesitaba alojamiento, y ubicaba en este tipo de viviendas a familias de distinto origen. La inclusión social, la convivencia entre individuos y familias, la atención dedicada a los avatares e incidentes entre sus habitantes, ocupaba al personal de asistentes sociales. Sennett vivía con la madre, era hijo único. Ella se dedicó a la asistencia social durante toda su vida. Los días de Richard fueron comunes y no más interesantes que la de cualquier muchacho del barrio. Hasta que comenzó a curiosear y con el tiempo a dedicarse a algo diferente y extraño para el lugar. El cello. Practicaba con el instrumento y tomaba clases. Un problema en su mano izquierda que no le permitía pulsar bien las cuerdas, determinó que se sometiera a una operación que salió mal. No recuperó la movilidad de sus dedos, y se vió obligado a dejar de tocar. Sin embargo, los contactos que hizo gracias a este arte, los viajes que emprendió, a Nueva York por ejemplo, lo pusieron en contacto con otras disciplinas como la historia y la sociología, que se convirtieron en su nueva profesión. 

De esta experiencia personal, Sennett quiere resaltar dos problemas que le interesan particularmente: la asistencia social y la relación que establece entre el asistente y el asistido, y, por otro lado, las valoraciones y las exclusiones que se establecen a partir de una concepción del talento y de la calificación de virtudes y defectos. 

Dice Sennett que un modo de salir de la pobreza y de la exclusión social es el talento, en este caso aplicado a un arte. Pero más allá de la ambición, de la voluntad de superación que exige, un arte implica dos cosas: respetarse a sí mismo por hacer algo bien por el mero hecho de hacerlo ( por amor al arte), y salirse de su lugar, lo que significa dejar a sus semejantes en clase, habitat y educación, y su vida, atrás. Superarse a sí mismo impone superar a sus compañeros y abandonarlos. 

No es un abandono familiar, sino, el triunfo de uno del grupo que deja atrás en la infancia y en el recuerdo, su existencia pasada. 

Sennet se pregunta sobre qué es un oficio ( craftmanship), de qué modo dignifica, en qué radica su nobleza. Esta pregunta que parte de su vivencia personal, lo lleva a interrogarse sobre la pérdida de valor en la actualidad de los oficios, y de la hegemonía de una versión degradante del mérito, a la que llama meritocracia. 

Por el oficio se llega a respetarse a uno mismo. Un oficio, cualquiera que éste sea, es un arte, una técnica, un modo de hacer, que exige disciplina y compromiso. La gratificación no depende sólo de la aprobación de los otros, no se trata de que ésta no cuente en absoluto, sino que el aspecto determinante es el saber una tarea bien cumplida, sentir que se ha hecho lo mejor posible y contemplar el resultado del propio trabajo. 

Respecto de los asistentes sociales, es decir, en lo que se refiere a la ayuda social, el problema comienza al interrogarse si las formas de asistencia respetan la dignidad y la autonomía del necesitado. La pregunta apunta acerca de cuál es el status de la persona que necesita la ayuda de los otros, la carenciada, la dependiente. De qué modo y a través de cuales parámetros en la sociedad del nuevo capitalismo se categoriza al que depende de los otros. 

Estas preguntas llevan a Sennett a hacer un breve pero intenso recorrido por una historia de las apreciaciones sociales de las personas en dificultad y en estado de necesidad. El respeto mutuo y la dignidad no existen ni se practican por el mero hecho de declamarlos. Exigen una práctica conciente y dificultades difíciles de desbrozar. La asistencia debe ser concomitante a la autonomía del asistido. Dependencia y autonomía deben confuir en una nueva práctica asistencial. 

La autonomía se basa en la convicción de que no lo “podemos” del todo al otro ni lo “sabemos” del todo. Es decir que no podemos convertirlo en una prótesis de nuestra buena voluntad, y tampoco de nuestra erudición. La dependencia ha sido degradada en nuestra cultura, ya hace tiempo, y de varias maneras. La consigna de la Ilustración lanzada por Kant, la que partía del diagnóstico de que la humanidad debía asumir que había llegado a la mayoría de edad, a su madurez, que debía desprenderse de tutelas y tener el coraje de pensar, hacer en libertad y hacerse cargo de sí misma, se ve reflejada mediante una conversión utilitaria en la imagen despreciativa del necesitado. Un ser “inmaduro”, sinó llanamente parasitario. 

Depender es malo, muestra una insuficiencia y una incapacidad. Se lo interpreta como una artimaña, una coartada para abusar del otro. En otras culturas, señala, por ejemplo la japonesa, el mal está situado en el que deja de corresponder al pedido del necesitado. 

Sennett sostiene que el Estado de Bienestar no se delimitaba a su función asistencial, sino a la integración en grandes instituciones que no sólo oprimían sino que permitían tener un lugar. La jaula de hierro era una prisión y un hogar. No hay por qué recibir alborozados una cultura de la intemperie en nombre de la libertad, de la iniciativa individual y del coraje. No son más que máscaras que el marketing proclama para ocultar el único valor que prescribe: la indiferencia. 

Si el oficio proporcionaba alguna dignidad y el respeto de sí del trabajador, en la actualidad ya no importa el trabajo realizado sino el potencial que se tiene, el talento virtual, la capacidad de responder ante lo inesperado. Ante un trabajo mal hecho se podía decir que estaba mal hecho, que tenía errores, que había que mejorarlo. La calificación no connotaba misterio alguno. La aplicación en los detalles, mayor concentración, la insistencia y la dedicación en la tarea, era la vía indicada. 

Pero carecer del potencial, o tener poco del mismo, es una sentencia devastadora. Cometer un error no lo es. Entre las habilidades potenciales y la prédica motivacional, se puede llegar a provocar efectos deprimentes. 

El interés de Sennett por el talento, proviene de su interés por depurarlo del halo misterioso 

que se le adjudica, de no adscribirlo al ser o a una rica personalidad como lo hacen los que predican que hay creer en uno mismo para tener éxito en el hacer. Sum, ergo, cogito, invierte Sennett la máxima cartesiana para enmarcar la doctrina del potencial humano. 

Una corporación de peritos en descubrir tal potencial, en encontrar tesoros ocultos y virtualidades insospechadas, han constitúído una burocracia del talento. 

La ayuda al necesitado, la labor del asistente social, es una tarea compleja y que ha dado lugar a debates ideológicos y formas diferenciadas para encararlo. El barrio de Chicago en el que vivió Sennet y del que parte la historia narrada en este libro, se llama Cabrini, en honor a una monja italiana que trabajó para asistir a los pobres. La caridad cristiana guiaba su acción. Otra asistente fue Jane Adams, nombrada en el libro como contrajemplo de la religiosa. Adams era una demócrata socialista que concebía la acción social como un deber humano del que debía eliminarse el sentimentalismo y la compasión. A pesar de una misma intensidad y sacrificio en la tarea altruísta, Cabrini lograba despertar una adhesión hacia sus obras que Adams no conseguía. La piedad, la humildad y el pecado mejoraban el sentimiento de sí de sus semejantes de un modo que la discreta y austera labor de la socialista no podía alcanzar . 

Preocuparse por los otros sin compasión puede parecer la mejor vía de respetar su dignidad. Se trata de que aquello que se entrega no sea “ personal”. Pero la actitud impersonal no es una pócima milagrosa. Considerar al otro como tal sin agregarle emoción ninguna, reconociendo un derecho y ejerciendo el cumplimiento de un deber, puede hacer pensar al asistido que su vida es una función jurídica. Si la impersonalidad se hiciera del modo más pulido e higiénico, debería agradecerle a las computadoras de Tesoro de la Nación la consideración ofrecida. 

Sennett le discute a Hannah Arendt esta voluntad aséptica en el terreno moral. El respeto sin amor. Le replica a la gran filósofa que pensar que el hacerse cargo de otra persona, ocuparse de sus necesidades, puede llegar a herir sus sentimientos, deriva de una visión muy pesimista de la naturaleza humana. 

El problema que Sennett quiere dejar planteado en este libro es pensar los modos en que se puede crear el marco de respeto por la autonomía del asistido en una situación de dependencia. No es la doctrina del liberalismo social la que tiene la respuesta, ya que pensaron en la libertad y la dignidad del ciudadano pero no en la dignidad de la dependencia. Para eso hace falta saber algo de psicología. Con este propósito nombra algunos autores, como Winicott, para quien, la autonomía no se define por la separación de los otros, sino por la percepción del otro. Pero hay uno de ellos que ha ilustrado de una manera por demás nítida lo que se concibe por autonomía, y lo ha hecho con un ejemplo clásico. Erik Erikson dice que la autonomìa es el proceso de conversión de la necesidad en deseo. Es el caso del control de los esfínteres o de las heces. Se llega a querer hacer lo que se debe hacer. La recompensa por convertir la necesidad en deseo es el respeto por sí mismo. 

Sin duda, que como versión de la autonomía no es la más lírica. Supone obediencia, incorporar el sentimiento de vergüeza, o de pudor, la contención de la pulsión. Aunque basta observar la vida de los animales para entender que el proceso de hominización debe ser algo forzado. La libertad tiene este costo, los animales no son libres, están sueltos o cautivos. 

Volvamos a Sennet. En The culture of the new capitalism, vuelve a sus tópicos habituales al tiempo que los inscribe en una crítica más abarcativa de las nuevas formas que moldean las relaciones sociales. Sostiene que el capitalismo social desde los tiempos de Bismark, una vez que la palabra “ capitalismo” fue lanzada por Werner Sombart, aquel cuyas connotaciones culturales fueron elaboradas por Max Weber, partía de un modelo militar. El andamiaje de la estructura burocrática, el diagrama de los canales por los que circulaban las órdenes, el fucionamiento del aparato y el modo en que se toman y ejecutan las decisiones, se idearon y plasmaron sobre una matriz militar. La combinación de subordinación y solidaridad, la cerrazón de una asociación con obligaciones mutuas, la voluntad de planificación, hicieron pensar que el ejército era un modelo más eficiente para la modernidad que el mercado. 

La razones de Bismark tenían que ver con la pacificación. Se trataba más bien de la inclusión social que de la eficiencia. El aparato burocrático, dadas las categorías y los escalafones que gradúan la escala jerárquica, hace que una orden en la medida en que desciende por la escala hasta el nivel de su ejecución, vaya transformándose en su decurso, y sin que por eso se deforme hasta hacerse irreconocible, y permita una traductibilidad y un nivel interpretativo amplio. 

La burocracia como entidad cultural, se apoya en una disciplina que impone el esfuerzo continuo y la postergación del goce, que llegado a un cierto nivel de perversión, desplaza la gratificación al infinito. Sentimiento de culpa mediante, luteranismo laico aplicado, el goce no es más que alivio mesurado y necesario para reiniciar la ascésis disciplinaria. 

La burocracia no por eso era un dispositivo para sufrientes ya que creaba un orden de pertenencia, un sistema de estabilidad y de seguridad. El orden temporal burocratizado le permitía a la gente pensar no sólo como sucedían las cosas sino en como debían suceder. Una facultad estimativa de lo que vendrá, un deseo resguardado en una realización posible, la mera idea de poder planificar, constituyeron el marco de la posibilidad de actuar y del poder individual. 

Una cierta infelicidad era compatible con el compromiso personal. Hasta la bestia de la ambición podía ser domesticable, finalmente hay otras cosas en la vida que triunfar. 

Este sistema es el que se ha desmoronado. Por ahora se mantiene en distintas sociedades, su realidad no ha desaparecido, pero su valor cultural y su proyección parecen haber llegado a su límite histórico. 

Es al menos lo que piensan los doctrinarios de las tesis de la “ fresh page”, el nuevo mundo del capitalismo renovado que saluda los tiempos de la libertad. 

La nueva era representa el fin de muchas cosas. Por supuesto el fin de la cultura burocrática, el de la temporalidad acumulativa, el de la estabilidad de los lugares, la especialización de las funciones, el del empleo de por vida. El financista George Soros dice que las transacciones ocupan el lugar de las relaciones en la interacción entre los hombres. 

En el nuevo capitalismo ya importan menos los ejecutivos de empresa, no es más el tiempo de la revolución de los directores de Vance Packard, el poder pasa a manos de accionistas, bonistas, al del orden financiero que puede atacar, apoyar, eliminar, mediante un par de pases de mano, estructuras sedimentadas con lentitud y aparente solidez. 

El diseño Syllicon Valley, madrugadas de oficinas con gente joven mal dormida en sus bolsas acolchadas, cajas abiertas de pizza a medio comer, estimulantes, una visión informal y despatarrada de técnicos y profesionales dedicados a vencer todos los obstáculos hasta cumplir con un objetivo, es la nueva puesta en escena. El director es un Big Brother. Sin horario, sin sueldo predeterminado, con bonus y premios, siempre listos para las consignas sorprendentes, en “ teams” de grupos abiertos, frescos para cualquier cambio de decorado, especie singular adaptada para bandas difusas, estructuras fluidas, medios líquidos. 

En este mundo feliz, por supuesto que hay desdichas. Sennett no es un espìritu melancólico, por el contrario, a pesar de reconocer que cualquier persona sensible tiene una vertiente nostágica, considera este sentimiento como un expresión de impotencia. No aboga por el retorno del espíritu burocrático. Profundiza en ciertas consecuencias del nuevo modelo, y va a contracorriente de la cultura empresarial, de su mentores psicomorales, de sus gestionarios entusiastas, y del realismo fatalista. 

Nada tiene que ver esta aurora vincular y laboral con el espantoso “ individualismo”, comodín de una sociología perezosa que pontifica un espíritu comunitario en nombre del altruísmo contra el egoísmo y la codicia. No es el sálvese quien pueda ya que este salvataje en nada es individual. 

La historia que Sennett había trazado en su libro anterior, el del respeto, su crónica personal, era una muestra de que para que un individuo progrese, mejore su situación y ascienda socialmente, debe tejer una red de conexiones, habitar grandes ciudades, programar encuentros interesantes, saber sacarle el jugo a las situaciones convenientes, tener intuición para los enlaces y los desplantes, administrar lo que Bourdieu definió como “ capital cultural”. Sin los otros, sabiamente conseguidos, nada. Eso sí, no hay estructuras madres. 

Hablando de madres, quien no recuerda la película de Leonardo Favio, la inolvidable Soñar Soñar, cuando en una escena, Carlos Monzón, el cadete de la municipalidad del pueblo desde su niñez, tiene miedo de ir a Buenos Aires y dejar su empleo porque abandonarlo es despedirse de la intendencia que era “como una mamá”. 

Las desdichas de este nuevo mundo son la angustia y la paranoia. La primera se diferencia del miedo en que es una alarma ante algo temible pero no localizable. La paranoia es lo mismo pero localizado en cualquier lugar. Es posible que entre esta sintomatología y un aburrimiento denso, parcimonioso y gris de la vida burocrática, no se sepa qué timbre tocar. 

Por otro lado está el problema de la confianza (trust). La confianza informal se consolida con el tiempo. El conocimiento del otro necesita paciencia. Los malentendidos son inevitables. Las personas despiertan en nosotros sentimientos encontrados. Las decepciones son rápidas, tanto como los apegos entusiastas. Hay un ir y volver necesario hasta domar la ansiedad vincular. No se trata de amistad sino de lazos estables. En la “ fresh page” no es posible este tipo de relación. Lo que importa es saber cambiar de ambiente, sentirse en casa aún fuera de casa, o, sencillamente, no tener otra casa que nuestro potencial. 

En las burocracias, el conocimiento era una institución. Manejarse con los otros, manipular los engranajes del sistema, todo esto era una función casi artística. Sennett es lúcido, sabe lo que dice, lo que no sabe es que existe una palabra que para nosotros designa una realidad sólida como la roca: trámite. Pensar que en los diccionarios se traduce al inglés por “ transaction” o “procedure”. Podríamos imaginar una película, como esas de los años cuarenta, con James Stewart, por caso, titulada. “ El hombre que murió durante un trámite”, debería verla el espectador imaginario Richard Sennett. 

La falta de confianza informal y de vínculo institucional, ocasiona algunos problemas de identidad. Sennett cita a Émile Durkheim, apóstol de la sociología, que habla sobre el gran valor que los individuos le dan al hecho de poder categorizarse a sí mismos. Esta regla general hace depender la identidad no tanto por lo que se hace, sino de acuerdo a dónde se pertenece.

Pero es muy difícil pertener a un nicho dentro de una jungla. No es una metáfora gastada ésta de la jungla, ha sido remozada. Sabemos lo que son los “ headhunters”, los cazadores de cabezas, no los jíbaros, sino señores bien yuppies que han dinamizado una suerte de selección de personal. Según los criterios por demás exigentes que emplean para ubicar gente para satisfacer los pedidos de sus clientes, seleccionan personal que ya tenga empleo, con buenos sueldos, y que no tenga más antigüedad que entre tres y cinco años. Toda persona que se queda en un trabajo por más tiempo, es “ inmadura”, necesita una mamá, como Monzón. 

En este mundo “fresh” hay una apelación persistente de vivir al día, estar atento a las oportunidades, no distraerse, saber anticiparse, aprovechar el azar. Parece el “instante” de los románticos, el movimiento “ Sturm und Drang”, aplicado al laberinto bursátil. Sennet dice que sólo personas y sectores privilegiados pueden vivir sin necesidad de alguna estrategia. La masa, agrega, al tener una red muy pequeña de contactos informales, depende más de las instituciones. Necesita confianza y largo plazo. 

En este nuevo capitalismo las presiones con constantes. Una es la edad. Los veteranos están de más. Son caros, empecinados, se creen con derechos, tienen la manía de opinar, son difíciles de reciclar. Por otro lado la amenaza del fantasma de los trabajadores del sur del planeta, y los del extremo oriente, que provocan las airadas protestas de sindicatos y de una clase media asustada. Sennett advierte que el reclamo ante el desplazamiento de trabajo de los países centrales a los periféricos, ya sea con la mudanza de plantas o la entrada de inmigrantes, no se reduce a un ahorro de costos o a la realización de tareas desagradables para los locales. Hay algo más, y es que en la India, Corea, Argentina, Méjico, la habilidad ( skill), los conocimientos, la eficiencia, la rapidez, de los trabajadores es la misma y a veces superior a los de las sociedades del primer mundo. No hay que desmerecer la calidad. 

A la constante presión, se la pretende equilibrar con placeres compensatorios. La pasión del consumo, la necesidad de variedad, novedad, la facilidad del empleo de nuevos productos, la comodidad y la velocidad, la libertad de descarte, y el saber que se está en posesión de una capacidad y de un poder de acceso casi infinito ( el Ipod y sus abanico de diez mil piezas musicales, la 4x4 para llevar a los chicos al colegio), no se circunscribe a un paseo de compras, se traslada a otros aspectos de la vida. 

El marketing convierte a la política en un shopping. Inventar pequeñas diferencias para subir el valor de un producto, enriquecer con matices y personalizar la oferta, ser devoto de marcas, revolver mercadería en las góndolas, hacen a la euforia consumista pero no a la labor ciudadana. Esto último es un esfuerzo tanto de información como de acción. 

Respecto de la información, señala Sennett, la catarata de noticias e informaciones que nos llegan no permite, al contrario de lo que comunmente se dice, mayor libertad de selección y más posibilidades de construir criterios propios. Es al revés, la saturación informativa es uno de los aspectos del control de las conductas, a mayor volumen de información, más centralización. 

En la comunicación, cuando disminuye el volumen de la información, la gente interactúa e interpreta. Es necesario editar, borrar, limitar los accesos, para descentralizar la información. Además, subraya, la tecnología funciona en oposición al compromiso. Éste nace de una decisión de ruptura, de corte y de delimitación, que suprime alternativas. Las opciones se reducen y las ventanas se cierran. 

Un lenguaje que permite el pensamiento es aquel en el que hay disgresiones, ironías, doble sentido, objeciones, fuguras retóricas anuladas en el mundo de los mensajes de texto. Una tecnología en la que se eliminan las figuras verbales, desarma el dispositivo comunicacional. 

Sennett no es otro insoportable tecnófobo, ni un cruzado contra la posmodernidad. Plantea problemas de difícil resolución. No añora el capitalismo fordista, y menos los planes quinquenales. Llama la atención sobre la unilaterialidad de una visión del pasado demasiado inclinada a creer en el mito del progreso. Leyenda incuestionable, plana, autocomplaciente y acrítica. 

La Jaula de Hierro, así como el capitalismo social y el Estado Benefactor, no fue un alud oprimente y una cuna para inútiles. El nuevo capitalismo pretende que el Estado deje de abrazar con sus tentáculos protectores y paralizantes, para que las comunidades y las personas privadas se hagan cargo de sus destinos. Pero muchas de estas tareas necesitan de la estructura fuerte de un Estado y de un personal especializado que comprenda las situaciones de mucha gente. 

Los “ homeless”, como la delincuencia juvenil, o la drogadicción, no puede delegarse a comunidades e individuos. El resultado de esta renuncia estatal es la fragmentación de las existencias y la indiferencia moral. Se denigra la dependencia, se estimula el cambio personal y poco se piensa sobre el progreso colectivo. 

Si bien Habermas pensó en los procedimientos y la ética válida para los que no están de acuerdo con nosotros mismos, y John Rawls reflexionó sobre el reconocimiento de las necesidades de los más pobres y débiles socialmente, a Sennett, que también aboga por un foro democrático en el que participen tanto expertos como involucrados, le interesa pensar la dependencia en su relación a la dignidad, y en las consecuencias de un capitalismo que fragmenta, dispersa, es indiferente, y no permite que la gente le dé un sentido a sus vidas, que no pueda construir un relato, una narrativa propia. Para esto es necesario que la experiencia de cada uno esté conectada en el tiempo y que la experiencia pueda ser acumulada. 

Se necesita una educación que revalorice estos temas, una cultura que no desdeñe los oficios, que aprecie las virtudes de un compromiso con el hacer, una concepción del trabajo que incluye la disciplina, que proteja el aislamiento necesario de toda actividad que requiere concentración y que fomente así el respeto por sí mismo. También es importante pensar en una política asistencial de un poder público que no se deshaga de sus responsabilidades, pero que encuentre el camino para que las personas asistidas conserven o conquisten su autonomía, y sean respetadas en su dependencia. 

Sin duda que existe el dilema. Las viejas estructuras familiares e institucionales no son recuperables. La naturaleza no tiene vacíos, se decía, pero la historia no tiene desperdicios. Las pérdidas y los desastres que se dejan en el camino no se vuelven a encontrar reconstituídos. No hay eterno retorno. Ni se reciclan. Debe crearse algo nuevo.