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Martín Fierro - Castagnino
Foto - Eugenio Graviña
 

    

   

   
 

  Una bandera de revancha 

  Sobre la identidad nacional 

  ¿Quiénes somos los argentinos? es un pregunta recurrente. La hacen en los magazines radiales, la destacan los comunicadores, la refuerzan los filósofos, la connotan los historiadores, la declaman los políticos. El tema del Ser Argentino tiene una inercia en sí y por sí. Ayer pasé por el programa de TV Gen Argentino, en momentos en que Aliverti hacía un decadente panegírico del Che, y María Seoane le preguntaba una cosita no para provocarlo sino para que terminaran abrazados en su progresismo adiposo ambos dos. 

  ¿Qué es ser progresista en la Argentina?, otra linda pregunta. Por lo visto es ser frívolo. 

  La frivolidad de una modelo de pasarela de alta costura es ver cómo le queda lo que lleva puesto. La frivolidad de un personaje progresista es ver cómo le queda lo que dice. Ellos se juntan y se relamen en sus frases supuestamente correctas y luego saludan a la audiencia que se regocija en el Bien compartido. Roberto Giordano es el modelo de los progresistas de cartón. 

  Pero el tema de la identidad sin duda que es problemático. Un judío lo sabe, ya que su ser judío es el tema convocante de todas las reuniones, paneles, disertaciones que más gustan a la comunidad judía. Vieran ustedes las sonrisas de satisfacción que se dibujan en sus rostros pero no porque alguien les dio la respuesta identitaria, sino porque están todos juntos, se certifican en su judaísmo por el hecho de congregarse a preguntar quiénes son. 

  Al menos tenemos una excusa, hemos sido un pueblo errante, tanta dispersión, centurias de diáspora, nos legitiman en esta insistente preocupación. 

  Lo que no resulta tan claro es la cuestión de la errancia argentina, finalmente tierra no nos falta, por el contrario, nos sobra. Daré breves y problemáticos ejemplos del historial de este enigma 

  Los orígenes de nuestra nacionalidad no existen. No hay origen, hay caos. No nos destacamos por eso, todos los comienzos nacionales lo son, salvo que una leyenda ponga las cosas en su lugar, es decir en la fábula, en los mitos de la historia, que hoy abundan. Mariano Moreno quería degollar a lo francés y negociar a lo inglés. San Martín vivió pocos años entre nosotros y dio por perdida su esperanza, que algo inglesa también era. Belgrano pasaba de la princesa Carlota a la ilusión de un monarca incaico con llamativa rapidez. No existía tradición republicana y los sueños monárquicos eran más que comprensibles en un mundo en que la restauración de la nobleza europea era el telón dominante de las elaboraciones políticas. 

  El siglo XIX fue el de las facciones, la palabra “faccioso” es lo que calificaba el andar de los grupos que se disputaban el poder. El Estado se construye con Roca, recién a fines de siglo: moneda, límites geográficos, comunicaciones, federalización. 

  Se abren las fronteras y llegan los inmigrantes. Hay Estado, falta Nación, para eso hay que poblar. Gobernar es poblar. El censo de 1914 dice: 

  Capital Federal: argentinos: 797.969 / extranjeros: 777.845 

  Provincia de Buenos Aires: 1.362.234 / 703.931 

  Provincia de Santa Fe: 583.699 / 315.941 

  Cifras totales: argentinos: 5.527. 285 / extranjeros: 2.357.952 

  Total: 7.885.237 

  (Datos: material revisado y compilado por la educadora argentina Nidia Cobiella. Información extraída de Historia Argentina de Sintesoft. Educar.org). 

  No se conoce país en el mundo que haya tenido un cambio poblacional por medio de la inmigración de tal magnitud en tan poco tiempo. Es una sociedad dada vuelta y revolcada en una rayadura totalmente desconocida. Australia, EE.UU., Canadá, ni de lejos soportaron semejante mutación. 

  En vísperas de la primera elección democrática por la promulgación de la Ley Sáenz Peña, a esta situación demográfica hay que agregarle un 60% de analfabetos. 

  Identidad, tu grato nombre. El tiempo pasa tan rápido. La década infame estaba ahí nomás. Se veía la reacción ante esta chusma extranjera que había venido o a hacer dinero o a subvertir el orden social, de ahí el nacionalismo católico aliado a las fuerzas conservadoras que pusieron los cimientos de esta vertiente caudalosa de la ideología argentina: el criollismo pequeño burgués. La hora de la espada. 

  Cuando en España comunistas y anarquistas revoleaban Iberia entera, acá había quienes invocaban a los Borbones, aquellas gestas hispánicas en las que Dios y la Patria se confundían sin gorro frigio. 

  Después, ya sabemos, el intento nacionalista popular, el de Perón, fuerte identidad argentina, desde la reivindicación de lo nuestro en la tierra y en el cielo, expoliados por el Invasor Inglés, luego por su primo moderno Braden, hasta la invención de la penicilina criolla. Nueva identidad, fuerte en su renacido espíritu isleño, con nuevos inmigrantes de una nueva posguerra, pero en otra escala, y con el error de equivocarse de época. 

  Perón se equivocó de bando. Ganaron los otros. La tercera posición duró seis años, luego había que pedir tecnología, petróleo y dinero a los dueños de un nuevo orden internacional antes despreciado. No hubo Tercera Guerra Mundial, las libras esterlinas que se regalaron valían cada vez más, los trenes estatizados, menos, y la herencia de la política de inclusión social quedaba reducida a una poderosa burocracia sindical y al ejército político. Las dos caras de un pacto invocado hace unos años. 

  Identidad, palabra furiosa. Vivimos permanentemente una guerra de símbolos. Apenas asume un presidente radical, la televisión y el teatro presentan obras en las que vemos llegar en los barcos de ayer a nuestros abuelos napolitanos, gallegos y judíos. Sube un gobierno peronista, el secretario de cultura propone bailar el pericón en el Colón. Ni el indio, ni el gaucho, ni el inmigrante, completan el fichero del ser nacional. 

  Identidad, bandera de revancha, clamor pobre, estrategia mezquina. 

   

   

  El ser nacional no existe 

  Más sobre la identidad argentina 

   

  Me pregunto ¿cómo puede haber una pasión argentina al mismo tiempo que desarraigo? Vuelvo a los judíos, mi otra mitad. La errancia y la falta de raíces en la tierra coexistía en los hebreos con un fuerte sentimiento comunitario cohesionado por la lectura del Libro, la Torah. La pasión de pueblo se conjugaba con el desarraigo. 

  Cuando en los comentarios de mi nota anterior, algunos lectores hablan del caso de los belgas o de los españoles, o de los turcos en Alemania, remiten a ejemplos que estimo diferentes al nuestro. Y digo nuestro. 

  Un belga no sabrá lo que es ser belga pero bien sabe lo que es ser flamenco, lo mismo un vasco que cuanto más duda de su españolidad más fervor tiene por su vascalidad, o como se llame. 

  Un nieto de italianos es argentino, no es italiano. El norteamericano de apellido Mastrogiuseppe dice ítalo-norteamericano, y el guión une y no separa para esa cultura del american way of life que encomia los orígenes mientras se entienda ese modo de vivir. O judeo-americano o greco-americano. De todos modos el guión une lo que separa. No existe el ítalo-argentino ni el judeo-argentino, ni se nos ocurre. Y nada tienen que ver los lazos “sangui” o los lazos “soli”, sino que es una cuestión de corazón, y de escuela pública. 

  No acudo a erudición alguna. Es una pregunta que me hago y hago, la de más arriba, la coexistencia del desarraigo y de la pasión por el lugar. Esta combinación se llama sentimiento. El sentimiento nacional de los argentinos existe, se ve en el dulce de leche de los exiliados, en la camiseta de Boca del cincuentón que vive en Miami o Barcelona. Son símbolos, es cierto, pero las identidades siempre se hacen con símbolos como las religiones con ritos. Sin materialidades con sus fijezas y repeticiones, no hay creencia. 

  Lo que no hay es “ser nacional”, ni entelequia identitaria, ni origen ontológico. No hay ser, sí estar, estamos en la Argentina, es nuestra estancia, y no esencia. Somos las vacas de esta estancia, que no tiene patrones. Ser argentino es un sentimiento, y es popular, nada tiene que ver con la petulancia de los que remontan su apellido a los tiempos del cuero, ni con los que hablan vacilando a la manera de las institutrices inglesas. Es un sentimiento mestizo y migratorio de apenas un siglo.