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Las ilustraciones de este número corresponden a pinturas y fotografías de Carlos Gigena Seeber

 

 

 

 

 

 Segunda breve historia de la filosofía 97 
   Comienzos filosóficos


   Desde ahora y hasta el final de esta segunda parte de la Historia de la Filosofía nos remitiremos a la filosofía alemana. A partir de Kant y hasta los finales del siglo XIX, los alemanes se apropiaron de la filosofía. Así como los brasileños se constituyeron en dueños del futbol a partir de 1958 y nos dieron sus glorias más rutilantes, los alemanes se comieron el estofado filosófico durante cien años. Apenas quedaron algunas sobras.


   Esto no quiere decir que no haya habido otros filósofos en aquella época, como tampoco ignoramos que el Gran Diego o Cruyff deslumbraron a la tribuna, pero nada comparable con este dream team especulativo que hasta hoy nutre a las academias.


   Miren qué equipo después de la revolución kantiana, titulares: Schopenhauer-Schelling-Hegel-Marx-Nietzsche.


   Suplentes: Fichte-Feuerbach-Stirner.


   Cuando llegué a París en octubre de 1966 a mis 19 años mis lecturas de filosofìa habían incluído algún texto de Hegel de la colección Aguilar. Una vez decidido que me quedaría a vivir y estudiar en la Sorbonne, conoci a Saúl Karsz, profesor de filosofía de la Universidad de Buenos Aires que estaba becado en Francia para una tesis de doctorado sobre Hegel. Su tutor era François Châtelet, quien años más tarde fuera profesor mío en la Universidad de Vincennes.


   Karsz era un profesor muy riguroso y disciplinado, a la vez que dogmático. Me dió clases particulares pagas durante dos años. Nos reuníamos semanalmente, él, mi novia y yo.


   Su método era althusseriano, lo que para mi nada significaba en un principio salvo que Althusser había reemplazado a Sartre como jefe de fila de la filosofía francesa.


   El texto de estudio que dispuso para nuestra lectura era La Phénoménologie de l` esprit de Hegel. En la primera clase nos explicó que debíamos confeccionar dos tipos de fichas, unas llamadas eruditas y las otras problemáticas. No lo olvidaré más. Como jamás recordé para qué servían. Sé que en unas debía anotar citas relevantes y encabezarlas con el nombre del autor y el título de la obra. Las problemáticas creo que se usaban para escribir comentarios sobre temas puntuales.


   Había que armar un archivo, supongo. La tarea consistía en la lectura de la Introducción de la obra, luego del Prefacio con el que comienza el libro, que va desde la página 65 hasta la 77 de la edición Aubier Montaigne traducida del alemán por el máximo intérprete de la obra hegeliana, Jean Hyppolite.


   Fue extraordinario no entender nada. Lo que no entendía no era una frase o una idea, no entendía nada, que es la mejor manera de no entender.


   Karsz, quien había logrado que admitiera que no entendía nada, nos explicaba que las palabras en un texto de filosofía tenían un significado que no era el que nosotros creíamos porque estaba dado por definiciones. Por ejemplo, ¿qué quería decir sustancia? Una entidad que era en sí, por sí y para sí. Eso más o menos lo entendía porque se parecía a una definición de lo que era mi padre. Después complicaba la cosa diciendo que las palabras filosóficas se ordenaban alrededor de problemas. Para comprenderlas debíamos acotar la “problemática” conceptual de la que se trataba para darle el sentido al texto en cuestión.


   Problemática, maravillosa palabra que me acompañará hasta mi tumba. En mi epitafio grabado sobre la lápida, autorizo a escribir: “aquí yace Tomás Abraham, el hombre que quiso comprender demasiado la palabra problemática”.


   El método althusseriano de lectura era duro. Nada se podía decir que ya no se supiera. ¿Pero cómo saber sin haber hablado antes? Cada vez que quería abrir la boca, miraba los ojillos del profesor entre el humo de su pipa curva y mejor me callaba la boca. Teníamos terror de quedar apresados por lo imaginario o por deslizarnos y hundirnos en la ciénaga ideológica. La falacia teórica nos acechaba.


   Mi tartamudez que traía de la Argentina halló a un hermano en la tartamudez del profesor. Era distintas, la de él era cortada, la mía era centrípeta, las palabras no sólo se cortaban sino que implosionaban. En todo caso luego de más de quince años de tartamudez me curé con Hegel.


   La instrucción se parecía a la educación de los jesuitas. Rigurosa, inclemente, pero no está mal pasar por ella. Al menos me enseñaba que la filosofía era un trabajo, que leer no era un placer sino un esfuerzo, que la libertad de pensamiento exige subordinación y valor, y que la comprension de un texto lleva tiempo, y, aunque parezca una broma, hasta su incomprensión también, lleva mucho tiempo.


    


   Segunda breve historia de la filosofía 98 
   Derrotar a Hegel


   Desde mediadios de la década del sesenta en momentos en que París vivía su segunda fiesta, esta vez no la de Fitzgerald y Hemingway sino la de Cohn Bendit y sus secuaces, la consigna filosófica pedía derrotar a Hegel. Esta misión tenía un doble propósito: el lanzamiento de la nueva filosofía francesa a partir de la relectura de Marx y Nietzsche. Althusser, Deleuze y Foucault, cada uno a su modo, se encargaban de mostrar que la dialéctica hegeliana era una negatividad conciliadora en la que los momentos del proceso del Sujeto Absoluto se sintetizaban en la transparencia de la Razón especulativa.


   Althusser y sus discípulos mostraban que en Marx se producía a partir de los textos de El Capital una ruptura epistemológica que dejaba a un lado la cáscara del idealismo alemán que estaba pegada al pensamiento dialéctico hegeliano.


   Por su parte Derrida con sus aportes le daba una vuelta de tuerca a la filosofía heideggeriana en la que su concepción del tiempo se hacía espacio escritural en el que   primaba el concepto de diferencia que condensaba el “diferir” del tiempo con el “distinguir” del signo. Con esta propuesta nuevamente quedaba afuera Hegel.


   Por un lado se buscaba un pensamiento afirmativo derivado de la concepción trágica del dionisismo nietzscheano, y por el otro la construcción de una filosofía que acompañara a una ciencia de la historia como parte de una nueva estrategia revolucionaria.


   Hegel nada tenía que hacer allí. De todos modos nunca fue un filósofo que ocupara un lugar estelar en la tradición filosófica francesa. Se comprende, era alemán. Sólo un ruso como Alexandre Kojève con sus clases en Le College de Sociologie en la década del treinta del segundo milenio, atrajo la atención de un auditorio prestigioso cuando daba sus cursos sobre la fenomenología hegeliana.


   Pero posiblemente esto se debiera más a la personalidad del comentador, un extraño y hasta exótico personaje, que al interés por la filosofía dialéctica. Por otra parte, un modesto trabajador de la lectura de Hegel a la vez que traductor, Jean Hyppolite, continuaba con su labor de entregar a los franceses aquel pensamiento, en la oscuridad apenas descubierta por Jacques Lacan que lo invitaba a algún seminario a explicarse sobre algunas cuestiones concernientes a la negatividad.


   El Hegel francés era así un personaje buscado con recompensa por marxistas y nietzscheanos, al tiempo que desaparecía de la escena filosófica J.P.Sartre, que siempre hizo con Hegel lo que quiso, a veces con gran belleza literaria como en El ser y la nada, y en otras con un léxico revuelto y hasta maníaco como en La crítica de la razón dialéctica.


   Una vez presentado este mínimo contexto biocultural de la irrupción de Hegel en mi vida de estudiante, vayamos a la nuez del cascarón, la famosa dialéctica.


   Hay una lectura evolutiva del proceso dialéctico que se ilustra con la figura de la espiral. Cada aro de la espiral dialéctica consta de tres momentos. La tesis con la que se inicia, la antítesis que emerge llevando hasta su límite a la tesis, y la síntesis que reune a ambas posiciones.


   En la Lógica de Hegel, el camino del Absoluto se inicia con el ser del que nada se puede decir más que su identidad muda sin predicados, la nada de la que sólo puede afirmase que es, y el devenir que es un compuesto de ser y nada, porque en ella todo cambia, nada es, a la vez que es siendo.


   Uno, dos, tres, del uno sale el dos, y del dos se vuelve al uno con el tres. El tres reune el uno con dos por necesidad de movimiento interno al funcionamiento dialéctico. Hay una nada en el ser, ser en la nada, y en esta negatividad recíproca surge el concepto del devenir que es ser y nada a la vez.


   Althusser es quien afirma conceptualmente lo que otros apenas intuyeron, que la astucia de la razón hegeliana no tiene la forma de la espiral sino la del círculo. No se trata de un progreso evolutivo, ni un trabajo de la negación que va del ser y la nada al devenir, sino de un recuerdo del momento final que se descompone en sus momentos pretéritos.


   La dialéctica hegeliana está elaborada en función de la memoria, emparentada con la reminiscencia platónica, en la que esta vez un estadío final retrotrae la historia de su confección.


   La dialéctica es una alfombra ya tejida y replegada que se desplegará en su exposición a través de distintas facetas: la fenomenológica y la lógica. Por lo tanto el tiempo verbal que le corresponde, dice Althusser, es el del futuro anterior: yo habré sido.


   Se trata de la madurez final de un proceso que relata el momento de su constitución. La espiral hegeliana se mueve a través del círculo de su existencia en el que el momento final no es más que el incial con un plus, el de la lucidez completa de quien reconcilia todo su pasado en el hoy.


    


   Segunda breve historia de la filosofia 99 
   Lo real


   Trato de recordar alguna clave de mi incomprensión de aquella mi primera lectura de la Introducción a la Fenomenología. La he leído nuevamente. Es un texto no sólo difícil, lo es para mi hoy luego de sumar nuevos cuarenta años de lecturas, sino pleno de guiños a la historia de la filosofía. Es alusivo, elusivo, abusivo.


   ¿Qué es lo que no entendía? Por supuesto que no comprendía el texto, me refiero que había un hueso atravesado en mi cerebro que me impedía avanzar, mejor dicho que me fijaba en un sólo punto, en una dificultad no expresable, algo duro sin nombre que volvía y volvía y que retornaba siempre porque no podía enunciar la pregunta que le correspondía.


   No sabía “qué” no entendía. Por eso no entendía nada, porque aún cuando gracias al profesor algún concepto se aclaraba, por ejemplo que la fenomenología se definía como ciencia de la experiencia de la consciencia, o que no puede concebirse el conocimiento como mero instrumento o método externo a su objeto, aquel roedor de significados me dejaba nuevamente en babia y caía la oscuridad.


   No entendía a Hegel, es decir no tenía idea alguna de lo que él significaba por “Real” distinto de la realidad. Si bien esta división de dos entre lo real y la realidad remitía al idealismo clásico, si no es tan arduo de comprender la diferencia entre esencia y apariencia de acuerdo a la metafísica griega, en este caso todo se complicaba porque se negaba la existencia de dos mundos.


   No hay en Hegel un mundo de las ideas que oficia de modelo y un mundo de las sombras y objetos sublunares que copian o deforman el de más allá. El mundo es uno solo a la vez que dividido en dos pero no en el espacio sino en el tiempo.


   En esa época otro de los filósofos que había leído en mi adolescencia y que tampoco había entendido era Spinoza. Oh casualidad, él era otro baluarte de los antihegelianos que encontraban en Spinoza un nuevo modo de pensar el sistema fuera de la negatividad. Un pensador positivo, afirmativo, que desde el althusseriano Pierre Macherey hasta Gilles Deleuze, leían, interpretaban y homenajeaban como a un príncipe del concepto.


   En Spinoza hay un Uno que es un proceso de transformación de modos. La sustancia spinozista no descansa en la contemplación de aquello que ha creado, vestida con los atributos que la decoran rodeada por un coro de expresables. La sustancia es sólo manifestación, no está en otro lado, es eternidad en movimiento.


   Pero en Hegel irrumpe el tiempo que no se percibe en Spinoza, en Hegel no hay eternidad, hay historia. En todo caso la dificultad poco tenía que ver con estas diatribas semieruditas, sino con eso que se llama Real.


   ¿Qué es lo Real que se distingue de la realidad y que no es transcendente ni está en otra parte? Lo que no entendía es la cocina de la filosofía especulativa, el dibujo del Absoluto Sujeto, o, como lo llamaba Athusser, la idea de Proceso sin sujeto.


   Lo real es la misma realidad que se sabe a sí misma. La realidad es el en sí que no se sabe y que al final de su recorrido deviene para sí o autoconocimiento. Cuando al final de la historia el despliegue de todos los momentos y figuras de la Conciencia, cuando los momentos y figuras de la historia de la humanidad hayan llegado al instante cumbre de la lucidez y la transparencia de sí, entonces la realidad deviene real, porque lo real es racional y lo racional es real.


   La filosofía especulativa es aquella que mediante el discurso esclarecido convierte a la realidad que sólo vive lo acontecido en saber de sí. Nada es real si no es sabido. Y este saber no se desprende de un método exterior al objeto, no se trata de una ciencia demostrativa, sino de un conocimiento de sí universal que la humanidad adquiere por sí misma al llegar al momento justo de su madurez.


   La filosofía especulativa es espejo y reflejo del ser en el decir. Ser y decir devienen lo mismo. No se trata de un acto de magia aunque lo parezca, no se materializa el mundo con el verbo, pero la lámina que separa a Hegel de una teodicea es muy fina, sólo lo diferencia en que verbo y ser se hacen al mismo tiempo. En el principio fue el verbo pero que se hace ser en el conocimiento de sí.


   Somos si pensamos, pero no por método como en Descartes, sino por un proceso de autoconsciencia que todo lo integra.


   La totalidad hegeliana no tiene restos, una vez que la espiral recorre el círculo tenue de su primer trazado, se llega al final, a la reconcilación del Absoluto consigo mismo, y así puede dormir el sueño de la razón.    


   Segunda breve historia de la filosofía 100


   Algo sobre la vida de Hegel


   Gracias al profesor Jacques D’ Hondt ha sido posible saber algo de la vida de Hegel, al menos saber que tuvo una vida. En las historias de la filosofía y los manuales nunca se mencionó más que los lugares en los que había enseñado y en donde ejerció la docencia. Después, claro, el relato de la anécdota que dice que mientras se oían los cañones de la batalla entre las tropas de Napoleón y los prusianos seguía escribiendo la Fenomenología. Y, al ver desfilar al Emperador frente a su ventana, exclamó: ahí viene el Espíritu Universal montado a caballo.


   Poco para una vida. Por la biografía mencionada nos enteramos que Hegel también fue un hombre. Lo que quiere decir que tuvo amigos, que alguna vez no supo qué hacer de su vida, que amó mujeres, que tuvo hijos, que fue odiado por uno de ellos, que debió ganarse su pan, que padeció la humillación de sus patrones, que mintió de varias maneras, una de ellas se la llama autocensura, modo solapado de decir lo que no conviene de un modo en que casi nadie se da cuenta.


   El estilo hegeliano, su particular modo de construir su prosa, ese idioma inventado como una lengua privada como la que leemos en la Fenomenología, es fruto de ese arte de las escondidas que se fragua en tiempos de despotismo.


   Dice Hegel en una carta a Niethamer citado por D’ Hondt: “ es más fácil ser ininteligible de una forma sublime que ser inteligible de una forma sencilla”.


   Esta frase explicaría otro modo de apreciar el tipo de escritura de Hegel, una en la que no se justifica su estilo por los devaneos que imporne la censura sino porque simplemente escribía mal, con torpeza.


   Hegel fue parte del trío de Tubinga, junto a Schelling y Hölderlin. Los tres iban a un colegio religioso. Podían llegar ser pastores, profesores de la misma institución, preceptores particulares de niños de familias ricas, o, quizás, con suerte y buenos contactos, obtener un puesto en la universidad.


   Trabajó como maestro particular con cama adentro. No compartía la mesa de sus amos. Las familias que lo contrataban para dar clases de cultura general no eran de la nobleza sino de una burguesía comercial enriquecida. Soñaba con tener cuarto propio. Vivía esa situación con humillación, aunque no tanta como su amigo Schelling. El otro del terceto, Hölderlin, enloqueció y partió joven al exilio interior.


   Obtuvo una beca ducal por una disertación titulada: “El estado deplorable de las artes y las ciencias entre los turcos”. Estaba stisfecho de no haber nacido turco.


   “Viejo bobo” le decían las actrices y coristas de Berlín que se reían cuando acentuaba su miopía y se les acercaba para espiarles dentro de los escotes. Tuvo tres hijos, uno natural, Luis, a quien Hegel le quitó su apellido una vez que lo detuvieron por robar una gallina, pasó de Hegel a Fischer.


   Se alistó en un ejército mercenario y fue a combatir a Yakarta en donde murió a los veinticuatro años.


   D?Hondt dice que amo en alemán se dice Herr, y esclavo knecht, cuya traducción en realidad es “criado”. Por lo tanto la dialéctica del amo y del esclavo, la famosa figura fenomenológica de Hegel, se convierte en la dialéctica del amo y del criado.


   No se trata entonces de una persona comprada y poseída como una cosa, sino de un ser humillado por su condición social, un sirviente, un miembro del personal de la servidumbre de las casas burguesas.


   Podemos llamarlo esclavo porque esa consciencia que se somete se siente esclava, no se siente criada ni servil, sino plenamente poseída. Frente al grande que domina, al ser solitario y altivo que adoramos, no se es sólo subordinado sino devoto servidor, sometido en el deseo, ungido en el servilismo. La humillación es aceptada, merecida, el esclavo no la siente injusta porque considera que el Amo es quien dicta la justicia, es justo.


   El esclavo ha perdido la dignidad, y con ésa perdida no tiene reinvindicación que proclamar, acepta su destino y se pone manos a la obra.


    


   Segunda breve historia de la filosofía 101


   Dialéctica del Amo y del Esclavo


   Es una de las historias más bellas de la filosofía. Está teñida de tragicismo y romanticismo. Al mismo tiempo da cuenta de las transformaciones políticas. Tiene que ver con la vida de la consciencia y de su recorrido fenomenológico. La fenomenología del Espíritu es la ciencia de la experiencia de la consciencia. Esta experiencia pasa por varias fases por las que transitan las figuras del espíritu. La consciencia está fisurada. La navaja de Kant cumplió con su cometido. Hegel embiste contra Kant, lo hace también contra el escepticismo y el empirismo, pero su batalla contra el criticismo es la principal.


   Dice que Kant separa y luego junta lo separado con la voluntad, pero no con el conocimiento. Da por derrotada a la ciencia inventando una cosa en sí y haciendo del conocimiento un mero instrumento.


   Kant no entiende que el conocimiento es el resultado de un Espíritu que a través del tiempo se conoce a sí mismo. La historia de la humanidad tiene un racionalidad, hay una clave que hay que saber leerla para comprender que las civilizaciones son etapas de un mismo recorrido. Por un funcionamiento dialéctico los momentos del proceso entran en contradicción y emergen las nuevas figuras. El final de la historia resulta de la conjunción entre el saber y el poder. El Estado universal se hace uno con el saber especulativo y la transparencia se logra con el autoconocimiento de un Absoluto reconciliado consigo mismo.


 Hablemos de la fenomenología.

   La consciencia sigue su propio curso. Busca el reposo. El tiempo la desgarra. Nada se detiene. Los objetos se suceden y mutan sin cesar. Nada cesa.

   La consciencia desdichada busca el infinito, pero lo hace desde su finitud. A lo que siempre tiende nunca lo alcanza.

   Nada se puede poseer, es una ilusión de la consciencia que la posesión de una cosa cualquiera que esta fuere le permite satisfacerse. Nada en sí, ningún objeto exterior y completo, llena nuestra falta. Lo que ayer ansiábamos hoy lo tenemos y se nos gasta en las manos. Se nos duermen las cosas poseídas. La vida vive en otra consciencia. Lo único que nos atrae, que nos llama, es otra consciencia viva. La vida es deseo. Deseamos el deseo del otro. La libertad es lo que caracteriza a las consciencias, y la libertad reside en el reconocimiento entre consciencias deseantes. Ser deseado, desear ser deseado.

   Desear ser deseado a quien no nos desea es el movimiento del amor cortés, fin amour, o amor cruel, del Medioevo. Hegel con esta figura diagrama esta historia del amo y del esclavo.

   El esclavo desea, el amo no. Es amo quien se ha enfrentado a la muerte. Lo ha hecho subordinando el más fuerte de los instintos – el de conservación de la vida- al servicio de un ideal, del honor. Ha sobrevivido al desafío. Ante la misma encrucijada el esclavo se ha detenido al borde del abismo. Es un cobarde, se ve a sí mismo como un miserable. Nada lo redime. Desea al amo, quien ya nada desea. Las peripecias de la vida ordinaria lo aburren. No hay intensidades comparables al único desafío auténtico.

   Al amo los hombres le parecen pequeños. Sólo postergan el único momento en los que se juegan la identidad. Son seres de excusa.

   El esclavo no tiene dignidad. Se pone al servicio del amo, en realidad se vuelve siervo. Un siervo trabaja. Produce. Genera obras. Se rescata en las labores. Mientras tanto el amo sólo contempla y nada siente. El tedio lo cubre. El esclavo no tiene tiempo, puede poco a poco superar el dolor del tiempo. Se hunde en el trabajo. Así se vuelve indispensable. Construye un mundo y crea la necesidad de su quehacer. El amo se pierde en su inacción. Después del Acto Total nada tiene sentido.

   Para muchos esta historia es la épica del ascenso de la burguesía y la caída de la nobleza. También se puede leer como una historia de amor-pasión. O como la construcción de la singularidad, la tragedia del hombre excepcional.

   Funciona como un mito, una versión del deseo y del ideal del yo, como la lucha de las conciencias que se fagocitarán en la inutilidad terminal de un reconocimiento imposible.

   Es el Hegel romántico.

    

   Segunda breve historia de la filosofía 102

   La misión hegeliana

    

   ¿Quienes y por qué son hegelianos hoy? La filosofía puede ser para algunos un sistema de creencias a pesar de la frase de Nietzsche: “no hay que creer en lo que uno piensa”. Hay quienes hacen de la filosofía una secta.

   Hegel pensó que su época coronaba el proceso de la historia con la conjunción de un imperio y los valores de la Ilustración. Esta bisagra sostiene la constitución de un Estado Universal. El sueño de la razón especulativa se hacía realidad cuando lo real es racional y lo racional es real. Poder y saber se hacen uno.

   Que Napoléon fuera la figura del Absoluto hecha hombre hoy ya es una anécdota. A un hegeliano no le importan las anécdotas. Lo que sí interesa es el la relación establecida por Hegel entre el pensamiento y la historia.

   Hoy el hegeliano protege el legado del maestro. La posmodernidad es el enemigo actual. Es el revestimiento del escepticismo y del criticismo que suprimen el valor de la verdad, y hacen del Bien una cantidad o un estilo. Se yergue contra el esteticismo romántico con su culto al fragmento y la mezcla de géneros.

   Con Hegel siguen vigentes los grandes relatos, la posibilidad de totalizar el conocimiento, de mantener en alto el valor del sentido y el de la racionalidad. Hegel se ha convertido en un recurso moral.

   Mussolini decía que era hegeliano. La presidenta de los argentinos en un congreso de filosofía en la región cuyana decía conmovida que era “hegeliana por sobre todas las cosas”. No hay noticias sobre la posición de Mme Sukarno al respecto.

   Para algunos la filosofía cumple la función de un manto de legitimidad. Solemniza a las ideologías y contribuye al espíritu de seriedad.

   Fukuyama escribió un libro interesante continuando aquella visión de Hegel. Se trata del fin de la historia. No es Napoleón quien corre el telón de los tiempos sino el ala derecha del partido republicano norteamericano. Decretan que la democracia liberal es la última figura de la historia. Nada mejor se ha inventado ni se inventará. Sólo emergerán regresiones cuasi arcaicas de regímenes políticos perimidos.

   Se basa en la lectura que hizo Alexandre Kojève de Hegel. El ruso radicado en Francia era funcionario de los organismos internacionales y tenía una cierta simpatía por Stalin. Veía en él a un Napoleón sobre un tanque llevando las banderas de la emancipación anunciada por la historia.

   Un pensamiento planetario, un centralismo bien cimentado y una figura heroica. Un mundo uno y un jefe. Un hegeliano hoy denuncia el estado de anomia, de dispersión y de abatamiento ético, promovido por intelectuales decadentes. Se levanta contra los sofistas que hacen del no saber una herramienta crítica, contra los relativistas y contra el pensamiento débil.

   No renuncian al ideal de una ontología fuerte. Un Ser con todo lo que se merece, no un ser como cosa en sí sólo pensable desde una voluntad y una ficción razonable. Nada de ficciones, la ciencia de la verdad es posible.

   Si bien es cierto que Dios y el alma están en subasta, no renuncian a que la historia y el mundo continuen siendo mayúsculas conceptuales y estandartes morales.

   Hegel ha hecho el último intento sistemático de la filosofía. Contra la fisura kantiana reinvindicó la misión de la filosofía de comprender todo para poderlo todo. La filosofía especulativa traduce en el lenguaje de la razón lo que las otras manifestaciones del espíritu expresan parcialmente. La filosofía totaliza, integra y muestra el aspecto genético de la historia. El tiempo tiene sentido. Todo se recupera, todo se hizo para llegar aquí.

   El hegelianismo es una filosofía megalómana. Lo devora todo, lo digiere en su gran panza especulativa y segrega...¿ monstruos? ¿ héroes?

   No, no lo hace, la filosofía ya no contribuye con tales secreciones. La filosofía de Hegel es una gran pasión. Dialoga con las voces de cada momento del acontecer. Nos deja un enigma, no lo pudo evitar, Su telaraña dialectica deja ese hilo suelto. Es la soledad del jefe. El tedio de un régimen que se sabe el mejor. La falta de estímulo del que llegó a la cúspide. La inutilidad de la razón sin deseo.