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Segunda breve historia de la filosofía 76
Vamos al cine

“Pongan el carro en movimiento que los melones se acomodan solos”, es el dicho del periodista Mario Mactas que traduce el concepto de “mano invisible” de Adam Smith. Esta famosa idea no tiene más que tres apariciones en el voluminoso tratado de Smith. Lo hemos omitido en los dos capítulos que le hemos dedicado, debería estar junto a las ideas de hombre de pecho y de observador imparcial. 

Cumplido el recado y la deuda pendiente, damos vuelta otra página.

La filosofía en lengua inglesa por la que hemos transitado de la mano de Locke, Hume y Smith, hace bien en llamarse empirista, utilitarista, liberal, o lo que fuere, en realidad da lo mismo, pueden nombrarse como se quiera, son todas etiquetas académicas con poder anestésico y efectos de letargo. Los vaivenes argumentativos y los juegos de lenguaje entre la libertad, la felicidad, la utilidad y la propiedad, no son precisamente un láudano filosófico.

Estos conceptos nacieron luego de las guerras civiles inglesas, hasta llegar a la constitución de 1688, aposentaron un momento satisfechas de contribuir a la paz y a una nueva idea de concordancia para la humanidad, para luego tomar otro envión y ser el tesoro filosófico de nuevas conmociones, en especial dos que transformaron el mundo: la revolución norteamericana y la revolución francesa.

Para introducirnos en las explosiones políticas de fines del siglo XVIII nos hemos encontrado con un filósofo que en realidad no es un filósofo. Es, como él mismo se  describiría de acuerdo al modo en que presenta sus escritos, un panfletista. Es Thomas Paine, autor de El sentido común ( Common Sense ) y de Los derechos del hombre Rights of man ).

El novelista Howard Fast le dedicó un libro: El ciudadano Tom Paine. No sé si conocen a Fast, fue un best seller mundial. Hombre de izquierda, escribió de prisa y sin pausa innumerables novelas. Fue miembro del Partido Comunista hasta que renunció al mismo luego de la invasión soviética a Hungría en el año 1956. Perseguido por Joe Mc Carthy  mantuvo su silencio ante las presiones para que denunciara a colegas y amigos.

La biografía novelada sobre Paine la escribió en 1943. Pero se hizo famoso con otra obra de ficción histórica, Espartaco, de 1951, que le dió renombre al hacerse con el libro una película, una de las primeras de Stanley Kubrick.

Fast tenía prohibido por el macartismo editar el libro, ningún editor se lo  aceptaba ya que incitaba a la rebelión y se lo consideraba una prédica subversiva comunista. Lo editó él mismo y se encontró con otro hombre de izquierda que quiso llevarla al cine y le pidió que escribiera un guión ya que él se encargaría de buscar productores en Hollywood. Este hombre descendiente de judíos rusos se llama Issur Danielovitich Demsky, mundialmente conocido como Kirk Douglas.

Para Douglas el guión era un desastre, no tenía remedio. El director contratado no daba pié con bola, era nada menos que Anthony Mann, fue separado o se fue solo. Contrataron otro guionista que a Fast le producía espanto, y a un joven director, Kubrick.

Si publicar un libro a veces implica sinsabores entre autor y editor, podemos imaginar lo que se juega cuando se filma una película. Aunque en este caso, las reseñas no hablan de permanentes disputas sobre dinero sino sobre el contenido del film.

No recuerdo haberla visto entera, sé que la vi por partes, tengo  imágenes de los músculos de Kirk, de su inmortal barbilla con ese pozo viril en el medio del mentón, de sus gritos y ojos encendidos, los mismos que fogonean en su interpretación de Ulises y Van Gogh.

Parece que Espartaco termina crucificado, lo que no agradó a Fast que no quería un mensaje pasional como el presenciado en el Gólgota, sino algo más dañino para los opresores.

En fin, Howard Fast respecto de este personaje que nos interesa ahora, Thomas Paine, nos presenta a un inglés de mediados del siglo XVIII, de un hogar pobre, perseguido por un padre que le impone su oficio, el de corsetero, maltratado y desesperado huye a Londres, en donde nos encontramos con la aventuras de un nuevo Oliver Twist, una infancia dickensiana, de un pillo al borde de la horca, hasta que se encuentra por azar con un prohombre establecido temporariamente en la capital inglesa, Benjamin Franklin. En este momento comienza la vida épica de quien será considerado el ideólogo de la revolución norteamericana.  

Segunda breve historia de la filosofía 77
Paine periodista

En su libro ¿ Por qué no soy cristiano? Bertrand Russell le dedica un capítulo a Paine, “El destino de Thomas Paine”.

Dice que la importancia de Paine radica en haber democratizado la prédica democrática. Su estilo es directo, natural, legible por cualquier obrero. A pesar de que considera que Common Sense es una obra llena de lugares comunes, no por nada tuvo una enorme resonancia en su tiempo.

Paine fue considerado, dice Russell, un Satanás terrenal, un rebelde contra Dios, hereje por su libro La edad de la razón en el que relee el Antiguo Testamento con un ojo que recuerda el tratado teológico-pólítico de Spinoza, un hombre que pudo haber sido ahorcado por el ministro británico Pitt, guillotinado por Robespierre, y encarcelado por Washington. Si no llegaron a eso fue por circunstancias fortuitas.

Gore Vidal en su libro La invención de una nación dice: “ Thomas Paine no fue una figura inevitable, pero apareció en el momento necesario para exhortarnos a que nos liberásemos de un sistema monárquico corrupto”. Sigue y recalca: “ Paine, con verbo llameante, dijo a sus nuevos compatriotas que era hora de organizarse”.

Paine se encuentra con Benjamín Franklin, de la política sólo sabe que el mundo es una trampa sin evasión para los pobres y que combatir el hambre, la enfermedad, la soledad y el dolor, es una batalla interminable que se termina por perder.

Un amigo suyo, otro adolescente sin hogar, es ahorcado por robar unas monedas. Con una  breve carta de recomendación de Franklin se embarca y llega a Filadelfia, la principal ciudad del Estado fundado por un tal señor Penn, Pensilvania.

Se encuentra con un mundo abigarrado, cosmopolita, habitado por holandeses, escoceses, ingleses, pieles rojas. No dejaba de llamar la atención por su aspecto andrajoso, mugriento, manos cuadradas y uñas sucias, hediondo, un prototipo de los barrios bajos londinenses.

La carta a un hijo de Franklin no le sirve de mucho, los pocos dineros que tiene los gasta en ginebra. Consigue un trabajo en casa de un imprentero y editor. Son tiempos en que América está convulsionada. Hay un estado de rebelión. Los colonos están hartos de que la corona los esquilme con cargas tributarias cada vez más onerosas.

Los nativos no tenían ni voz ni voto en las decisiones fiscales, el comercio libre estaba regulado de acuerdo a los intereses británicos, los aranceles aduaneros eran gravosos, los monopolios controlaban la entrada de la mercadería importada, había restricciones a la manufactura, las tropas inglesas se alojaban en las casas de los colonos, cuando había protestas, los ingleses se vengaban estimulando a los indios para que saqueen y maten a las poblaciones blancas.

Pero no se hablaba de independencia, eran muy pocos los que se atrevían a semejante idea, una guerra con un enemigo de tal envergadura era impensable, los ingleses eran muy crueles en situaciones extremas, y los americanos no tenían tropa propia.

Cuando los ánimos se caldeaban y el odio al colonizador se extremaba, los personajes principales, los que formaban opinión, hablaban de negociación y reconciliación con la madre patria, o recordaban que los ingleses los habían protegido de que los salvajes franceses no los invadan desde el Canadá.

A Paine esto lo escandalizaba, odiaba a su país, a la corona, esa tierra de reyes y nobles que expoliaban al pueblo, ese país de engaño en que un aparente parlamentarismo que debía ser el lugar de expresión de los “comunes”, no era más que la fachada de un despotismo equivalente al de las monarquías absolutas.

Cuando veía que los norteamericanos, o americanos como los llama y se llamaban a sí mismos, estos hombres de la Nueva Inglaterra, no se atrevían a cambiar de nombre y romper amarras y como el mismo decía, ¡ Partir!, desesperaba.

Sabía que en esas tierras estaban dadas las condiciones para que una nueva luz naciera para toda la humanidad, que en ese lugar y en ese momento sólo faltaba la decisión para iniciar un nuevo camino y dejar atrás esa dependencia con una monarquía tiránica que oprimía a su pueblo. Sabía además, que la revolución norteamericana haría temblar el mundo y provocaría una ola de rebeliones que culminarían en una revolución mundial.

En aquel momento, con todas las palabras agolpadas en su gaznate, le propuso al imprentero y editor, un escocés puritano y temeroso, editar una revista, el Pennsylvania Magazine, y se convirtió en periodista.    

Segunda breve historia de la filosofía 78
El fin de la monarquía por derecho divino

La masacre de Lexington, en las afueras de Boston, en 1775, fue el inicio del proceso emancipatorio. Las tropas nativas era un conjunto de chacareros que poco a poco fue tomando consciencia de que no podía volver a atrás. El miedo de la población civil, las advertencias de que con los ingleses no se juega, el temor a una venganza a represalias sangrientas, fue cediendo al movimiento creciente de conscripción de nuevos sujetos que de súbditos pasaban a ser ciudadanos. Era el sueño de Paine que había escrito su Common sens que era leído en voz alta, comentado por las tropas, y que de los pocos ejemplares que había publicado su primer editor, imprenteros piratas reproducían el texto en la Costa Este que con sus tres millones de habitantes, disponía quinientos mil lectores para este libelo que Paine llama panfleto.

El sentido común nada tiene que ver con una disquisión alrededor de este concepto extraño de la metafísica clásica, de esta psicología ad hominem, que nos habla de una razonabilidad aristotélica lustrada por un paño modernista.

Pero en algo evoca a la idea de un mundo que nos es común, de un mismo terreno bajo nuestros piés que nos conmina a una mínima dosis de realismo a riesgo de olvidarlo y permitirnos todos los delirios.

Sin embargo, este sentido común al que nos invita Thomas Paine parece una locura, es el darse cuenta de que la emancipación debe librase a través de la lucha armada, de una batalla de un ejército de civiles comerciantes y chacareros frente a un temible invasor nutrido de tropas mercenarias. La organización de las tropas nativas están bajo el mando de  un señor grandote, algo torpe, no muy inteligente, que vive como un baron feudal rodeado de sus esclavos y perros de caza en su hacienda de Virginia, Georges Washington.

Este señor con el porte digno y pocas palabras, que había demostrado en escaramuzas anteriores su poca sapiencia militar, estaba rodeado de un señor inestable e hipergámico  llamado John Adams y un hombre perspicaz dispuesto a la libertad mientras pudiera conservar sus esclavos, Thomas Jefferson.

Son datos del libro políticamente incorrecto de Gore Vidal, que me hizo reflexionar en la palabra “hipergámico”, una persona que se casa con alguien de una clase social superior.

Para Paine la causa de América es la de todo el género humano. Las colonias necesitan un gobierno. La sociedad es una bendición, nos dice, es la expresión de aquella simpatía de la que hablaban los filósofos, un gobierno es un mal menor, pero necesario. Sustituye la insuficiencia de las virtudes morales para que los hombres vivan en paz. Un gobierno debe garantizar seguridad y libertad.

El contrato moral no crea una república, una república se crea para sustituir la insuficiencia de un contrato moral.

Paine refuta cada una de los argumentos a favor de un régimen monárquico. La idea de ser gobernado por reyes es una falacia de una lectura deformada de la biblia, ya que está demostrado que los judíos rechazaban la realeza. Por eso adoptaban un sistema parecido al republicano como el tribal presidido por ancianos y jueces. La monarquía es una idea pagana (“heathen”) que siempre fue rechazada por Jehová. La monarquía deriva de la idolatría.

Mal puede justificarse la realeza por el derecho divino. El argumento de que la monarquía es un sistema estable que garantiza la paz del reino está refutado por las ocho guerras civiles  y diecinueve rebeliones durante el reinado de los treinta monarcas ingleses.

Además, no hay tal madre patria, no más de un tercio de los habitantes de Pensilvania descienden de ingleses, los hay de otras muchas nacionalidades que muestran que América es pariente de Europa y no de Inglaterra.

“Un continente, dice en Common Sense, no puede ser gobernado a perpetuidad por una isla”. Es la hora de la separación. América es la tierra de la emancipación y de la derrota de las dos tiranías que dominaron a Europa, la tiranía de los reyes y la tiranía aristocrática de los nobles. Es el fin de la concepción del mundo que al sojuzgamiento de los pobres por los ricos, le agrega la de los súbditos por el monarca.

El único Rey, remata, es la Ley.

Segunda breve historia de la filosofía 79
Paine en Francia

Paine llega a Francia en 1787 pocos años después de la revolución norteamericana y en vísperas de lo que sería en poco tiempo la revolución francesa. Uno de los motivos es que se había dedicado a unos estudios de ingeniería y quería presentar sus proyectos de  construcción de puentes de hierro.

En su escrito Rights of man Los derechos del hombre ) de 1791 Paine ataca a Edmund Burke - el filósofo que nos dejó tanto libros de política como de estética, sobre lo bello y lo sublime – quien condena a la revolución francesa y defiende el sistema monàrquico inglés, al que considera superior, más tolerante, equilibrado, fruto del deseo de libertad promulgado por la constitución de 1688. El acontecimiento ejemplar fue la rebelión llamada “gloriosa” por lo pacífica, en la que se estipula que la obediencia al monarca debe darse por los siglos de los siglos, como sello de un pacto establecido a perpetuidad.

Contra esta hipoteca eterna se rebela Paine, manifiesta el absurdo de decretar un contrato de sumisión para futuras generaciones. Contrasta estas aseveraciones atemporales de Burke con las posiciones del marqués de la Fayette, quién llegó a América a los veinte años, para  comprometerse con la causa emancipatoria en nombre de los tiempos por venir y por la transformación del mundo liberado de los despotismos.

Burke describe a la figura de Luis XVI como la de un hombre amable y moderado, que no merecía ser detenido y juzgado. Paine dice que no es a la persona del rey a la que se juzga sino a los principios de una monarquía despótica. Es el despotismo el que está en el banquillo de los acusados, un despotismo plural y heredado, ya que en Francia se ramifica en varias tiranías como la del rey, la de la Iglesia y la del parlamento.

En Francia Paine apoya la revolución francesa, es nombrado miembro de la Convención, y justifica el proceso de Luis XVI. Pero advierte en una carta de noviembre de 1792, traducida por un secretario del cuerpo ya que no sabe francés, que el juicio no debe limitarse a la conducta del antiguo monarca ahora ciudadano Luis Capeto, sino a su complicidad con la conspiración europea, que englobaba la acción de las monarquías de Inglaterra, Prusia, Austria, entre otras.

La culpabilidad de Luis Capeto era la de un eslabón de una cadena conspirativa a la que había que declarar la guerra. Anticipaba así a la epopeya de Napoléon, quien aún consul  lo invita a cenar y desaprueba las palabras de Paine que en ese momento aconseja no entrar en guerra con Inglaterra.

Paine se enfrenta a Robespierre al criticar la sentencia que condena al Luis XVI a la guillotina, propone el destierro como castigo. Robespierre lanzando el rumor de que puede ser  un agente inglés, lo encierra, pero alcanza a huir horas antes de su ejecución.

La publicación de su obra La edad de la razón, le trae nuevas problemas. De retorno a los Estados Unidos de Norteamérica, hay quienes quieren apresarlo por su libelo antirreligioso, entre los que lo sugieren está James Monroe. Jefferson que lo considera un patriota evita su detención.

George Washington vacila y especula, pero no lo protege . Paine desconfía de él. Ya en el año 1796, ante un supuesto pacto del general presidente con los ingleses para no intervenir en una guerra en defensa de la Francia revolucionaria, escribe una misiva que dice: “ en cuanto a vos, traidor en la amistad privada ( pues así habéis sido conmigo, y en el momento del peligro ) e hipócrita en la vida pública...”

Paine pasa sus últimos años en Estados Unidos, aislado, ignorado. Interviene en la compra de Louisina por quince millones de dólares logrando convencer a Jefferson de que así lo hiciera ante las protestas de Hamilton que quería liberar el territorio por la fuerza. Muere en el año 1804 a los sesenta y siete años.

Ya no eran los tiempos en que los fundadores de la república discutían sobre las ideas de Montesquieu y Locke. Lo que dividía las opiniones y alteraba a los políticos era el precio del tabaco o un impuesto inmobiliario. Era la hora de los intereses.

Dice Gore Vidal: “las complejidades de lo que nos divierte llamar `política de chanchullos´ es la esencia del arte de gobernar por medio de feas transacciones (...) ¿ No ha sido siempre así en una república”?

Paine nos da la sensación de que tenía ciertas dificultades con los chanchullos. Por eso resultaba molesto. Era un ideólogo, en este caso la palabra remite a un hombre que no deja de volver a los principios, a las fuentes que motivaron la acción.

Fue olvidado por la historia norteamericana, recién en el Bicentenario de la Revolución vuelve a emerger como un patriota de la revolución. El presidente Teodoro Roosevelt había dicho de él que era “un sucio y esmirriado ateo”.

En su artículo, Bertrand Russell dice que el problema de Thomas Paine es que había sido demasiado generoso, despreocupado por su reputación, lo completa con esta recomendación:

“ se necesita alguna ciencia mundana para asegurarse, cuando no las hay, las alabanzas...”