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El maestro del doble discurso 
Sobre una biografía de Hegel

   a vida de los filósofos es una cosa y su obra otra. La magia y la consistencia de un texto se sostienen por sí mismas. Para apreciar la belleza informativa de Las palabras y las cosas de Michel Foucault o las Críticas de Kant no necesito del anecdotario de su vida cotidiana.

    Pero las biografías no son anecdotarios, no lo son cuando quien las escribe ha pasado por el duro aprendizaje del análisis del texto, y puede situar los momentos en que fue escrito, las circunstancias de su composición, sus primeros destinatarios, el epistolario añadido, las polémicas que provocó, el ánimo y el eco de su recepción.

   Una biografía de este calibre es la que escribió Jacques D’Hondt con el resumido título de Hegel. El autor es un reconocido especialista de la obra del filósofo y profesor honorario de la Universidad de Poitiers.

   Hay un arte del relato de la vida de grandes hombres del pensamiento que se manifiesta en un manejo del idioma, una selección de los detalles, una esforzada y desafiante labor para dar una visión concisa y panorámica de sus libros, la inteligencia para ser preciso en señalar los cortes epistemológicos y las líneas de continuidad de los problemas, un conocimiento minucioso de la época y de los territorios. Dudas, encrucijadas, decisiones, artimañas, alianzas e intrigas, nos sirven gracias a estas obras para dar mayor riqueza a la percepción de la producción del pensamiento de un autor filosófico.

   Lo ha hecho Didier Eribon con Foucault, Peter Brown con San Agustín, Rüdiger Safranski con Schopenhauer, Ray Monk con Wittgenstein y Russell, Werner Ross con Nietzsche, H. Lottman con Camus, Annie Cohen-Solal con Sartre, Margaret Gullan-Whur con Spinoza. Estas historias de vida se suman a otro género muy estimable como las entrevistas, los diarios, la correspondencia, que dibujan así un conjunto inacabado que configura las intervenciones filosóficas de quien ensaya ideas y abre espacios de pensamiento.

   Me interesa señalar algunos puntos de la biografía de D’Hondt. El primero es medular para comprender la obra de los filósofos, me refiero a la censura. Hemos olvidado que hasta mediados del siglo XIX el pensamiento estaba bajo la tutela de aparatos de vigilancia y que las excepciones a las reglas de supervisión estatal resultaban de variados esquemas para escapar de las prohibiciones. La Iglesia y la Monarquía, centralizadas o dispersas, marcaban el territorio de lo decible, y aún en sus postrimerías no cejaron en perseguir a los transgresores. Sin evocar a las piras en que se quemaba a hombres como Bruno ni a los tribunales inquisitoriales, la censura se muestra en la presión chica, sugerente pero constante, para que los filósofos por temor publiquen anónimamente como Spinoza, que los cartesianos se junten en domicilios discretos que les asegure invisibilidad, que los editores mantengan sus talleres en la clandestinidad, que los exilios y los traslados de apuro hayan sido la norma de la vida de los pensadores. Por eso llama la atención la osadía de algunos, Rousseau, por ejemplo, que en una gran parte de su obra hace acopio de denuncias contra las persecuciones y los vejámenes de los que era objeto.

   Fue importante la labor de la censura en tiempos de Hegel. A diferencia de la monarquía centralizada y vertical de los franceses, Alemania estaba dividida en 300 principados. El ducado de Würtemberg en el que nace Hegel, en la ciudad de Stuttgart en agosto de 1770, se ordenaba políticamente del mismo modo que las otras regiones auditadas por la nobleza. Se hacía lo que el regente quería. La arbitrariedad era absoluta. El pedido de una Constitución política que hacían los filósofos –como el mismo Hegel– no era un pedido de libertad de expresión, sino de límites a los que saber atenerse. No se podía enseñar y publicar sin tener noción de qué estaba permitido o prohibido, qué es lo que podía gustar o disgustar al soberano, caerle bien o pésimo. Los liberales pretendían una norma constante que los ubicara en la legalidad y les permitiera dosificar sus palabras y silencios.

   A falta de reglas, las estrategias para poder funcionar como hombre de ideas estimularon las dotes del disimulo y de la adulación. El estilo literario de Hegel deriva de su necesidad de crear un doble lenguaje en el que un sistema de contraseñas, reenvíos oscuros, alusiones a lo que no se dice, dichos a sopesar, entrelineados para adivinar, compensaciones que hay que entender, eufemismos a inventar, configuran una prosa que persiste en su incomprensibilidad. La expulsión de Fichte de la universidad de la que había sido rector, se comentaba que se debía a su excesiva franqueza.

   Sin embargo, la dificultad expresiva de Hegel no sólo se debe a la censura sino además, a cierta incapacidad en ser claro y distinto.

   En una carta a Niethamer dice: “es más fácil ser ininteligible de una forma sublime que ser inteligible de una forma sencilla”.

   Los obstáculos de Hegel no eran menores. Volver a la sabiduría de los griegos rescatando a Jesús, saludar y homenajear al pensamiento ilustrado y salvar el buen nombre de Lutero, pedir la igualdad de los hombres e hincarse ante el Duque, reclamar la libertad de pensamiento y proclamar los derechos divinos de la monarquía, ser crítico y adulador a la vez, no era un nudo discursivo sencillo de desatar.

   No hay que sorprenderse entonces de que los dos lenguajes, el exotérico para el público y el esotérico para los amigos, compusieran una de las características básicas del idealismo alemán: su incomprensibilidad.

   No hay que tomarlo como una cuestión sólo de forma, hay algo sustancial en el hecho escritural de este tipo de expresión enrevesada. Marx lo dijo tantas veces y con tanta precisión, supo usar todo su verba sardónica en La ideología alemana, en sus obras de juventud, en su escrito dedicado a la instrucción prusiana sobre la censura de 1843, en sus burlas al espiritualismo de la crítica de la religión neohegeliana, que hace del estilo una cuestión de fondo, de un fondo delirante.

   Pero la grandeza de Hegel no está ausente. Una filosofía pone su peso en la balanza de la lengua no por descubrir lo que nadie vio y siempre buscó. El candor escolar conserva la imagen del hombre sabio como quien no se equivoca y ve hondo. En la página 315 D’Hondt dice: “una filosofía no necesita veracidad, basta con que nos ofrezca una lectura agradable, proporcione ocasiones de admirar el virtuosismo intelectual de su autor y abunde en pretextos para una reflexión personal”.

   Uno de los virtuosismos de Hegel es haber creado una de las escenas filosóficas más bellas de la historia, me refiero a la dialéctica del Amo y del Esclavo. D’Hondt señala que Amo se dice Herr y Esclavo Knecht, entonces se trata de herr und knecht. Pero no es un esclavo, palabra anacrónica que para designar a la servidumbre se traduce con un vocablo mal connotado. No es una persona comprada por otra que la hace cosa y propiedad suya, sino alguien que trabaja para otro en una situación de dependencia y humillación. Eso sí corresponde a la época de Hegel, tanto a su situación histórica como personal. Por lo tanto “criado”, sirviente, doméstico, perteneciente a la servidumbre de una casa no necesariamente noble sino rica.

   Ése era el destino social de la clase burguesa que estudiaba en los liceos y en los seminarios teológico-filosóficos de la época. Aprendizaje exigente para ingresar en las parroquias luteranas, el candidato debía ser sabedor de lenguas muertas, historia de las religiones y cultura clásica. El futuro pastor podía optar entre prepararse para ejercer la docencia en el mismo instituto del que egresó o buscar empleo como preceptor de jovencitos de una casa próspera. Es lo que decidió Hegel junto a sus amigos de Tubinga, Schelling y Hölderlin.

   No era fácil conseguir una buena casa, buena paga y buena comida. Las recomendaciones eran indispensables. Hegel tenía apreciables antecedentes, la beca ducal para Tubinga la había conseguido gracias a su disertación de fin de curso sobre el tema: “El estado deplorable de las artes y las ciencias entre los turcos”. Repetidas veces agradeció en público “no haber nacido turco”.

   Así, con esmero, fue a su primer empleo en Suiza, cerca de Berna. Ser preceptor implicaba pertenecer a la domesticidad de la casa, junto al cochero, mayordomo, ama de llaves, el personal del anexo y del subsuelo que formaba la otra escena de la vida acomodada. Los melodramas de la época representados en los teatros de la gran ciudad hacían del personaje del criado un personaje infaltable.

   Criado docente, eso era Hegel, en un mundo en el que comía con los dependientes, aspiraba si la suerte lo acompañaba a tener cuarto propio, privilegio de pocos, y estaba sometido a los malos humores, desprecio esencial e indiferencia de los dueños de casa.

   La correspondencia entre los mosqueteros de Tubinga abunda en lamentos, como los de Hölderlin, el más sensible de los tres, que no podía soportar el maltrato de su patrona.

   La dialéctica del Amo y del Criado tiene otra sonoridad, menos arcaica y exótica, más burguesa, como efectivamente lo es, entre un patrón y un sirviente que aspira a que se lo reconozca en su humanidad.

   Por supuesto que la bella historia de Hegel tiene ramificaciones significantes de un espectro más amplio. El Amo es quien detenta la heroicidad, tiene el blasón del guerrero que se enfrenta a la muerte, que no huye, batalla, se expone y nada conserva, ni la vida. Y gana, no sólo el persistir, sino el derecho a mandar, la belleza del Único, de quien centellea por la mirada y marcha por el mundo con la gallardía del Vencedor y el paso de quien no tiene más nada que mostrar. Basta ver la estela luminosa que deja el caminar del que venció al miedo a la muerte.

   El Amo es adorable, es el mismo criado que lo encumbra. El criado teme morir, le da terror no ser más, entonces será menos, un sirviente, un hombre que sirve, útil, trabajador, un preceptor.

   La dialéctica es el proceso de lo negativo, en el que cada posición al desarrollarse en su máxima potencialidad se convierte en otra cosa, en su contrario transformado. El criado conquistará la dignidad en el buen cumplimiento de su destino, su obra cotidiana llenará de bienes terrenales la tierra, y su esfuerzo creará riquezas para disfrute de la humanidad.

   La cobardía rinde, el filisteo tiene su misión en este mundo, será dueño de su habilidad, de su capacidad de sobrevivir de otro modo, no frente al todo o nada sino con el “de a poco”. Mientras tanto el Amo que nada tiene que mostrar ni demostrar no tendrá pares, no hay nadie como él, está solo en la cumbre con su heroicidad marchita. Aburrido y lánguido.

   Vivir humillado era la infraestructura emocional que indignaba a los liberales ilustrados que clamaban por la igualdad. Nada abstracto corría por sus venas, sino la concreta situación de un burgués letrado en un mundo en el que la nobleza hacía lo que quería con lo que tenía, y –difícil es para nosotros reconstruir sin sombras tal distancia feudal– consideraba a sus súbditos como niños bajo su tutela. ¡Padrecito! le decían los siervos a su Zar.

   Pensar que, según cuenta D’Hondt, Hegel tuvo que apurar la Ciencia de la Lógica y terminarla apremiado para cobrar y pagar sus cuentas. Es como si a un devoto religioso le dijeran que Mateo escribió su evangelio en una terma romana con jovencitos metiéndole uvas en la boquita. Algo insólito, no se puede apurar a la Verdad Especulativa por un alquiler atrasado. Pero a veces las cosas se presentan de este modo.

   Hegel, “viejo bobo”, decían las actrices y cantantes de Berlín que el filósofo asediaba lo más cerca posible para que sus dañados ojos pudieran meter un vistazo en los escotes. Dos hijos célibes, y otros natural, Louis, al que el filósofo despojó de su apellido una vez que se lo detuvo por robar una gallina, o una manzana, pasando de Hegel a Fischer, y que en permanente enemistad con su padre decide alistarse en esos ejércitos mercenarios coloniales y morir a los veinticuatro años en Yakarta.

   Pensar que hace unos días, el jueves 12 de julio, ha terminado el Segundo Congreso Extraordinario de Filosofía en San Juan, con un discurso de Cristina Fernández de Kirchner en el que afirmaba entre lágrimas ser “hegeliana por sobre todas las cosas”. A Georg Wilhelm Friedrich le habría encantado que Christine, una futura presidenta, fuera su dedicada discípula, una mujer poderosa, luego de haber visto en 1806 al Alma del Mundo a caballo, cuando Napoleón pasaba frente a su ventana en Jena, antes de que las tropas incendiaran la ciudad y él huyera entre escombros con la Fenomenología del Espíritu en el bolsillo, hoy doscientos y un año después, una pingüina conmovida lo invoca frente a la grey filosófica reunida en Cuyo.