Blue Flower


Chaplin- Tiempos modernos (1936)

 
Parnaso - Apolo - Rafael 1506
The Death of Socrates" by Jacques-Louis David (1787)
Jamón con melón - Juan Manuel Perez
¡ QUE BUDINAZO ! - Guillermo Divito
Isidoro Cañones - Dante Quinterno
Woody Allen visto por Marc Pageau
 Ilustración de Alfredo Sabat - http://www.alfredosabat.com
Tía Vicenta - Juan Carlos Colombres (LANDRU)
 







 

ODIAR EL PRESENTE

  Los tiempos actuales son objeto de un doble análisis. Por un lado un punto de vista político en el que el diagnóstico determina que vivimos una era de choque de civilizaciones, o de diagramación de un nuevo Imperio, del fin de la historia o del nacimiento de una nueva sociedad concentracionaria. Por el otro un abordaje cultural que define a la sociedad con un apelativo más simple: sociedad de consumo. 

  Nos remitimos a este último punto mediante la lectura de tres textos: La felicidad paradojal de Gilles Lipovetsky, La vida líquida de Zygmunt Bauman y La crisis de la ciudad ( Segunda parte de Buenos aires vida cotidiana y alienación ) de Juan José Sebreli. 

  Lipovetsky es amigo del presente, Bauman lo amonesta, y Sebreli lo odia. Ser amigo del presente expresa una aprobación que no es entusiasta, sino contemplativa, estoica con ingredientes epicúreos. La amonestación se imparte por una preocupación que surge ante conductas desviadas respecto de un modelo sano que ha sido desplazado. El odio es una insistencia irritada que nace de un estado de confusión intelectual que intenta resolverse en una condena moral y un desprecio estético hacia toda manifestación cultural de los últimos cuarenta años. 

  Hay un problema de amor. Sí, de amor. Esta palabra es un misterio del lenguaje. Una de las pocas que están vacías de contenido, por suerte, si no fuera así, ya habría sido reducida a un algoritmo o a un desnivel químico. Puede ser que el amor sea un engaño, un fruto más de la trampa del imaginario, pero el resentimiento no lo es menos. Digo amor porque el que piensa que la gente es idiota y quien así lo suscribe no lo es, manifiesta un síntoma afectivo y un nudo emocional revestido de lecturas y de sublimaciones elaboradas con cierta complejidad gramatical, que no pueden ocultar la sencillez de su rencor.

  Pensar que la gente vive en un sistema que los hace muñecos de compras, bobos con la nariz pegada a los escaparates y conciencias dormidas a merced de las agencias de publicidad, es muy cierto, tan cierto como que la entelequia “gente” no existe. 

  La gente es un invento de las encuestas. Las estadísticas han creado a este golem cotidiano. Es un producto nominalista, un “flatus vociis”, el universal que permite la crítica cultural. Por uno de esos azares del destino que tan bien ilustraba la tragedia griega, aquel que cree escaparse del designio de los dioses, es quien más tiernito está para ser asado por los monarcas del Olimpo. Son los intelectuales críticos de la perversa sociedad de consumo quienes están a punto para ser ofrecidos como los mejores clientes del mercado. Creen en la magna potencia de la imagen, en su alcance hipnótico, en el reinado fashion de Baal y de la esclavitud tribal de los fetichistas. Frente a ellos, los sobrevivientes de la “vida sólida”, mantienen la creencia en los valores duraderos y en la consistencia de las cosas, en los modelos de perfección de los iconoclastas. 

  El amor, y también el cuerpo. El cuerpo no es una entelequia metafísica de nietzscheanos y fenomenólogos. No es la carne de los penitentes ni el objeto de la hipocondría dietética. Es el jazz, el rock, el candombe, el carnaval, el ritmo, el baile, el sudor de las masas. Contra las artes del cuerpo, los custodios de la vida sana hacen del objeto la prueba del delito. La “mercancía”, el objeto malo de Mélanie Klien aplicado a la economía política, es la extensión del cuerpo excesivo. Los placeres objetales se interpretan como muestra de primitivismo y vulgaridad masificada. 

  Es linda la historia, parece un cuento. En la Atenas del siglo de Pericles los filósofos socráticos criticaban a los atenienses por ser ilusos perseguidores de las sombras. La fugacidad de las apariencias los encantaba. Los romanos en medio de sus palacios termales declamaban sobre las virtudes de la continencia y la frugalidad. Para qué hablar de los cristianos que seducían a las damas patricias sobre la pureza del corazón de quienes donaban bienes de caridad. Y así en más en la larga historia no escrita del puritanismo y sus disfraces. 

  Cada época tiene su diablo. Calvino ha sido uno de los más lúcidos portavoces de los protectores de la luz. Prohibía la música, el teatro y la física en una sociedad que colonizaba el mundo y acercaba las sedas, los tulipanes y las especias para consumo de los nuevos evangelistas. Su discípulo JJ.Rousseau no dejó nada en pié en su artificiosa civilización- salvo las interminables confesiones y libelos en defensa de su posteridad - cuando condena la época ilustrada. ¿Seguimos con los hijos de la Luz? Los neohegelianos que alertaron sobre la reificación que somete al hombre alienado y ciega su conciencia. Nietzsche y sus filisteos, Heidegger y sus pedestres imantados por los utensilios en un mundo de objetos “a la mano”. Hay algo que perturba a los pensadores cada vez que se les aparece el Objeto. 

  Imaginemos el escándalo en el Parnaso cuando el objeto se hace masa y no hay límites para la oferta de cosas y el deseo de las personas. Nuestro mundo dice Bauman es uno en el que domina la insaciabilidad y la basura. La vida líquida es “aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en una rutina determinadas”. Camaleones que se mimetizan al dictado de la moda, que compran un producto que tiran apenas les ofrecen uno nuevo, que están aterrados de poseer algo vetusto y caduco. Todo lo sólido se desvanece en el aire, recordaba Marshall Bermann, otros hablan del estado gaseoso de las expresiones culturales, finalmente, lo líquido nos inunda. Dice Bauman que el consumismo es una economía de engaño, exceso y desperdicio. 

  Hay quienes no sabrían qué hacer sin el esquema binario de la biblia y el calefón, del gran profesor y el burro de shopping. Si la cultura se define por la durabilidad de sus creaciones, y la sociedad de consumo por la corta duración de sus productos, existe, para Bauman, incompatibilidad entre el mundo en que vivimos y la cultura. 

  ¿ Quien soy? Esta pregunta sólo puede responderse hoy de un modo delirante, pero no por el extravío de la gente, sino por la divagación infantil de los grandes intelectuales. Para Bauman la identidad en esta sociedad de consumo se recicla. Es ondulante, espumosa, resbaladiza, acuosa, tanto como su monótona metáfora preferida. Lo mejor de los pensadores de bilis agria son sus ejemplos. Para darnos una muestra clara de sus sofisticados conceptos descienden a tierra y sentencian: “ suceda lo que suceda, lo importante es no desesperarse: dietas, aparatos de gimnasia, papel pintado, parquets nuevos....camionetas 4x4...blusas, tetas, zapatillas, confesiones públicas, intimidades mediatizadas....”, son nuestros consoladores plastificados. 

  Pese a la insistencia de Bauman, la persona que ha aprendido a no desesperarse y a adaptarse a la cadena versátil de identidades, gracias a una cherokee y un piso flotante, nikes con cámaras de aire, y ese extraño papel pintado, no existe, ni siquiera es una caricatura. “Sé tu mismo, bebe Pepsi...”, slogan publicitario rescatado por Bauman, para nombrar a la horda de sedientos que busca su singularidad con una marca de gaseosa, que baila con desenfreno juvenil al compás de Ronaldinho, es otra desconsoladora imagen que desvela a los profesores polacos de las universidades inglesas. Y que tan buenos beneficios rinden a nuestros editores de suplementos culturales. 

  Sebreli no sólo es severo respecto del presente, sino inquisitorial. Tiene una particular visión de la historia de las ideas que la hace dividir en dos líneas de fuerza: el racionalismo y los variados irracionalismos. La singularidad de este esquema no es el hecho de forjarlo, sino la calidad con la que lo hace. Sebreli es Savonarola, lo que llama la “razón” es un grito pelado contra los idólatras que ya sembraban la locura degenerativa en los comienzos del siglo XX. Los surrealistas y los freudianos, las vanguardias estéticas y las filosofías de la voluntad, tienen para él los mismos atributos con que se los catalogaba en la década del treinta: irracionalismos fascistas para los stalinianos / germen de corrupción atea para los fascistas. Lo extraño del desbarajuste intelectual de Sebreli, es que esta doble faz de la policía cultural de los tiempos modernos, es invocada por él en nombre de la razón ilustrada y de la democracia liberal. 

  Favorable al capitalismo moderno y a la economía de mercado, condena a la sociedad de consumo, pero no por ser mercantil, sino por los nuevos agentes que la ocupan: los malditos jóvenes, puro cuerpo y grito. Intenta aclarar que nada tiene contra los jóvenes sino contra la juvenilización, moda que percibe desde la década del sesenta, y que otros lo habían hecho con algo más de sutileza en la del treinta. Pero le resulta dificil separar la estupidez de esta moda de sus portadores. Además le agrega una serie de fenómenos disparatados que sólo se explican por una asesoría apurada de lo que aparece cada semana colgado de los ganchos de los kioskos. 

  Los restaurantes de categoría de antes - señala - como Pedemonte, La Cabaña y el London en los que se comía jamón crudo con melón, pesceto a la ciruela y copa melba, desaparecieron, con la vieja elite que los distinguía. Hoy, nos dice, el salmón y la rúcula, brillan para los “parvenus”. Más allá de que estos viejos comederos han reabierto, la nostalgia de Sebreli de aquella elite más estable y prestigiosa nos hace pensar en los verdaderos valores. La durabilidad, la estabilidad, la distinción, la categoría, la jerarquía, la autoridad, la genuina calidad, son atributos de aquel mundo del ayer, que tampoco existió. Le pasa lo mismo que al fantasma “gente” y al espectro “consumidor”, son ídolos de pensadores sin pudor y con un llamativo candor por obtener la gloria. Hay un fantasma nobiliario que seduce a escritores con hambre de elite. 

  Cada cultura tiene sus sueños cholulos. En países de fuerte presencia virreynal, la distancia social se expresa con barroco episcopal y peinetones. En otros, con antecedentes “fazendeiros”, muestran su poder con la gama de su personal de servidumbre. En el nuestro las “nanis” inglesas enseñaron a nuestra clase aristocrática los modales austeros de la preceptoría británica que jamás practicaron los verdaderos y excéntricos cortesanos. El vestuario de la realeza isabelina verde patito turquesa lo dice todo. 

  Una dorada nostalgia de los tiempos de la revista Sur sobrevuela a plebeyos que sueñan con un bronce. Gracias a la Musa de la Risa, esta escenografía de intelectuales que desprecian el “mercado”, a pesar de la intensa labor de sus agentes literarios, tiene la gracia de la “opéra comique” y la estética de Dino Rissi. 

  Proclamar que los jóvenes de hoy están lobotomizados por el rock y las zapatillas, nos remite a lo que sucedía hace un par de décadas cuando se había puesto de moda en nuestro país, decir que todos los jóvenes con barba eran “ zurdos”. Para no rememorar a los tiempos de Nené Cascallar en los que se comentaba que las divorciadas eran putas. Son ejemplos grotescos, no menos que las generalizaciones de quienes se doctoran con el título de fiscales de la posmodernidad. 

  Hay algo muy poco estudiado por los especialistas que se llama sentido del humor. Nada tiene que ver con el buen humor, ni con la risa, sino con la inteligencia. A su vez, la inteligencia no se reduce a la habilidad lógica ni a la rapidez en dar cuenta de una dificultad. Esas son inteligencias de test proyectual. La inteligencia que se nutre del sentido del humor da un particular color a la sensibilidad, a la percepción de los matices, a los juegos de la superficie, al toque disparatado de las situaciones humanas, a la diversidad. En las antípodas del espíritu de seriedad, el humor responde por lo efectivamente serio. Aquel espíritu empacado del burgués molesto se anuncia con el soplido grave y solemne del corno de la mala conciencia y no de las visiones pretendidamente profundas. 

  Sebreli dice que los jóvenes dicen todo el tiempo “boludo”, igual que los yanquis dicen “ fuck”. Hasta ahí llegó la psicolinguística del afamado sociólogo. Pero apunta a algo cierto. Hay boludos, más allá de las palabras. 

  En fin, ¿en qué se caracteriza nuestra decadencia cultural? Para la mirada sociológica en el culto a lo novedoso que ocupa un abanico que va desde beber vino Luigi Bosca a disfrutar las vacaciones en José Ignacio. Sebreli hace una mención al nuevo barrio de Pilar, y se despacha con especial encono contra las torres de Belgrano C que han empalidecido el art déco de las casas de Belgrano R. 

  Si a este menudeo de la decadencia le agregamos una lista en la que figuran los personal trainers, las canchas de paddle, el delivery, los boliches de todo por dos pesos, y el uso descontrolado de las tarjetas de crédito, el balance de esta posmodernidad inspirada según su delirio en las fantasías poético-metafísiccas de Bataille y Foucault, Lacan y los DJ de las Disco’s, termina por asombrarnos por su anacronismo. 

  Recuerda a Mau Mau y Experiment, así como denuncia a la música que hipnotiza a jóvenes que no tienen más modelos que Soda Stereo, Charly, los Redonditos, y, claro, Maradona. La serie es tan sugestiva como el léxico que descubre en estas nuevas (de)generaciones que sólo saben decir “ me importa tres pitos”. Queda claro que el mismo consejero áulico, como se decía en Weimar en tiempos de Goethe, es el que aconseja a Chiche Duhalde y a nuestro tío Sebreli. Estos tres pitos son contemporáneos de expresiones como macanudo, te la voglio dire, a la marchanta, picátelas, está mishígene, qué buenos tamangos, chocá los cinco, está avivado, en la pomada, no seas paparulo y qué budinazo...que hace décadas los llamados jóvenes desconocen. 

  Esta juventud denunciada por Sebreli, tampoco existe, es tan abstracta como la imagen que nos trasmite de adolescentes en estaciones de servicio mambeándose con nafta antes de correr a la discoteca. Pero claro que hay chiquilines de esta especie!, hay de todo en este mundo, hasta sociólogos con sotana que pretenden haber tenido una vida traviesa. 

  La crítica cultural de nuestra posmodernidad argentina es trabajo de higienistas. Aterrados por el rock, por la rúcula, supongo que por el kiwi también, por la merluza negra, la cumbia villera y el piercing, el mundo en el que se refugian es el que Bauman desde Polonia llama “sólido”, en el que la homosexualidad no vale si no se perfuma con colonia Proust, en el que las “artes mayores” sólo albergan a Alejandra Boero y Agustín Alezzo pero jamás a Federico León y Alfredo Casero. En este caso, el de Sebreli, su incomodidad es endémica porque también repele la señera cultura machista argentina de Gardel, Pedernera y Perón, la del futbol y el tango, café y estaño, y ahora que se ha suavizado, le resulta peor aún. Ni flan con dulce de leche ni crème brulée, ni postre Balcarce ni tiramisú. Todo mal, de Goyeneche a Pito Fáez, o como se llame. ¿Sociólogos inconformistas? Nada de eso, pachorra burguesa con problemas digestivos y rabietas domésticas. 

  Hagamos nostalgia auténtica: luego de Adolfo Stray y Fidel Pintos, de Niní Marshall y Juan Carlos Colombres “Landrú”, la crítica de costumbres nacional debería esmerarse un poco más. 

  Demos la bienvenida un pensador lúcido de la posmodernidad hiperconsumista: Gilles Lipovetsky. Dijimos que su punto de vista era el de un estoico. Es una imagen sólo aproximada de su pensamiento. Tiene el prurito de no contaminar sus observaciones con moralismos achacosos. Sin embargo, no deja de apreciar y jerarquizar los fenómenos de nuestro tiempo, su visión no es la de un enumerador chato y objetivo, su estoicismo reside en dejar que los fenómenos se manifiesten sin excomulgarlos ni beatificarlos. Es tan estoico como fenomenólogo. 

  Ningún tiempo pasado fue mejor, ya con esta aseveración evita al lector la letanía melancólica, y lo dispone a escuchar sin hacer falsas comparaciones. Su libro se llama La felicidad paradojal, lo que apunta a caracterizar a nuestra cultura como la de un hedonismo fisurado. Hemos admitido que los objetos son parte de nuestra idea de felicidad, pero no son todo. Sabemos que la sensualidad y el placer de los sentidos, son necesarios para realizar nuestra idea de bien-estar. Pero lo que advierte con mayor fuerza al autor es que el hiperconsumo coincide con toda una cultura de la moderación y de la búsqueda espiritual. No es el objeto el rey de este mundo, sino nuestra relación con nosotros mismos y con los otros. Es eso lo que nos desvela. 

  Tener nuevas experiencias, intensidades jamás vividas, son parte de la megaindustria del mercado capitalista. Desde la new age al turismo temático, la masa clientelar crece día a día, pero no la hace carne de un único cañón , sino de dos. Por eso es paradojal, combina el afuera de la compra con el adentro de la vivencia. No son esferas sobreimpresas, se cruzan y divergen. Se puede decir para apurar el trámite que son parte de un mismo sistema. Así como estamos acostumbrados a decir que hay una única Edad Media y una Época Ilustrada, lo hacemos con fines pedagógicos y de iniciación. Son las primeras etapas del comienzo de una instrucción simplificada para luego pasar a un proceso de desaprendizaje. Si queremos ver un poco más de cerca esta sociedad consumista aparece un proceso de doble faz: la artificiosidad de lo hiper-real y la autenticidad natural e íntima. 

  Lipovetsky está al tanto, mucho más que Bauman y Sebreli, de la megafábrica de consumidores sociales. Habla de turbo consumidores, los que compran de todo todo el tiempo, los hijos de la economía de la variedad que hace que en Japón haya más de cincuenta mil modelos de relojes Swatch, que en un año hayan salido al mercado trescientas nuevas bebidas no alcohólicas y doscientos modelos de walkman. Sigue al detalle la expansión de las industrias culturales que tienen un presupuesto según la UNESCO de quinientos mil millones de dólares que supera en los EE.UU el producto de la agricultura y la aeronáutica. Sabe que el turismo es la primera industria mundial que lucra con la tecnología aplicada a nuevas experiencias. Noches en un iglú, cascadas en canoa, una jornada manejando carros de asalto, la felicidad de las pequeñas aventuras. Ya no se trata de vender servicios sino de ofrecer vivencias. Hipertrofia de los artificios y un sistema programado de placeres vinculados a un universo concreto completamente estructurado por lo imaginario. 

  Lipovetsky afirma que la sociología crítica de Bourdieu y la concepción de la sociedad de consumo como una sociedad de espectáculo, son extemporáneas. El consumo ya no opera con un esquema de diferenciación social para el que no hay objeto deseable por sí mismo sino pautas de prestigio y reconocimiento social. 

  Sostener que los individuos de una misma clase y las prácticas de un mismo agente, presentan una afinidad de estilo, un aire de familia, una sistematicidad que resulta del habitus social, ha sido desplazado por una cultura en la que los ideales de bienestar, son ansiados por todo el mundo. Viajar, hacer deportes, ejecutar y escuchar música, los ideales adolescentes, son una muestra de la homogeneización que deja la cultura de clases por el abstracto y universal mundo del dinero y de una misma satisfacción. 

  El sistema de hiperconsumo está organizado sobre la base de un “ siempre más” que rebalsa las diferencias de clase. Todos quieren lo mismo, incluso los que se quejan. Nadie quiere basura aunque se la genere, ni vivir contaminados a pesar de producir gases, Pero usar tecnología digital, viajar metódicamente, el zapping generalizado, las bulimias exponenciales, las comunicaciones y evasiones renovadas, no asustan el espíritu de Lipovetsky. Los nombra y trata de pensarlos. 

  El hecho de que atrás, allá lejos y hace tiempo, no haya nada que añorar, le permite una libertad que los soñadores de un capitalismo monacal, ahorrativo y capaz de postergar satisfacciones, o los que se refugian en un mausoleo de artistas laureados y un civismo patricio, son incapaces de disfrutar y hacer productiva. 

  La curiosidad, dice, se ha convertido en una pasión de masas. Se conjuga con la posibilidad de acceso democrático, es decir masivo e individual, a la felicidad material. Nuevos espacios de independencia personal gracias a los celulares, las notebooks, los micro-ondas, que aligeran el peso de las coordenadas espacio-temporales. Menos espacio que ocupar y más tiempo para disponer que nos permite un mayor control sobre los elementos de nuestro espacio ordinario. 

  Se consume los mismos productos sin que los consumidores estén clonados. No somos iguales los que compramos en la misma tienda. De todos modos nadie niega que el ser un pavote de marcas, un exhibicionista de novedades, un desesperado por no quedar atrás en el sistema de productos recién lanzados al mercado, un portador de riqueza espiritual según los consejos de Roberto Giordano, no hacen a un ser particularmente interesante. Tampoco lo eran los títeres de salón en las pasillos versallescos. No les hacía falta los shopping centers para hacer de sus conciencias ansiosas, un servilismo imitativo a todo lo que hiciera la peluca ranqueada en el escalón inmediatamente superior. “Salones” de desfile social y mojigaterías de prestigio, nunca faltaron, son parte de la comedia humana. Los asqueados por la plebe también han sido abundantes. 

  Lipovetsky dice que todos tienen derecho a lo superfluo. Nos permite aligerar la existencia. La misma espiritualidad se ha convertido en una mercadería. El llamado consumo “ciudadano” que requiere compromisos optativos, mínimos e indoloros, se acompaña de las religiones sin dios, de una oferta de un menú de conductas elaborados por los portavoces de las actitudes positivas, de los festivales de música caritativos, el culto a la expansión subjetiva, las disciplinas destinadas a la mejora de la calidad de vida y la medicina de la prevención en vistas de asegurar la salud infinita. Este consumo jerarquizado nos muestran un mercado del alma que se sostiene en la crítica a la adoración del objeto. Lipovetsky nos dice que la crítica a la sociedad de consumo es el producto mejor distribuído que existe. 

  El mundo en el que vivimos tiene las mil y una formas de la inventiva humana. Todo es nuevo bajo el mismo sol, que sabemos, gracias a Woody Allen, en diez millones de años puede llegar a apagarse. Por eso nos dice el singular director de cine ante el espectáculo de una sociedad que ve ascender la espiral de la ansiedad, la peste depresiva, la falta de autoestima y el dolor de vivir: “ Dios ha muerto, Freud ha muerto, y yo tampoco me estoy sintiendo bien”. 

  Sin embargo, para Lipovetsky, la existencia humana no ha sido raptada por un orden mercantil y hedonista. El mundo en el que vivimos no es el paraíso, pero tampoco el infierno. Para él es un claro-oscuro, una felicidad paradojal. 

  Hay un dato que sugiere debe tomarse en cuenta. El mundo del hiperconsumo está atrapado por el conflicto inevitable entre los dos brazos de una pinza: el brazo del placer y el del confort. Hay una reducción en la intensidad de los placeres, un cierto aburrimiento. Dice Albert Hirschman que por lo general, la existencia humana connota un factor de decepción imposible de sortear. Agrega que en nuestra sociedad lo que denomina bienes no duraderos, como la bebida y las comidas, procuran placeres intensos y renovables, resistentes a la decepción. Mientras que los bienes duraderos sí son propicios a la decepción. 

  Nadie está desencantado con la milanesa, por eso son tan arduas de sostener las dietas, mientras que la radio a transitores dejaría frío a un adolescente que goza de su reproductor de MP3 y MP4. Lipovetsky sostiene que la decepción no resulta del uso y abuso de los objetos. La relación que se tiene con ellos es de un apego tibio. Por supuesto que la novedad encanta, pero el umbral de jolgorio que ofrece es superficial. El consumidor tipo se acostumbra vagamente con el tiempo al uso del nuevo chiche y descansa sobre un fondo de indiferencia. Nadie puede imaginar que un objeto le cambia la vida a alguien y que sea la llave de la felicidad. 

  La decepción que sí existe para nuestro autor tiene que ver con los ciudadanos descreídos de los partidos políticos, del Estado, del rol de los sindicatos, del trabajo en la empresa, de la catarata de imágenes de los medios de comunicación, de la eficacia de los aparatos de seguridad, de la honestidad de los gobiernos. 

  Son los bienes colectivos y las experiencias de consumo en el espacio público, los que ocasionan con más fecuencia decepciones. Existe la combinación entre goces privados y malestares públicos. Por eso el consumo no es el mejor ángulo para aprehender la decepción hipermoderna. La vida profesional y la vida afectiva siguen siendo sus vectores principales. 

  Respecto del mercado, también ocasiona sus decepciones, pero surgen con la frustración del hipoconsumo, con las privaciones, y con el malestar que produce no acceder a los bienes terrenales del hombre. Bienes permanentemente ofrecidos por la publicidad generadora de violencia. No son las series de televisión con hombres armados, ni siquiera los video-games con imágenes de terror aquello que exaspera a los espíritus, sino la felicidad consumista diagramada para mundos pudientes y metidas en los televisores de poblaciones que jamás tendrán acceso a ellas. 

  El fascismo soft de la miseria publicitaria y el sufrimiento moral que provoca no conforma la mayor parte de la inversión empresaria en la torta comunicacional. El 75% se destina a promociones, relaciones públicas, mecenazgo, sponsoreo, marketing directo y relacional. Pero ni el marketing es totalitarismo ni el consumidor es pasivo. Si se quiere medir el peso en la decisiones individuales y colectivas de los aparatos de comunicación, vemos que las religiones y las ideologías, han enloquecido a los seres humanos y dirigido con más éxito sus comportamientos y deseos, que la publicidad comercial. 

  Ante quienes dicen que el hiperconsumo tiene el soporte libidinal de un deseo que se vacía a medida de su llenado, la insaciabilidad indefinida generadora de angustia, Lipovetsky afirma que la satisfacción es real. 

  No se trata, entonces, de manipular conductas sino de promover marcas, con lo que se intenta menos celebrar un nuevo producto que de innovar, conmover, distraer e interpelar al consumidor. De todos modos, los ideales humanos no culminan en este ingente esfuerzo por incitar al consumo, no se trata sólo de adquirir, poseer y gozar de las cosas, como de luchar, transformar lo dado. Hacer algo que nos dé una imagen positiva de nosotros mismos. 

  La obsesión consumista no ha arruinado la exigencia antropológica de la Actividad y del Hacer como fuentes de reconocimiento social y estima de sí. Tampoco podemos considerar según Lipovetsky que nuestra era es la del narcisismo y la del hombre que sólo piensa en sí mismo. El modelo paradójico de nuestra felicidad incluye el ideal comunitario. La pertenencia a un grupo es uno de los modos de ser uno mismo. La referencia comunitaria devino, agrega, una tecnología del yo. 

  Otra de las características de las nuevas maneras de mesa y consumo se extienden al sistema de compras en el que se pretende hacer primar el humor. Es lo que se llama el “fun” shopping, una lógica de la moda que seduce con la animación, la fantasía, la decoración y el ludismo. La cósmeto-cocina difiere de la nouvelle cuisine en que ya no acentúa el sabor natural del producto sin salsas, sino una cocina patchwork en la que el humor no estará ausente. Se ofrece pollo a la Coca Cola, o sushi al foie gras, una cocina de moda, creativa, alquímica, desestructurada y mestiza. 

  No es más que una moda, luego vendrá otra, en la que volveremos con algún matiz renovado a la simplicidad de una comida en la que una papa es una papa y un filete un filete. El hecho de que todo pase y sea transitorio es lo que para muchos le quita valor al producto. Evaluamos de acuerdo a la duración. Un mundo de cosas con fecha de vencimiento y en el que lo que más vale es la novedad, es un fenómeno difícil de apreciar. Se lo devalúa con facilidad, pero la inventiva que requiere no le hace un mayor daño a la inteligencia. Se necesita tanta capacidad para producir un objeto indestructible, como otro novedoso. 

  Pero lo interesante de Lipovetsky es señalar que la sociedad de consumo no constituye una metafìsica global, Nuestra forma de vida no es sólo consumir. Lo que presenta la existencia a la condición humana no ha sido tapado por la artificialidad del todo por dos pesos. Los dolores del vivir, la conciencia del desamparo, la inclinación al prójimo como las necesidades y los miedos ancestrales del hombre en sociedad, no han sido anulados. Perviven con la misma fuerza de antes. 

  La felicidad paradojal de la sociedad de hiperconsumo, en la que se intenta combinar felicidad y eficacia, sólo existe contrariada. Lipovetski afirma que la nuestra no es una sociedad de placeres sino de moderaciones. En algo es epicúrea, recordando que Epicuro enseñaba que los placeres dependen de la simplicidad del objeto, de lo mínimo de su oferta, y de la capacidad degustativa del consumidor. Para mostranos esta cultura de la moderación, las estadísticas que presenta son un momento risueño de las artes cuantitativas de nuestro tiempo. 

  Decir que nueve de cada diez europeos dicen ser felices, o que los franceses se rién cinco minutos por día, cuatro veces menos que hace cincuenta años, nos evoca a aquel político menemista de la década del noventa, que le replicó a un periodista que en lugar de insistir que en el país había un 20% de desocupación, valdria la pena mirar el fenómeno desde otro ángulo, y pensar que el 80% de la gente tenía trabajo. 

  Para responder al lugar común de que vivimos tiempos de un eros frenético, Lipovetski, refuerza la afirmación con números. En el año 2004 se filmaron once mil películas pornográficas comparadas con los tres mil largometrajes “ normales” lanzados al mercado, un negocio porno de cuarenta mil millones de dólares. Una vez pintado este universo “hard y hot”, vuelve a la realidad cotidiana que en nada sigue los parámetros comunicacionales y nos muestra nuevos números en el que se ve que los franceses mantienen en su enorme mayoría el ideal del amor exclusivo, en el que el sujeto es único para otro, en el que la noción de individalidad, es decir de irremplazabilidad, está vigente. Por lo tanto, la nuestra es una época de hedonismo bien temperado. 

  El ideal deportivo que manda a todo el mundo a correr por las mañanas, contrasta con la realidad de la mayoría, y se nos aparece un nuevo número en el que la mitad de los franceses marchan menos de media hora por día. Lo que en mi humilde apreciación, no es poco. 

  Lipovetski, a diferencia de Bauman, no cree que las imágenes hayan sustituído al objeto y a las personas. Éstas conservan su realidad tangible y el alud de íconos cotidianos no determina mecánicamente las conductas. Existe una inercia menos maleable de lo que los programadores de actitudes suponen. Esta inercia podría tranquilizar a los espíritus que ansían un ancla para sostener el pensamiento. Se afirma con frecuencia que el ejercicio del pensar necesita para llevarse a cabo distancia y tiempos prolongados. Los presentes que nos presionan y arrinconan y las velocidades de vértigo, parecen desplazar a los pensadores para dejar todo en manos de los publicistas. 

  La prudencia es el rasgo que ve en nuestro tiempo. No es el espìritu transgresor de los movimientos dionisíacos de hace tres décadas. Hoy reina Hygie, la diosa de la salud, y Jano, el de la doble faz. No es una novedad que vivimos en una era de la seguridad, y de las estrategias individuales y colectivas para sobrevivir. Nada sobra en nuestro tiempo. El hiperconsumo tiene un aspecto lúdico, pero las líneas de fuerza dominantes son la precariedad laboral, el ocio forzado, la violencia callejera. Una de las novedades globales es el narcotráfico. Asociado a otro tipo de mafias. Hay estados que ya no controlan el tráfico, y otros que le están asociados. La urbanización puebla de megaciudades el planeta, ciudades - las enumera Bauman - cuyos nombres ni sabemos pronunciar ni localizar: Chongquing, Shenyang, Ahmedabad, Surat, Rangún, con sus millones de habitantes, cuya organización ciudadana es imposible. 

  A Sebreli que tanto indigna la cultura de ensalzamiento juvenil, menos lo inquieta, porque lo ignora, el fenómeno de los jóvenes que hoy son carne de cañón, tripa barata. Son los “pixotes” de las favelas, las “mulas” de centroamérica, los maras, los violados y prostituídos en masa, ser joven no es ser víctima, sino un riesgo. Porque no hay trabajo, los centenares de miles que en la provincia de 

  Buenos Aires viven fuera del sistema educativo y laboral, no dejan de escuchar la música que tanto inquieta y desagrada, ni dejan de soñar con comprar zapatillas, pero no para escandalizar a popes culturales que envejen con acritud, sino porque es buena la vida con sueños y es mejor que vivir con una esperanza grado cero. 

  Por eso me gusta Lipovetski, porque niega que la nuestra sea una sociedad amoral, nihilista, sino una en la que se apagó el entusiasmo político pero no así los sentimientos morales. La nuestra no es una época en la que domina el cinismo y el relativismo generalizado, es menos testigo, puntualiza, de la depreciación de los valores que del resurgimiento de la interrogación moral vinculado al retroceso de lo político y de los grandes sistemas de sentido. 

  Se multiplican los sistemas de valores, sin que - por la crisis de las morales heterónomas - se hundan catastróficamente. La subjetividad es un factor de la ética, en un universo en el que el Hombre no es Uno y tiene derecho a pensarse – a diferencia de la mismidad buscada por lo sabios de la Antigüedad - en términos antitéticos.